De nuevo paseó su mirada por la sala, como soñando. La emoción era general. Aliocha corrió hacia él. Pero el ujier había cogido ya a Iván del brazo.

—¡Suélteme! —gritó éste, mirando fijamente al ujier.

De pronto, lo cogió por los hombros y lo derribó. Los guardias acudieron rápidamente. Lo sujetaron. Iván empezó a vociferar como un energúmeno. Mientras se lo llevaban, no cesó de proferir palabras incoherentes.

El tumulto fue extraordinario. No recuerdo bien los detalles, pues la emoción me impedía ser un observador atento, pero puedo afirmar que, una vez restablecida la calma, el ujier recibió una reprimenda, a pesar de que explicó a las autoridades que el testigo parecía hallarse perfectamente después de haberlo reconocido el médico hacía una hora, cuando se sintió indispuesto. Hasta el momento de comparecer, se había expresado con la más completa cordura, de modo que no podía preverse lo ocurrido. Pero antes de que los ánimos se hubieran apaciguado se produjo un nuevo incidente: Catalina Ivanovna sufrió un ataque de nervios. Gemía y sollozaba, y no quería marcharse; se debatía y suplicaba que la dejaran permanecer en la sala. De pronto, exclamó, dirigiéndose al presidente:

—¡Tengo algo más que decir! ¡Y quiero decirlo ahora mismo!... ¡Lean esta carta, léanla! ¡La escribió ese monstruo! —señalaba a Mitia—. ¡Es el asesino de su padre! ¡En esta carta confiesa su propósito de matarlo! Iván Fiodorovitch está enfermo; hace tres días que no cesa de desvariar.

El ujier cogió la carta y se la entregó al presidente. Catalina Ivanovna se dejó caer en el asiento, se cubrió el rostro con las manos y empezó a llorar en silencio, ahogando los sollozos por terror a que la expulsaran. La carta era la escrita por Dmitri en la taberna «La Capital», aquella carta que Iván consideraba como una prueba categórica. Y así, ¡ay!, se consideró. De no haberse presentado esta carta ante el tribunal, seguramente Mitia no habría sido condenado, o, por lo menos, la sentencia hubiera sido más benigna.

He de decir una vez más que no puedo describir esta situación detalladamente. Incluso ahora estas escenas acuden a mi memoria sin orden ni concierto. El presidente debió de poner en conocimiento de ambas partes y del juez el contenido de esta carta. Luego preguntó a Catalina Ivanovna si se había repuesto y ella contestó resueltamente:

—Sí, ya estoy serena: puedo responder a sus preguntas.

Temía que no se la escuchara con la debida atención. Le rogaron que explicara detalladamente cuándo y cómo había recibido la carta de Dmitri Fiodorovitch.

—La recibí el día anterior al del crimen. Como ven, está escrita en la taberna, en el reverso de una factura. Dmitri me odiaba entonces porque me debía tres mil rublos y porque había cometido la vileza de seguir a esa mujer. Su deuda y su villanía lo abochornaban. Les diré exactamente lo que ocurrió. Les ruego que me escuchen atentamente. Tres semanas antes de dar muerte a su padre, se presentó en mi casa. Yo sabía que necesitaba dinero y que lo quería para atraerse a esa mujer y retenerla a su lado. Yo sabía que me traicionaba, que tenía el propósito de abandonarme, y, sin embargo, le di ese dinero con el pretexto de que lo enviase a mi familia. Cuando se lo entregué, le dije, mirándole a los ojos, que podría mandarlo cuando quisiera, «aunque tardara un mes». Es extraño que él no comprendiera que esto equivalía a decirle: «¿Necesitas dinero para traicionarme? Aquí lo tienes; yo misma te lo doy. Tómalo si no te da vergüenza.» Mi intención era confundirlo, pero él se llevó el dinero y lo dilapidó en una sola noche con esa mujer. Sin embargo, Dmitri Fiodorovitch se había dado cuenta de que yo lo había comprendido todo y le ofrecía el dinero sólo para probarlo, para ver si cometía la infamia de admitirlo. Nuestras miradas se cruzaron, él me comprendió, y, no obstante, tomó el dinero y se fue.

—¡Todo eso es verdad, Katia! —exclamó Mitia—. Comprendí por qué me ofrecías ese dinero y, sin embargo, lo tomé. ¡Despreciadme todos! ¡Lo merezco porque soy un miserable!

El presidente lo amenazó con expulsarlo de la sala si decía una palabra más.

—Ese dinero fue un tormento para él —continuó Katia precipitadamente—. Quería devolvérmelo, pero lo retenía porque lo necesitaba para esa mujer. Aunque mató a su padre para pagarme, no me dio ni un céntimo: se fue con su amiga a Mokroie para gastárselo alegremente. Un día antes de cometerse el crimen me escribió esta carta, estando ebrio, cosa que deduje enseguida, y ciego de cólera. Era evidente que estaba seguro de que yo no se la enseñaría a nadie, aunque cometiera el crimen, pues, de lo contrario, no la habría escrito. Léanla, léanla con atención. Verán ustedes cómo se explica por anticipado todo lo que ha de suceder: cómo matará a su padre, dónde está escondido el dinero... Observen sobre tocto que dice que cometerá el crimen apenas parta Iván. Por lo tanto, fue un crimen premeditado.

Catalina Ivanovna dijo esto pérfidamente. Se veía que había estudiado detalle por detalle la fatídica carta.

—Estando despejado, no me la habría escrito, pero es evidente que la carta revela un plan.

En su exaltación, despreciaba las consecuencias posibles de sus palabras, actitud muy diferente de la de un mes atrás, cuando se preguntaba, temblando de ira, si debía entregar al tribunal la carta reveladora. Al fin, había quemado las naves.

El secretario leyó la carta, que produjo una impresión tremenda. Se preguntó a Mitia si la reconocía.

—Sí, yo la escribí, aunque no la habría escrito si no hubiera bebido más de la cuenta... ¡Tú y yo, Katia, nos odiábamos por muchas razones; pero yo te amaba a pesar de mi odio, y tú a mí no!

Se había levantado y volvió a dejarse caer en el banquillo, retorciéndose las manos.

Tanto el fiscal como el defensor preguntaron a Catalina Ivanovna por qué no había hablado de aquella carta en su reciente declaración y a qué obedecía su cambio de actitud respecto al acusado.

—Tienen ustedes razón: he mentido, faltando a mi honor y a mi conciencia. He obrado así porque quería salvarlo, y quería salvarlo porque me odiaba y me despreciaba. Sí, me despreciaba; me despreció siempre, desde que me incliné ante él para darle las gracias por el dinero que me entregó. Me di cuenta de ese desprecio enseguida, pero tardé mucho tiempo en convencerme. ¡Cuántas veces he leído en sus ojos estas frase: «Viniste en persona a mi casa»! No me comprendió, no fue capaz de deducir por qué fui a verlo. En su mente sólo cabe la vileza. Juzga a los demás a través de sí mismo...

Katia había llegado al colmo de la exaltación. La ira la cegaba.

—Quería casarse conmigo —siguió diciendo— por el dinero, sólo por el dinero. Es un desalmado. Estaba seguro de que siempre, durante toda mi vida, me sentiría avergonzada ante él, y él podría manejarme a su antojo. Por eso quería casarse conmigo. Les estoy diciendo la pura verdad. Intenté vencerlo a fuerza de cariño, incluso estaba dispuesta a olvidar su traición; pero él no me comprendió, no comprendía nada. Es un monstruo. Recibí su carta al día siguiente por la tarde; hasta entonces no me la trajeron de la taberna. Pues bien, aquella misma mañana estaba dispuesta a perdonárselo todo, ¡incluso su traición!