Compareció un nuevo testigo... Iván Fiodorovitch.

CAPITULO V

Desastre repentino

Se le había llamado antes que a Aliocha, pero el ujier dijo al presidente que una súbita indisposición impedía comparecer al testigo, y que tan pronto como se hubiera repuesto acudiría a declarar. Su llegada pasó casi inadvertida; se le prestó muy poca atención. Los principales testigos, y especialmente las dos rivales, habían declarado ya, y la curiosidad había desaparecido casi por completo: no se esperaba nada nuevo de los demás testigos.

Iván avanzó con lentitud extraña, sin mirar a nadie, absorto y con la cabeza baja. Iba bien vestido. En su rostro se percibían las huellas de su enfermedad; su tez, de un matiz terroso, hacía pensar en las de los moribundos. Levantó la cabeza y paseó por la sala una mirada llena de turbación. Aliocha se levantó y lanzó una exclamación de la que nadie hizo caso.

El presidente recordó al testigo que no tenía que prestar juramento y que podía dejar sin respuesta aquellas preguntas que considerase conveniente no contestar, pero que debía prestar declaración de acuerdo con su conciencia. Iván lo miraba distraídamente. De pronto, una sonrisa iluminó su semblante y cuando el presidente, visiblemente sorprendido por este cambio, terminó de hablar, Iván se echó a reír.

—¿Y qué más? —preguntó levantando la voz.

Silencio en la sala. El presidente tuvo un gesto de inquietud.

—¿Se siente indispuesto todavía? —le preguntó, mientras buscaba con la suya la mirada del ujier.

—Tranquilícese, señor —repuso Iván con calma—. Estoy perfectamente y puedo referirle algo curioso.

—¿O sea que tiene usted que decir algo importante? —preguntó el presidente, incrédulo.

Iván Fiodorovitch bajó la cabeza, guardó silencio durante unos segundos y respondió:

—No, no tengo nada importante que decir.

Lo interrogaron. Contestó lacónicamente y con creciente resistencia, aunque sus respuestas fueron perfectamente sensatas. Ignoraba, según dijo, muchas de las cosas que le preguntaron, entre ellas las referentes a las cuentas de su padre con Dmitri.

—Era un asunto que no me importaba lo más mínimo —dijo.

Declaró que había oído las amenazas del acusado contra su padre y que estaba enterado de la existencia del sobre por Smerdiakov.

De pronto, exclamó con un gesto de fatiga:

—¡Siempre lo mismo! ¡No puedo decir nada más al tribunal!

—Veo que está usted todavía trastornado y lo comprendo —dijo el presidente.

Y ya iba a preguntar al fiscal y al defensor si querían interrogar al testigo, cuando Iván dijo, extenuado:

—Permítame su señoría que me retire: no me siento bien.

Dicho esto, y sin esperar la autorización del presidente, se dirigió a la salida. Pero, después de dar algunos pasos, se detuvo, quedó un momento pensativo, sonrió y volvió atrás.

—Me parezco a esa joven campesina que decía: «Iré si quiero, pero si no quiero, no iré.» La vistieron para llevarla al altar y ella repitió lo que acababa de decir... Es una anécdota popular...

—¿Qué significa eso? —preguntó con severidad el presidente.

En vez de responder a esta pregunta, Iván sacó un fajo de billetes y lo exhibió ante el tribunal.

—¡Miren, miren! Son los billetes que estaban en ese sobre —dijo, señalando la mesa donde se hallaban los cuerpos del delito—, los billetes por los que mataron a mi padre. ¿Dónde hay que depositarlos? Señor ujier, ¿quiere usted entregar este dinero a quien corresponda?

El ujier cogió el fajo y lo entregó al presidente. Éste preguntó, sorprendido:

—¿Cómo se explica que haya traído usted este dinero..., si verdaderamente es el que estaba en el sobre?

—Me lo entregó ayer Smerdiakov, el asesino. Estuve en su casa antes de que se ahorcase. Fue él quien mató a mi padre, no mi hermano. Él lo mató y yo lo instigué a matarlo... ¿Quién no desea la muerte de su padre?

—¿Está usted en su juicio? —exclamó el presidente.

—Sí, estoy en mi juicio, un juicio vil como el de ustedes, y como el de todos esos... papanatas.

Se había vuelto hacia el público al decir esto. Irritado y despectivo, añadió:

—A lo mejor, han matado a sus padres, y ahora se fingen aterrados y se miran unos a otros haciendo aspavientos. ¡Farsantes! Todos desean la muerte de sus padres. Los reptiles se devoran unos a otros... Si de pronto supieran que aquí no ha habido parricidio, se marcharían, defraudados y furiosos. Panem et circenses!.. Pero yo no me quedo corto... ¿Tienen agua? ¡Por Dios, denme un vaso!

Hundió la cabeza entre las manos. El ujier se acercó a él, presuroso. Aliocha se puso en pie y gritó:

—¡No lo crean! ¡Está enfermo! ¡Desvaría!

Catalina Ivanovna se había levantado también precipitadamente y miraba a Iván Fiodorovitch, aterrada e inmóvil. Mitia, con una sonrisa que más parecía una mueca, escuchaba ansiosamente a su hermano.

—Tranquilícese —dijo Iván—. No estoy loco. He cometido un crimen, y no se puede pedir elocuencia a un asesino —añadió, sonriendo.

El fiscal, visiblemente nervioso, habló en voz baja al presidente. Los magistrados cambiaban comentarios también en susurros. Fetiukovitch aguzó el oído. El público esperaba con ansiedad. El presidente se tranquilizó.

—Debo advertirle —dijo— que se expresa usted en términos incomprensibles y que aquí no se pueden tolerar. Cálmese y hable..., si verdaderamente tiene algo que decir. ¿Podría usted demostrar todo lo que ha dicho, y así convencernos de que no está delirando?

—El caso es que no tengo testigos. Ese miserable de Smerdiakov no les enviará a ustedes una declaración desde el otro mundo... dentro de un sobre. Ustedes desearían recibir más sobres: no les basta con uno... No, no tengo testigos... Aunque, bien mirado, tal vez tenga uno.

Quedó ensimismado, sonriendo.

—¿Quién es ese testigo? —le preguntó el presidente.

—Tiene rabo. Es algo que está al margen de toda la regla. Le diable n’existe point.

De pronto, dejó de reír y dijo en tono confidencial:

—No le hagan caso: es un diablejo sin importancia. Debe de estar aquí, en la sala. Seguramente en la mesa de los cuerpos del delito. ¿En qué otra parte puede estar?... Yo le he dicho que no me callaría y él me ha hablado de un cataclismo geológico y de otras tonterías semejantes... Dejen al monstruo en libertad. Ha cantado un himno alegremente; es un ser optimista..., una especie de bribón borracho. «Para Piter ha partido Vanka», vocifera. Y yo, por sólo dos segundos de alegría, daría un cuatrillón de cuatrillones. Ustedes no me conocen. ¡Todo es necio entre ustedes!... En fin, deténganme. Para algo he venido... ¡Ah, cuánta estupidez hay en el mundo!