El fiscal y el presidente procuraron calmarla. Estoy seguro de que les daba vergüenza aprovecharse de la exaltación de Katia para obtener las importantes declaraciones que estaban oyendo. Decían: «Comprendemos su pesar y lo compartimos.» Pero ello no les impedía escuchar las revelaciones de una mujer que había perdido el dominio de sus nervios. Finalmente, con una lucidez extraordinaria, como es frecuente en estos casos, explicó cómo se había trastornado en los dos meses últimos la razón de Iván Fiodorovitch, obsesionado por la idea de salvar a su hermano, el monstruo, el parricida.

—Estaba atormentado. Pretendía atenuar la falta de su hermano diciéndome que él tampoco quería a su padre y que incluso deseaba su muerte. Tiene un exceso de conciencia, y ésta es la causa de sus sufrimientos. No tenía secretos para mí. Venía a verme a diario, porque soy su única amiga. Sí, tengo el honor de ser su única amiga —repitió en un tono de reto, con los ojos brillantes—. Fue dos veces a visitar a Smerdiakov. Un día me dijo: «Si no fue mi hermano quien mató a mi padre si fue Smerdiakov, acaso sea también yo el culpable, pues Smerdiakov sabía que yo no quería a mi padre y acaso supusiera que deseaba su muerte.» Entonces le mostré esta carta y él quedó completamente convencido de la culpa de su hermano. Estaba aterrado; no podía soportar la idea de que su propio hermano fuera un parricida. Desde hace una semana está trastornado por estas inquietudes. Desvaría, le han oído hablar solo por la calle. El doctor que traje de Moscú lo reconoció anteayer y me dijo que estaba al borde de una grave perturbación mental. ¡Y todo por culpa de ese monstruo! El suicidio de Smerdiakov ha sido para él el golpe de gracia. ¡Todo a causa de ese mal hombre al que pretende salvar!

Generalmente, sólo se habla así una vez en la vida, cuando se está al borde de la muerte, al subir al cadalso, por ejemplo. Pero esta conducta estaba de acuerdo con el carácter de Katia. La Katia de aquel momento era la misma muchacha impulsiva que había corrido a casa de un joven libertino para salvar a su padre; la misma muchacha casta y altiva que hacía unos instantes había sacrificado su pudor virginal, refiriendo públicamente el «noble acto de Mitia», con el único fin de atenuar la suerte que le esperaba. Y ahora hacía el mismo sacrificio por otro al que tal vez hasta aquel momento no se había dado cuenta de que profesaba un profundo afecto. Se sacrificaba por él porque, de pronto, se había imaginado, aterrada, que lo había perdido con su declaración, al revelar que él, Iván, creía ser responsable de la muerte de su padre, en vez de serlo su hermano; se sacrificaba por Iván y por su reputación.

Una pregunta la atormentaba. ¿Había calumniado a Mitia al hablar del principio de sus relaciones con él? No, ella estaba convencida de que no mentía al decir que Dmitri la despreciaba por su profunda reverencia; creía sinceramente que Mitia la había adorado hasta aquel momento y que después su adoración se había convertido en burla y desprecio. Entonces se había sentido ligada a él por un amor que tenía algo de vanidad herida y que se parecía mucho a la venganza. Tal vez este falso amor se habría transformado en amor verdadero; tal vez Katia lo deseara; pero Mitia la había herido profundamente con su traición, y el alma de Katia no era de las que perdonan. De súbito, había llegado el momento de la venganza, y todo el rencor dolorosamente acumulado en el corazón de la mujer ofendida había hecho explosión en un instante. Acusando a Mitia, se acusaba a sí misma. Cuando hubo terminado, perdió el dominio de sus nervios, y una profunda vergüenza la invadió. Hubo que sacarla de la sala, presa de un nuevo ataque de nervios. Mientras se la llevaban, Gruchegnka corrió hacia Mitia gritando. Fue tan rápida su carrera, que no la pudieron contener.

—¡Esa víbora te ha perdido, Mitia! ¡Ya lo han visto ustedes! —exclamó, dirigiéndose al tribunal.

A una señal del presidente, la sujetaron y la condujeron hacia la puerta. Gruchegnka se debatía, tendiendo los brazos hacia Dmitri. Éste lanzó un grito e intentó correr hacia ella. Fue fácil detenerlo.

Estoy seguro de que las espectadoras quedaron satisfechas. El espectáculo fue realmente apasionante. El médico de Moscú, al que el presidente había mandado llamar para que asistiera a Iván Fiodorovitch, presentó su informe. Dijo que el enfermo atravesaba una grave crisis y que convenía llevarlo a su domicilio sin pérdida de tiempo. Dos días atrás, el paciente había ido a consultarlo, pero no había seguido el tratamiento, a pesar de la gravedad de su estado.

—Me dijo que tenía alucinaciones, que se encontraba en la calle con personas fallecidas y que Satanás lo visitaba todas las noches.

La carta recibida por Catalina Ivanovna se añadió a la pieza de autos. Después de deliberar, el tribunal decidió proseguir los debates y hacer constar en las actas las inesperadas declaraciones de Catalina Ivanovna y de Iván Fiodorovitch.

Las declaraciones de los últimos testigos confirmaron las anteriores, añadiéndoles, además, ciertos detalles significativos. En el informe del fiscal, que vamos a oír a continuación, se habla de todo lo dicho.

Los incidentes que se acababan de producir habían puesto los ánimos en tensión. Se esperaban con impaciencia los discursos de la acusación y la defensa, y el veredicto. La declaración de Catalina Ivanovna había sobrecogido a Fetiukovitch. El fiscal, en cambio, se sentía triunfante.

La vista se suspendió para reanudarse una hora después. Eran las ocho de la noche cuando empezó a informar el fiscal.

CAPITULO VI

El informe de la acusación

Cuando empezó su discurso, Hipólito Kirillovitch era presa de un temblor nervioso, tenía la frente y las sienes bañadas en frio sudor y lo sacudían frecuentes escalofríos, como él mismo confesó después. Consideraba este discurso como su chef-d'oeuvre, su chant du cygne, cosa que justificó muriendo tuberculoso nueve meses después. Puso en este informe toda su alma y toda su inteligencia, revelando un sentido cívico inesperado y un vivo interés por las cuestiones sensacionales. Lo que más cautivó a su auditorio fue su sinceridad. Creía realmente que Mitia era culpable, y no obraba solamente por cumplir su deber, sino también llevado del deseo de salvar a la sociedad. Incluso las damas, generalmente hostiles a Hipólito Kirillovitch, admitieron que había causado excelente impresión. Empezó con cierta inseguridad, pero su voz se afirmó muy pronto y se hizo tan potente que llegó incluso al rincón más apartado de la sala. Pero apenas terminó, estuvo a punto de desvanecerse. Éste fue su discurso:

—Señores del jurado: este asunto ha tenido resonancia en toda Rusia. Pero, bien mirado, no hay razón para que nos sorprendamos ni nos asustemos. ¿Acaso no estamos habituados a estos hechos? Ya casi no nos conmueven. Lo que nos debe inquietar es esta indiferencia y no la perversidad de tal o cual individuo. ¿A qué se debe que permanezcamos poco menos que insensibles ante estos hechos que nos presagian un sombrío porvenir? ¿Hay que atribuir esta indiferencia a la osadía, al agotamiento prematuro de la inteligencia y la imaginación de nuestra sociedad, joven todavía, pero ya débil; al relajamiento de nuestros principios morales o la ausencia total de tales principios? Dejo sin contestar estas preguntas que requieren la atención de todos los ciudadanos. Nuestra prensa, pese a su timidez, ha prestado buenos servicios a la sociedad, ya que, gracias a ella, todo el mundo está enterado de la inmoralidad y el desenfreno que reinan en nuestro país; todo el mundo y no sólo los que acuden a presenciar las audiencias, que han abierto sus puertas al público en el presente reinado. ¿Qué es lo que nos cuentan los periódicos? Atrocidades ante las cuales el asunto que nos ocupa palidece y resulta poco menos que una nimiedad. La mayoría de nuestras causas criminales demuestran una especie de perversidad general, un azote que se ha introducido en nuestras costumbres y que es sumamente difícil combatir. Aquí vemos a un joven y admirado oficial de la mejor sociedad, que asesina sin remordimiento alguno a un modesto funcionario, con el que está en deuda, y a su muchacha de servicio, para recobrar un pagaré. Y, además, roba el dinero que encuentra, para gastárselo alegremente. Después de cometer este doble crimen, pone una almohada debajo de la cabeza de cada una de sus víctimas y se marcha. En otro lugar, un héroe, joven también y de cuya bravura dan cuenta sus condecoraciones, estrangula, en una carretera, ni más ni menos que como un bandido, a la madre de su jefe, después de haber dicho a sus cómplices, para tranquilizarlos, que la buena señora no tomará ninguna precaución, ya que lo quiere como a un hijo y confía en él ciegamente. Estos asesinos, verdaderos monstruos, no son casos aislados. Otros no llegan a cometer crímenes, pero piensan como los criminales y, en su fuero interno, no son menos infames que ellos. Cuando se enfrentan con su conciencia, se preguntan: «¿Acaso no es un prejuicio el honor?» Tal vez se me objete que calumnio a nuestra sociedad, que desvarío, que exagero. Ojalá sea así; quiera Dios que me equivoque. No me creáis, miradme como se mira a un enfermo; pero no olvidéis mis palabras. Aunque no diga ni la vigésima parte de la verdad, esta pequeña parte es suficiente para que nos echemos a temblar. Observad cómo abundan los suicidas entre la gente joven. Y se matan sin preguntarse, como Hamlet, qué vendrá después. La inmortalidad del alma, la vida futura, no existe para ellos. Observad también nuestra corrupción. Fiodor Pavlovitch, la desdichada víctima de nuestro caso, es un niño inocente comparado con ellos. Todos lo conocíamos, porque vivía en esta población... Sin duda, la psicología del crimen en Rusia será estudiada algún día por hombres eminentes, tanto de nuestro país como de Europa, pues el tema es de gran importancia. Pero este estudio se realizará cuando todo haya pasado y se pueda proceder con calma, cuando la trágica incoherencia del momento actual no sea más que un recuerdo y pueda analizarse con una imparcialidad que hoy es imposible. Ahora nos horrorizamos o fingimos horrorizarnos, pero, al mismo tiempo, nos complacen las fuertes sensaciones que sacuden nuestro ocio; o, como los niños, escondemos la cabeza debajo de la almohada al ver pasar esos horribles espectros, y luego, en la inconsciencia de nuestras alegrías y nuestros placeres, los olvidamos. Pero un día a otro reflexionaremos, haremos examen de conciencia y nos daremos cuenta del estado de nuestra sociedad. Al final de una de sus obras maestras, un gran escritor de la generación pasada comparaba a Rusia con una impetuosa troikaque galopaba hacia una meta desconocida, y exclamaba: «¡Ah, troikaveloz como un ave! ¿Quién te ha inventado?» A continuación, decía en una explosión de entusiasmo que ante aquella troika sin freno todos los pueblos se apartaban respetuosamente [86]. Admito, señores, que esto es admirable, pero, en mi humilde opinión, el genial poeta, o se dejó llevar de un ingenuo idealismo o temió a la censura de la época, pues tirando de la troikacaballos tan poderosos como Sabakevitch, Nozdriov y Tchitchikov, sabe Dios adónde iríamos a parar, cualquiera que fuese el conductor. Y estamos hablando de corceles de otro tiempo. Ahora los tenemos mejores.