— Sí — dijo por fin -. Alguna vez te lo contaré todo, pequeña.

— Entonces esperaré — dijo ella seriamente -. Y ahora vete y no me hagas caso.

Rumata se acercó a ella y le dio un fuerte beso en la boca con sus labios partidos. Luego se quitó el brazalete de hierro de la muñeca y se lo entregó.

— Ponte esto en el brazo izquierdo — le dijo -. No es probable que hoy vuelvan a venir por aquí, pero por si vinieran enséñales esto.

Ella lo siguió con la mirada mientras se iba, y él sabía perfectamente que se estaba diciendo a sí misma: «No sé si eres el diablo, un hijo de Dios o un hombre venido de los legendarios países ultramarinos, pero moriré si no regresas». Y Rumata le agradeció infinitamente aquel silencio porque, aún pese a él, le era tan difícil marcharse como si desde una verde y soleada orilla tuviera que arrojarse de cabeza al más inmundo de los albañales.

VIII

Para ir a la cancillería del Obispo de Arkanar evitando los encuentros con las patrullas de monjes, Rumata decidió hacer el recorrido pasando por las huertas y patios de las casas. Aquello le obligaba a pasar medio ocultándose por los angostos patinillos, enredándose con los trapos puestos a secar, metiéndose por los boquetes que había en las vallas, dejándose enganchados en sus clavos muchos de sus magníficos lazos y trozos de ricos encajes de Soán, y corriendo a cuatro patas por entre los sembrados de patatas. A pesar de todo ello, no pudo escapar al ojo avizor de las huestes negras. Al salir a una estrecha y retorcida calleja que daba a un muladar tropezó con dos monjes taciturnos y algo bebidos. Rumata intentó eludirlos, pero ellos sacaron sus espadas y le cerraron el paso. Echó mano a la empuñadura de su acero. Entonces los monjes improvisaron un silbato con tres dedos y empezaron a pedir auxilio. Rumata inició una retirada hacia el agujero de donde acababa de salir. Y en aquel instante salió de aquel mismo agujero un hombrecillo vivaracho, cuyo rostro no llamaba la atención, que rozó a Rumata con el hombro, corrió al encuentro de los monjes y les dijo unas palabras. Estos, sin aguardar más, arremangaron sus sotanas, dejando al descubierto sus largas piernas con medias lilas, y echaron a correr hasta ocultarse tras las casas más próximas. El hombrecillo los siguió sin volver la cabeza.

Está claro, pensó Rumata, es un espía guardaespaldas. Y por lo visto no se preocupa de ocultarse. Es obvio que el Obispo de Arkanar es previsor. Sería interesante saber qué teme más: que yo haga algo, o que me ocurra algo a mí. Rumata siguió al espía con la mirada, y luego torció hacia el lado que conducía al muladar. Este daba a la parte posterior de la cancillería del ex Ministerio de Seguridad de la Corona, y era de esperar que en él no hubiera patrullas.

El callejón estaba desierto, pero empezaba a oírse cómo rechinaban los postigos, golpeaban las puertas, lloraba un niño y cuchicheaban entre sí los vecinos. Tras una empalizada casi podrida asomó una cara flaca, cansada y negra de hollín, cuyos asustados ojos observaron fijamente a Rumata.

— Perdonad, noble Don, pero ¿no podríais decirme qué es lo que ocurre en la ciudad? Soy el herrero Kikus, apodado el Cojo. Tendría que ir a la herrería, pero tengo miedo.

— Será mejor que no vayas — aconsejó Rumata -. Esos monjes no se andan con bromas. Ya no hay Rey. Quien manda es Don Reba, que ahora es el Obispo de la Orden Sacra. Así que lo mejor que puedes hacer es quedarte en casa y mantener la boca cerrada.

A cada palabra de Rumata, el herrero asentía con la cabeza, mientras sus ojos se iban llenando de tristeza — y desesperación.

— La Orden, decís — susurró el herrero -. ¡Oh, infiernos!… Perdonad. La Orden… ¿quiénes son, los Grises?

— No — respondió Rumata, mirándolo con interés -. Los Grises han sido eliminados. Son los monjes.

— ¡San Miki! ¿Así que también a los Grises? ¡Vaya con la Orden! No está mal el que hayan acabado con los Grises, pero, noble Don… ¿qué será de nosotros? ¿Podremos arreglárnoslas con la Orden?

— ¿Y por qué no? — dijo Rumata -. La Orden también necesita comer y beber. ¡Por supuesto que os las arreglaréis!

El herrero pareció algo más animado.

— Yo también creo que podremos arreglárnoslas — dijo -. Lo principal es no tocar a nadie para que nadie te toque a ti, ¿no os parece, noble Don?

Rumata negó con la cabeza.

— Creo que no — dijo -. Al que no toca a nadie es al que suelen matar primero.

— También es cierto — suspiró el herrero -. ¿Pero qué puede uno hacer? Estoy más solo que un espárrago, y tengo a ocho mocosos colgados de mis pantalones. ¡Madrecita, si por lo menos hubieran matado a mi maestro! Era oficial de los Grises, ¿sabéis? ¿Creéis que es posible que lo hayan matado? Le debía cinco piezas de oro.

— No sé — dijo Rumata -. Puede que lo hayan matado. Pero debes pensar en otras cosas, herrero. Dices que estás más solo que un espárrago, y sin embargo en la ciudad hay diez mil espárragos como tú.

— ¿Y?

— Pues eso: piénsalo — respondió disgustado Rumata, y siguió su camino.

No va a pensar en nada, rezongó. Todavía es pronto para que empiecen a pensar. Y parece que no tendría que haber nada más fácil: diez mil herreros como este, armados de un poco de valor, serían capaces de machacar a cualquiera. Pero aún les falta coraje. No tienen otra cosa que miedo. Cada uno piensa únicamente en sí mismo, y tan solo Dios piensa en todos.

Unos arbustos de saúco que había al final de una manzana de casas se movieron repentinamente, y de entre ellos salió al callejón la gruesa figura de Don Tameo. Cuando vio a Rumata lanzó una exclamación de júbilo y, con paso poco firme, fue a su encuentro con los brazos abiertos y las manos manchadas de tierra.

— ¡Noble Don Rumata! — gritó -. ¡Qué alegría! Por lo que veo, también vos vais a la cancillería.

— Efectivamente — respondió Rumata, eludiendo el abrazo.

— ¡Permitidme que os acompañe!

— Es un honor.

Se hicieron mutuas y múltiples reverencias. Era obvio que Don Tameo había empezado a beber el día anterior, y hasta aquel momento aún no se había podido contener. Para que no cupiera ninguna duda al respecto sacó de su amplísimo calzón un frasco de vidrio tallado.

— ¿Queréis, noble Don? — le ofreció respetuosamente a Rumata.

— No gracias; que os aproveche.

— Es ron — insistió Don Tameo -. Ron de verdad, de la metrópoli. Me costó una pieza de oro.

Mientras hablaban descendieron al muladar y, tapándose las narices, cruzaron por entre los montones de basura, perros muertos y charcos hediondos repletos de gusanos blancos. En el aire matutino se oía el ininterrumpido zumbar de miríadas de moscas color esmeralda.