Rumata avanzó hacia el monje del rincón, lo alzó en vilo y lo miró fieramente a la cara.

— ¡Di!, ¿quién lo mató? ¿Los vuestros? ¡Habla!

— No, no han sido los monjes — dijo Muga a sus espaldas -. Fueron los Grises.

Rumata siguió mirando al delgado rostro del monje, a sus pupilas que se iban dilatando poco a poco por el terror.

— En nombre del Señor — exhaló el monje, y Rumata lo soltó, se sentó a los pies del muerto y se echó a llorar. Lloraba con el rostro oculto entre las manos y escuchaba la voz monótona de Muga. Este le contó cómo, tras el toque de la segunda guardia, llamaron a la puerta en nombre del Rey, y Uno gritó que no abrieran. Pero a pesar de todo tuvieron que abrir, porque los Grises amenazaron con prenderle fuego a la casa. Entonces irrumpieron en el vestíbulo, maltrataron y ataron a los criados, y luego empezaron a subir las escaleras. Uno, que estaba junto a las puertas de los aposentos, empezó a disparar con las ballestas. Tenía dos y pudo disparar dos veces, pero una de ellas erró el tiro. Los Grises le lanzaron un cuchillo, y Uno cayó. Entonces lo arrastraron escaleras abajo, y comenzaron a darle patadas y a pegarle con las hachas. En aquel momento entraron en la casa los monjes, mataron a dos Grises, desarmaron a los demás, les echaron lazos al cuello y se los llevaron arrastrando por la calle.

Muga dejó de hablar, pero Rumata siguió aún bastante tiempo sentado, con los codos apoyados en la mesa, a los pies de Uno. Por fin se levantó peladamente, se limpió con la manga las lágrimas que humedecían su barba de dos días, besó al muchacho en la helada frente y, moviendo con dificultad las piernas, empezó a subir despacio las escaleras.

Estaba agotado por el cansancio y por la emoción que acababa de sufrir. Terminó de subir como pudo, atravesó la sala, se arrastró hasta su cama y se desplomó en ella boca abajo. Kira llegó corriendo. Rumata estaba tan rendido que ni siquiera pudo ayudarla mientras lo desnudaba. Ella se echó a llorar al verlo tan maltrecho, le quitó las botas, el destrozado uniforme y la cota de mallas metaloplástica, y su llanto aumentó de intensidad al contemplar cómo tenía el cuerpo. Rumata sentía dolor en todos los huesos, como si hubiera recibido una sobrecarga. Kira le frotó el cuerpo con una esponja empapada en vinagre. Sin abrir los ojos, Rumata empezó a sisear entre los encajados dientes.

— Podía haberle matado — musitó -. Sí, estaba a su lado. Hubiera podido aplastarlo con solo mis manos. ¿Qué vida es esta, Kira? Vámonos de aquí. Este experimentó se está llevando a cabo conmigo y no con ellos…

Ni siquiera se daba cuenta de que estaba hablando en ruso. Kira lo miró asustada, con los ojos llenos de lágrimas, y le dio un beso en la mejilla. Luego lo cubrió con una sábana vieja, puesto que Uno murió sin comprar las nuevas, y se apresuró a ir abajo para prepararle un poco de vino caliente. Rumata se sentó en la cama y, profiriendo quejidos por el dolor que sentía en todo el cuerpo, fue descalzo hasta el gabinete, abrió el cajón secreto de la mesa, buscó el botiquín y se tomó varias tabletas de sporamina. Cuando volvió Kira, con el humeante tazón sobre la pesada bandeja de plata, Rumata estaba de nuevo acostado de espaldas sobre la cama, mientras sentía cómo le iba desapareciendo el dolor y disminuyendo el zumbido de su cabeza, y cómo su cuerpo iba recuperando poco a poco las fuerzas. Tras beberse el contenido del tazón se sintió repuesto, llamó a Muga y le ordenó que preparara su ropa para vestirse.

— No te vayas, Rumata — le dijo Kira -. No salgas. Quédate en casa.

— Tengo que irme, pequeña.

— Tengo miedo. Quédate. Pueden matarte.

— ¿Qué tonterías estás diciendo? ¿Por qué habrían de matarme? Todos me temen.

Ella se echó de nuevo a llorar. Lloraba en silencio, humildemente, como si temiera que él se enojara. Rumata la sentó sobre sus rodillas y acarició su cabello.

— Lo más horrible ya ha pasado — dijo -. Además, pronto nos iremos de aquí.

Ella se tranquilizó un poco y se apretó contra él. Muga estaba a su lado, indiferente, moviendo la cabeza y sosteniendo el calzón con cascabeles de oro para su amo.

— Pero antes de irnos hay que dejar arregladas muchas cosas aquí — prosiguió Rumata — Esta noche han matado a mucha gente. Hay que averiguar quién ha muerto y quién está vivo, y hay que ver la manera de salvar a los que están en peligro.

— Tu siempre ayudas a todos, pero ¿quién te ayuda a ti?

— El que ayuda a los demás es feliz. Y a nosotros también nos ayudan amigos muy poderosos.

— En estas circunstancias no puedo pensar en los demás — dijo ella -. Hoy has venido medio muerto. ¿Crees que no me he dado cuenta de que te han golpeado? Y a Uno lo han matado. ¿Qué estaban haciendo entonces tus poderosos amigos? ¿Por qué no impidieron esta matanza? No creo en lo que dices.

Intentó marcharse, pero él la sujetó con fuerza.

— Esta vez han llegado un poco tarde — dijo Rumata -. Pero esto no quiere decir que no se interesen por nosotros y no nos protejan. ¿Por qué hoy no me crees? Siempre me has creído. Tú misma dices que llegué medio muerto y… ¡mírame ahora!

— No quiero mirarte — dijo ella, ocultando su rostro -. No quiero volver a llorar.

— Veamos, ¿qué me han hecho? ¿Algunos arañazos? Eso no es nada. Lo peor ya ha pasado. Por lo menos para ti y para mí. Pero hay personas muy buenas, magníficas, para quienes aún perdura el terror. Tengo que ayudar a esas personas.

Kira dejó escapar un profundo suspiro, besó a Rumata en el cuello y se separó suavemente de él.

— Ven esta noche — suplicó -. ¿Vendrás?

— Sí, vendré. Vendré antes de la noche, y seguramente con alguien. Espérame a la hora de comer.

Kira se sentó en un sillón y contempló cómo él se vestía. Rumata se puso el calzón de los cascabelillos Muga tuvo que hincarse de rodillas ante él para abrocharle las múltiples hebillas y botones, se volvió a poner la cota de mallas sobre la camiseta limpia y, preocupado aún, dijo: — No te enojes, pequeña. Comprende que debo irme. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¡No ir es imposible!

Ella se incorporó y dijo pensativa:

— ¿Sabes? hay veces que no llego a comprender por qué no me pegas.

Rumata, que en aquel instante se estaba abrochando una camisa de magnífica gorguera, se quedó atónito.

— ¿Qué quieres decir con esto? — preguntó -. ¿Acaso a ti se te podría pegar?

— Tú eres bueno — prosiguió ella, casi sin escucharle -. Pero eres aún mucho más: eres un hombre extraño. Algo así como un arcángel… Cuando tú estás a mi lado me siento valiente. Algún día te preguntaré una cosa. Ahora aún no, pero cuando todo esto haya pasado… ¿me contarás tu vida?

Rumata pareció no oírla. Muga le estaba ayudando a ponerse el jubón color naranja con lazos a rayas rojas. El se lo ajustó con repugnancia y se apretó el cinto.