Don Pifa profirió un sonido gutural.

— Número quinientos cuatro, hermano Tibak.

El hermano Tibak volvió a secarse el sudor y se puso en pie.

— «¡Número quinientos cuatro, Don Pifa, Calle de los Lecheros, número dos — leyó -. No tenéis culpas ante Su Ilustrísima. Por consiguiente, estáis limpio.»

— Don Pifa — dijo el funcionario -, tomad el símbolo de la purificación. — Mientras hablaba, tomó de un baúl que había junto a su sillón un brazalete de hierro y se lo entregó a Don Pifa -. Ponéoslo en el brazo izquierdo, y mostradlo cuando os lo requieran los soldados de la Orden. ¡El siguiente!… Don Pifa profirió otro sonido gutural y se alejó, mirando el brazalete. El funcionario ya estaba murmurando el siguiente nombre.

Rumata le echó una ojeada a la cola. Había allí muchos conocidos. Algunos estaban ricamente vestidos, como de costumbre, y otros se hacían los pobres, pero todos ellos estaban increíblemente manchados de barro. Hacia la mitad de la cola, Don Sera, en voz alta y por tercera vez durante los últimos cinco minutos, estaban diciendo:

— ¡No veo por qué razón un noble Don no puede recibir un par de azotes de parte de Su Ilustrísima!

Rumata esperó a que enviaran al siguiente pasillo adelante (un pescadero bastante conocido: cinco azotes, sin besos, por su forma de pensar poco entusiasta), y entonces se abrió paso hasta la mesa y, sin andarse con rodeos, puso la mano sobre el montón de papeles que el funcionario tenía delante.

— Perdón — dijo -. Vengo a por la orden de libertad del doctor Budaj. Soy Don Rumata.

— Rumata… Rumata… — empezó a susurrar el funcionario, apartando la mano de Rumata y pasando su uña por la lista.

— ¿Qué estás haciendo, chupatintas? — exclamó Rumata -. ¿Acaso no me has oído? ¡Vengo a por la orden de libertad del doctor Budaj!

— Rumata… Rumata… — parar aquella máquina era algo imposible -. Aquí está. Calle de los Caldereros, número ocho. El número dieciséis, hermano Tibak.

Rumata notó cómo a sus espaldas todo el mundo contenía la respiración. A decir verdad, tampoco él se sentía muy a gusto. El hermano Tibak, rojo y sudoroso, se puso en pie.

— «Número dieciséis, Don Rumata, Calle de los Caldereros, número ocho — recitó -. Por sus extraordinarios servicios a la Orden se le expresa el agradecimiento personal de Su Ilustrísima y se le autoriza a recibir la orden de libertad del doctor Budaj, según la cual puede disponer de él como le plazca. Formulario seis-diecisiete-once.»

El funcionario sacó inmediatamente una hoja de debajo de las listas y se la entregó a Rumata.

— Id a la puerta amarilla que hay en el segundo piso, habitación seis; seguid recto por el corredor, primero a la derecha, después a la izquierda. ¡El siguiente!…

Rumata echó un vistazo al formulario, y vio que no era la orden de libertad de Budaj sino el permiso para obtener un pase para el departamento especial número cinco de la cancillería, donde debería recibir otro pase para el Secretariado de Negocios Secretos.

— ¿Qué me has dado, alcornoque? — gritó Rumata -. ¿Dónde está la orden?

— En la puerta amarilla que hay en el segundo piso, habitación seis, derecho por el corredor, primero a la derecha y luego a la izquierda — repitió el funcionario.

— ¡Te estoy preguntando dónde está la orden!

— ¡No sé, no sé…! ¡El siguiente!…

Rumata oyó que alguien resoplaba al lado mismo de su oreja, y sintió que algo blando y caliente se apoyaba en su espalda. Era Don Pifa, acercándose de nuevo a la mesa.

— ¡No me cabe! — dijo con voz chillona.

El funcionario lo miró turbiamente.

— ¿Nombre? ¿Título? — preguntó.

— ¡Que no me cabe! — repitió Don Pifa, mostrando el brazalete, en el cual apenas si le cabían tres dedos.

— No le cabe, no le cabe… — murmuró el funcionario, y cogió un enorme libro que estaba en la parte derecha de la mesa. El libro tenía un aspecto imponente, y sus negras pastas estaban manchadas de grasa. Don Pifa se inmovilizó por unos segundos, mirando el libra, luego dio un paso atrás y, sin decir palabra, se dirigió hacia la puerta. Los que estaban en la cola empezaron a gritar: «¡Más aprisa! ¿Cuánto tiempo vamos a permanecer aquí?» Rumata también se alejó de la mesa. Vaya lodazal, pensó. Os daría… Pero el funcionario ya había encontrado lo que buscaba, y empezó a mascullar -: Si el antes indicado símbolo no cabe en la mano izquierda del purificado, o si éste no tiene mano izquierda…

Rumata se coló tras la mesa, metió ambas manos en el baúl lleno de brazaletes, cogió un puñado todos los que pudo, y se retiró.

— ¡Hey! — gritó el funcionario con voz inexpresiva -. ¿Cómo os atrevéis…?

— En nombre del Señor — dijo Rumata seriamente.

El funcionario y el hermano Tibak se pusieron de pie como lanzados por un muelle, y respondieron en desacuerdo:

— En nombre Suyo.

Los de la cola miraron a Rumata con envidia y admiración.

Rumata salió de la cancillería y se dirigió a paso lento hacia la Torre de la Alegría. Por el camino fue colocándose los brazaletes en el brazo izquierdo. Sólo le cupieron cinco de los nueve que había tomado, de modo que se encajó los demás en el brazo derecho. El Obispo de Arkanar quería rendirme por el cansancio, iba pensando, pero no se va a salir con la suya. Como los brazaletes sonaban a cada paso, y Rumata llevaba en la mano, de forma bien visible, un papel de aspecto tan imponente como la hoja seis — diecisiete — once, con sus llamativos sellos multicolores, todos los monjes, tanto los de a pie como los de a caballo, que se encontraba a su camino se apartaban apresurada y respetuosamente para dejarle paso. Entre la gente se veía de vez en cuando, a una distancia prudencial, al espía guardaespaldas. Rumata, que golpeaba despiadadamente con la vaina de la espada a los distraídos que se le cruzaban, llegó a la puerta de la torre, le lanzó un bufido a un guardián que quiso interponerse y, tras cruzar el patio, empezó a bajar por unas escaleras resbaladizas, melladas y mal alumbradas por unas humeantes antorchas. Allí empezaba el sánela sanctorum del ex Ministro de Seguridad de la Corona, es decir, la prisión real y las cámaras de tortura.

Los corredores eran abovedados y estaban iluminados por pestilentes antorchas que, cada diez pasos, surgían de unos huecos herrumbrosos practicados a las paredes. Bajo cada antorcha había una puertecilla negra con un ventanuco enrejado. Aquellas puertas eran la entrada de los calabozos y estaban cerradas por fuera con fuertes cerrojos de hierro. Los corredores estaban llenos de gente que se empujaba, corría, gritaba y daba órdenes. Se oían chirridos de cerrojos y portazos. Estaban golpeando a alguien, y el desgraciado se desgañitaba chillando. A otro lo llevaban a rastras, pese a su resistencia. A un tercero intentaban meterlo en un calabozo que ya estaba lleno hasta lo imposible. A un cuarto intentaban sacarlo de otro calabozo, mientras él gritaba como un desesperado: «¡No soy yo, no soy yo!», y se agarraba a los otros presos. Los rostros de los monjes eran diligentes y crueles. Todos tenían prisa, todos estaban haciendo algo importante para el Estado. Rumata, que quería comprender el cómo y el porqué de lo que allí estaba ocurriendo, fue pasando de un corredor a otro, bajando cada vez más. En los pisos inferiores no había tanto bullicio. A juzgar por las conversaciones, allí era donde hacían sus prácticas y se examinaban los alumnos de la Escuela Patriótica. Junto a las puertas de las cámaras de tortura formaban grupos aquellos ignorantes medio desnudos, anchos de pecho, con mandiles de cuero, que hojeaban unos grasientos manuales y de vez en cuando iban a beber agua a un gran depósito. Junto al depósito había una jarra atada con una cadena. De las cámaras surgían horribles gritos, se oían golpes, olía a quemado. Los alumnos se daban explicaciones los unos a los otros.