— Es raro — dijo Don Tameo, tapando el frasco -. Es la primera vez que paso por aquí.

Rumata no respondió.

— Siempre sentí admiración por Don Reba — prosiguió Don Tameo -. Estaba convencido de que al final derrocaría al despreciable monarca, nos trazaría nuevos caminos y abriría ante nosotros nuevas perspectivas — y al decir esto, Don Tameo, que ya iba bastante sucio, metió un pie en un profundo charco de aguas amarillo — verdosas y tuvo que sujetarse a Rumata para no caerse dentro -. ¡Sí! — continuó entusiásticamente, una vez hubo pisado nuevamente tierra firme -. Nosotros, la joven aristocracia, siempre estaremos con Don Reba. ¡Por fin ha llegado la indulgencia que esperábamos! Figuraos, Don Rumata: llevo ya una hora entera andando por callejuelas y huertas, y aún no he visto ni a un solo cerdo Gris. Hemos barrido la escoria Gris de la faz de la tierra. ¡Qué bien se respira ahora en este Arkanar renacido! En lugar de los zafios insolentes, de los cínicos tenderos y de los patanes, en las calles tan solo se ven ahora siervos del Señor. Algunos aristócratas se pasean ya abiertamente por delante de sus casas, sin temor a que cualquier ignorante con un mandil emboñigado los pueda salpicar con su roñoso carro. Ya no hay que abrirse paso entre los carniceros y los drogueros de ayer. Protegidos por la bendición de la gran Orden Sacra (a la que yo siempre tuve un gran respeto y, no quiero ocultarlo, un gran cariño), llegaremos a un florecimiento nunca visto, y entonces ningún patán se atreverá a mirar a un noble Don sin un permiso especial firmado por el Inspector Provincial de la Orden. Estoy pensando precisamente en presentar una memoria al respecto…

— ¡Qué hedor! — gruñó Rumata.

— Sí, es algo terrible — asintió Don Tameo, volviendo a tapar el frasco -. Y sin embargo, ¡qué bien se respira en el Arkanar renacido! Y el precio del vino ha bajado a la mitad…

Don Tameo consiguió dejar seco el frasco antes de que llegaran a la cancillería. Lo tiró al aire, y aquello lo puso muy contento. Se cayó dos veces, con la particularidad de que la última no quiso limpiarse, puesto que, según dijo, era un gran pecador, sucio por naturaleza, y como tal debía presentarse. De vez en cuando recitaba a gritos su memoria:

— ¿No creéis que está bien expresado? — exclamaba -. Ved, por ejemplo, esta frase, queridos nobles Dones: «para que los hediondos paletos…» ¡Qué brillante idea, ¿eh?!

Cuando llegaron al patio trasero de la cancillería, Don Tameo se abrazó al primer monje que vio y, bañado en lágrimas, empezó a pedirle que le absolviera de todos sus pecados. El monje hacía esfuerzos por quitarse de encima a aquel loco que lo estaba asfixiando, e incluso intentó silbar pidiendo ayuda, pero Don Tameo se aferró a su sotana y ambos rodaron por el suelo, sobre un montón de desperdicios. Rumata se alejó, mientras a sus espaldas oía un silbido intermitente y unos gritos desaforados:

— ¡Para qué los hediondos paletos…! ¡La bendición…! ¡De todo corazón…! ¡Sentía cariño!, ¿entiendes, animal? ¡Cariño!

En la plaza que había delante de palacio, a la sombra de la cuadra de la Torre de la Alegría, se encontraba ahora un destacamento de monjes a pie armados con mazas herradas. Los cadáveres habían desaparecido. El viento matutino levantaba en la plaza columnas de polvo amarillento. Bajo el amplio tejado cónico de la torre los cuervos graznaban y se peleaban entre sí. La torre había sido construida hacía doscientos años por un antepasado del difunto Rey, con fines exclusivamente militares. Tenía unos sólidos cimientos divididos en tres pisos, que servían de almacenes de víveres para caso de sitio. Con el tiempo, la torre fue convertida en prisión. Pero durante un terremoto los techos se derrumbaron y hubo que trasladar la cárcel a los sótanos. Antes de que aquello ocurriera, una de las reinas de Arkanar se quejó a su augusto esposo de que los lamentos de los torturados que le llegaban desde la torre le impedían divertirse convenientemente. El Rey dio entonces orden de que durante todo el día una banda militar tocase música alegre en la torre. Fue entonces cuando recibió su actual nombre. Desde hacía mucho tiempo la torre no era más que su esqueleto de piedra, y las cámaras de tortura habían sido trasladadas a los pisos más profundos de los sótanos, y ya no tocaba ninguna banda, pero los habitantes de la ciudad seguían llamándola la Torre de la Alegría.

Por lo general, los alrededores de la torre siempre estaban desiertos. Pero aquel día reinaba allí una gran agitación; a la torre eran conducidos, llevados o arrastrados milicianos Grises con los uniformes destrozados, vagabundos piojosos y harapientos, ciudadanos medio desnudos y aterrorizados, mujeres que gritaban como desesperadas, y bandas enteras de desharrapados del ejército nocturno. Al mismo tiempo, por algunas de las salidas secretas sacaban con ganchos cadáveres, los echaban en carros y se los llevaban de la ciudad. Una cola larguísima de nobles y ciudadanos acomodados, que salía de la puerta abierta de la cancillería, presenciaba llena de pánico y confusión aquella escena.

En la cancillería dejaban entrar a todo el mundo, y a alguno lo llevaban escoltado. Rumata consiguió entrar a empujones. Dentro, el aire era irrespirable. Tras una mesa, sobre la que había muchas listas, estaba sentado un funcionario de rostro amarillo — grisáceo. Llevaba una pluma de ganso sujeta tras la oreja derecha. El solicitante de turno, el noble Don Keu, se atusó el bigote y dio su nombre.

— ¡Quitaos el sombrero! — dijo el funcionario, sin levantar la vista de los papeles.

— Los Keu pueden permanecer cubiertos incluso ante el Rey — dijo orgullosamente Don Keu.

— Ante la Orden nadie puede permanecer cubierto.

Don Keu enrojeció, su rostro hirvió de ira, pero se quitó el sombrero. El funcionario pasó su uña larga y amarilla por la lista.

— Keu… Keu… — iba susurrando -. Keu… ¿Calle Real, número doce?

— Sí — respondió Don Keu con voz irritada.

— Número cuatrocientos ochenta y cinco, hermano Tibak. El hermano Tibak, que estaba sentado en la mesa de al lado, orondo y rojo por el asfixiante calor, buscó en sus papeles, se secó el sudor de su calva, se levantó y leyó monótonamente:

— «Número cuatrocientos ochenta y cinco. Don Keu, Calle Real, número doce. Por difamación del nombre de su ilustrísima el Obispo de Arkanar Don Reba, producida en el baile de palacio, hace dos años, recibirá tres docenas de azotes en las partes blandas, previamente desnudadas, y además besará los zapatos a Su Ilustrísima.»

El hermano Tibak se sentó.

— Seguid por este pasillo — dijo el funcionario -. Los azotes los recibiréis a la derecha. Los zapatos están a la izquierda. ¡El siguiente!…

A Rumata le sorprendió enormemente que Don Keu no protestase. Por lo visto, mientras permanecía en la cola, había presenciado cosas peores. Don Keu carraspeó con dignidad, se atusó el bigote, y echó a andar por el pasillo. El siguiente, el abotagado gigante que era Don Pifa, ya se había quitado el sombrero.

— Pifa… Pifa… — murmuró el funcionario, mientras recorría la lista con el dedo -. ¿Calle de los Lecheros, número dos?