— El rompehuesos tiene arriba un tornillo así, ¿no? Pues se ha roto. ¿Qué culpa tengo yo de que se haya roto? Pero él me ha echado a empujones, gritándome: «¡Eres estúpido hasta la médula de los huesos! ¡Ve a que te den cinco azotes donde corresponde, y luego vuelve!».

— Habría que saber quién es el que azota. Igual es también un estudiante que hace prácticas. Entonces podríamos ponernos de acuerdo, reunir entre todos unas monedas y dárselas.

— Las Botas del Señor se ponen en los pies, son más anchas y tienen cuñas, mientras que las Manoplas del Mártir son para las manos y tienen tornillos, ¿comprendes?

— ¡Qué risa, hermanos! Entro, miro a ver quién es el que está en las cadenas, y ¿quién pensáis que es? Pues nada menos que Fica el Pelirrojo, el carnicero de mi calle, el que me tiraba de las orejas cada vez que estaba borracho. Te caíste, pensé: ahora vas a ver como también yo sé divertirme.

— ¿Y Pékora Guba? Desde que esta mañana se lo llevaron los monjes no ha vuelto. Ni siquiera ha venido a las prácticas.

— Pues yo tenía que trabajar en la retorcedora de carne, pero… Bueno, me dio la chaladura de darle con una palanqueta en un costado, y le rompí una costilla. El padre Kin, que se da cuenta de lo ocurrido va, me coge por las patillas, y me da un sacrosanto puntapié con la bota en la mismísima punta de la rabadilla… Os juro que vi las estrellas de verdad, hermanos. ¡Cómo me dolió! Y entonces me dijo: «¿Acaso quieres estropearme el material?»

Mirad, mirad, amigos míos, pensaba Rumata, girando despacio la cabeza a uno y otro lado para que el objetivo de su frente captara todos los detalles. Esto no es la teoría. Esto aún no lo ha visto nadie en la Tierra. Mirad, mirad, grabadlo para vuestros documentales históricos… y daos cuenta de lo que vale nuestra época, y rendid homenaje a la memoria de los que tuvieron que pasar por todo esto. Mirad estas caras jóvenes, obtusas, indiferentes, acostumbradas a todas las ferocidades, y no desviéis la vista a otra parte, porque vuestros propios antepasados no eran mejores que éstos.

Una docena de pares de ojos hartos de ver se fijaron en Rumata.

— ¡Hey, mirad, un noble Don! Está blanco…

— ¡Ja!… Claro, los nobles no están acostumbrados…

— En estos casos dicen que hay que darles agua, pero la cadena es corta…

— No te preocupes, ya se le pasará.

— Si me tocara uno así… Estos contestan a todo lo que les preguntas.

— Hey, hermanos, hablad más bajo, no se vaya a irritar con nosotros. Mirad cuantos brazaletes. Y papeles…

— Nos está mirando. Vámonos de aquí, hermanos. Por lo que pueda ocurrir…

Todo el grupo empezó a retroceder, hasta fundirse en la oscuridad, desde donde siguieron mirando con sus ojos de arañas al acecho. Bueno, basta ya, pensó Rumata, y se dispuso a agarrar por la sotana al primer monje que pasase. En aquel momento vio a tres, no andando de aquí para allá sino ocupados en una tarea muy concreta: apalear a un verdugo que, por lo visto, no estaba realizando su trabajo a conciencia. Rumata se acercó a ellos.

— En nombre del Señor — dijo en voz baja, pero haciendo sonar sus brazaletes.

Los monjes bajaron sus garrotes y lo miraron.

— En nombre Suyo — respondió el más alto de los tres.

— Llevadme al carcelero de guardia — exigió Rumata. Los monjes se miraron unos a otros. El verdugo aprovechó la ocasión para desaparecer discretamente.

— ¿Y para qué lo queréis? — preguntó el monje alto.

Rumata levantó el papel sin decir palabra, lo mantuvo un buen rato ante los ojos del monje, y luego lo volvió a bajar.

— Ah, sí — dijo entonces el monje, que obviamente no había comprendido nada de lo que decía el papel -. Yo soy el carcelero de guardia.

— Perfectamente — dijo Rumata, y enrolló el papel -. Yo soy Don Rumata. Su Ilustrísima me ha entregado al doctor Budaj. Id a por él y traédmelo.

El monje se metió la mano bajo el capuchón y se rascó a placer.

— ¿Budaj? — dijo pensativo -. ¿Qué Budaj? ¿El corruptor de menores?

— No — dijo otro monje -. El corruptor es Rudaj. Además, lo sacaron anoche. El propio padre Kin le quitó los hierros y se lo llevó fuera. Yo…

— ¿Pero qué estupideces son esas? — bramó Rumata, golpeándose la cadera con el papel -. ¡Budaj! ¡El que envenenó al Rey!

— ¡Ah!… — exclamó el carcelero -. Ya sé. ¡Pero seguramente ya debe haber sido empalado! Hermano Pakka, ve al calabozo número doce y mira. ¿Os lo vais a llevar? — preguntó, dirigiéndose a Rumata.

— Por supuesto. Es mío,

— Entonces deberéis entregarme ese papel. Hay que incluirlo en el legajo.

Rumata le dio el papel. El carcelero le dio varias vueltas, mirando los sellos, y exclamó admirado:

— ¡Hay que ver cómo escribe la gente! Bien, noble Don, aguardad un momento: nosotros tenemos que cumplir con nuestro trabajo. ¡Hey! ¿Dónde se ha metido el maldito ese?

Los monjes empezaron a buscar al verdugo. Rumata se alejó de ellos. Finalmente lo encontraron, lo extrajeron de detrás del depósito de agua donde se había ocultado, lo volvieron a tender en el suelo y siguieron dándole de palos, con diligencia pero sin excesiva crueldad. Al cabo de cinco minutos apareció el monje que había ido a por Budaj. Arrastraba tras él, tirando de una cadena, a un anciano flaco, completamente cano, vestido de negro.

— ¡Aquí tenéis a Budaj! — gritó alegremente el monje, desde lejos -. Como veis, aún no lo habían empalado. Está un poco débil, es cierto, pero aún está vivo y sano. Claro que debe tener hambre desde hace no sé cuanto tiempo.

Rumata avanzó a su encuentro, arrebató la cadena de manos del monje y la soltó del cuello del anciano.

— ¿Sois Budaj el irukano?

— Sí — dijo el viejo, mirando desconcertado a su alrededor.

— Yo soy Rumata de Estoria. Seguidme. No os detengáis. — Se giró hacia los monjes y dijo -: En nombre del Señor.

El carcelero enderezó el espinazo, dejó caer una vez más el garrote y respondió con dificultad,:

— En nombre Suyo.

Rumata miró a Budaj, y vio que el pobre viejo se apoyaba en la pared y apenas si podía tenerse en pie.

— Me siento mal — dijo, haciendo una mueca dolorosa que pretendía ser una sonrisa -. Perdonad, noble Don.

Rumata lo sostuvo por debajo del brazo y se lo llevó medio a rastras. En cuanto estuvieron fuera del alcance de la vista de los monjes, sacó una pastilla de sporamina y se la dio a Budaj. Este la miró con desconfianza.