— ¿Dónde está Budaj? — preguntó secamente a Don Reba.

— Como veis, le debe haber ocurrido una desgracia — respondió Don Reba, aparentando no darle excesiva importancia. Pero Rumata se dio cuenta de que estaba desconcertado.

— ¡Dejaos de historias! — rugió. ¿Dónde está Budaj?

— ¡Ah, Don Rumata! — exclamó Don Reba, agitando la cabeza y recuperando de nuevo su aplomo -. ¿Para qué queréis a Budaj? ¿Es acaso pariente vuestro? ¡Nunca lo habíais visto antes!

— ¡Oíd, Reba! — gritó Rumata enfurecido -. ¡Estoy hablando en serio! Si le ocurre algo a Budaj, os haré morir como a un perro. Os aplastaré. — No tendríais tiempo — se apresuró a decir Don Reba. Pero estaba blanco como la cera.

— Reba, sois un imbécil. Tenéis experiencia en tejer intrigas, pero no comprendéis nada. Nunca en la vida os habéis metido en un juego tan peligroso como éste. Y lo peor es que ni siquiera os lo imagináis.

Don Reba se encogió tras su mesa. Sus ojos ardían como dos carbones al rojo. Rumata se daba también cuenta de que tampoco él había estado nunca tan cerca de la muerte. Las cartas estaban a punto de volverse boca arriba. Se estaba ventilando quién iba a ser a partir de ahora el dueño de la situación. Rumata tensó sus nervios, dispuesto a saltar. En el rostro de Don Reba se leía claramente el pensamiento de que no existe flecha ni jabalina que mate instantáneamente. El viejo hemorróideo quería vivir.

— No os alteréis — dijo, medio gimiendo -. Estábamos hablando normalmente… Sí, sí: Budaj está vivo y sano. No os preocupéis. Espero que me cure incluso a mí.

— ¿Dónde está?

— En la Torre de la Alegría.

— Lo necesito.

— Yo también, Don Rumata.

— ¡Iros al diablo! ¡Don Reba, dejémonos de hipocresías! Sé que me teméis y… hacéis bien en temerme. Budaj me pertenece, ¿comprendido?

Ahora los dos estaban de pie. Reba infundía temor. Se había puesto verde, sus labios temblaban nerviosamente, mascullaba algo, escupiendo saliva junto con las palabras.

— ¡Mocoso! — susurró -. ¡Yo no le temo a nadie! Y puedo aplastaros como a una sabandija — y diciendo esto se giró y arrancó el tapiz colgado a su espalda. Una amplia ventana quedó al descubierto -. ¡Mirad!

Rumata se acercó a la ventana. Daba a la plaza que había ante el palacio. Empezaba a despuntar el alba. El humo de los incendios ensombrecía el horizonte gris. En la plaza había algunos cadáveres abandonados. Pero en el centro de la misma negreaba un cuadrilátero inmóvil. Observándolo mejor, Rumata vio que aquel cuadrilátero era una correctísima formación de fuerzas de caballería uniformadas con largas capas negras, capuchas del mismo color que les cubrían hasta los ojos, escudos triangulares en el brazo izquierdo y largas picas en la mano derecha.

— ¿Qué os parece? — dijo Don Reba con voz entrecortada, y como si todo su cuerpo temblara -. Ahí tenéis a los hijos sumisos de Nuestro Señor, a los caballeros de la Orden Sacra. Esta noche han desembarcado en el puerto de Arkanar para aplastar el motín bárbaro de los desharrapados nocturnos de Vaga Kolesó confabulados con esos tenderos que tan engreídos estaban. El motín ha sido aplastado. La Orden Sacra es dueña de la ciudad y de todo el país. Desde ahora Arkanar es una región de la Orden…

Rumata se frotó perplejo la nuca. Aquello sí que era una buena sorpresa. De modo que para eso habían estado preparando el terreno aquellos desgraciados tenderos. ¡Eso sí era una provocación!

Don Reba reía triunfalmente.

— Aún no me he presentado realmente a vos — dijo, con la misma temblorosa voz de antes -. ¡Don Reba, Siervo del Señor, Obispo y Gobernador General de la Orden Sacra en la región de Arkanar!

Era de prever, pensó Rumata. Donde impera la gente gris, siempre acaban mandando las fuerzas negras de la reacción. ¡Oh, vosotros, sociólogos, qué varapalo merecéis! Rumata, con las manos a la espalda, empezó a balancearse sobre las puntas de los pies.

— Estoy cansado — dijo con repugnancia -. Quiero dormir un poco y lavarme con agua caliente para quitarme la sangre y las babas de vuestros matones. Mañana… mejor dicho, hoy… una hora después de la salida del sol, me pasaré por vuestra cancillería. La orden de libertad de Budaj deberá estar preparada.

— ¡Hay veinte mil como ésos! — gritó don Reba, señalando con la mano la ventana.

Rumata frunció el ceño.

— Hablad más bajo, por favor — dijo -. Y recordad, Don Reba, que sé perfectamente que vos no sois obispo ni nada parecido. Os estoy viendo como si fuerais transparente. Y por eso puedo deciros que no sois más que un traidor despreciable y un mal intrigante… — Don Reba se pasó la lengua por los labios al oír esto, y sus ojos se volvieron vidriosos -. Soy implacable — continuó Rumata -. Y responderéis con vuestra cabeza por cada infamia que se cometa contra mí y contra mis amigos. Tened presente cuánto os odio. Sin embargo, estoy dispuesto a soportaros si aprendéis a apartaros a tiempo de mi camino. ¿Está claro?

Don Reba improvisó una suplicante sonrisa y se apresuró a decir:

— Yo no deseo más que una cosa: que estéis conmigo, Don Rumata. Sé que no puedo mataros. No sé por qué, pero no puedo.

— Porque me teméis.

— Es posible. O porque vos seáis el diablo o el hijo de Dios. ¿Quién sabe? A lo mejor sois un hombre llegado de esos poderosísimos países ultramarinos que dicen que existen. No quiero ni asomarme a la sima de donde hayáis podido salir, porque la cabeza empieza a darme vueltas y temo incurrir en herejía. Pero a pesar de todo podría mataros en cualquier momento: ahora… mañana… ¿me entendéis?

— No me importa — dijo Rumata.

— Entonces, ¿qué es lo que os importa?

— No hay nada que me importe. Me gusta divertirme, eso es todo. No soy ni dios ni demonio. No soy más que el noble Don Rumata de Estoria, un alegre cortesano con muchos caprichos y no menos prejuicios, pero que está acostumbrado a ser libre en todos los sentidos. ¡Recordad bien esto!

Don Reba, recobrando su compostura, se limpió el sudor con el pañuelo e inició una amable sonrisa.

— Me gusta vuestra obstinación — dijo -. A fin de cuentas, también vos aspiráis a la implantación de unos ideales. Respeto estos ideales, aunque no los comprenda. Me siento satisfecho de nuestro cambio de impresiones. Tal vez llegue un día en que vos me deis a conocer vuestras opiniones, y no está excluido el que yo me vea obligado a cambiar las mías. Los hombres solemos cometer errores. Puede que yo esté equivocado, y que el fin al que aspiro no sea el que mejor merece que se trabaje por él con el celo y el desinterés con que lo estoy haciendo. Soy hombre de amplios horizontes, y esto me permite hacerme a la idea de que es probable que alguna vez trabaje con vos, hombro con hombro.

— Es probable — dijo Rumata, y se dirigió hacia la puerta. Cerdo asqueroso, pensó. Lo último que necesito es un colaborador así. ¡Y hombro con hombro!