— Que sois un impostor.
— Mi respetable Don Reba — dijo Rumata sentenciosamente -, esas cosas hay que demostrarlas. ¿No comprendéis que me estáis ofendiendo?
El rostro de Don Reba adoptó una expresión engañosamente dulzona.
— Mi querido Don Rumata… por el momento os llamaré así. No acostumbro a demostrar nada a nadie. Lo que haya que demostrar se demuestra en la Torre de la Alegría. Para eso mantengo a toda una serie de especialistas bien pagados que, valiéndose de la retorcedora de carne de San Mika, de la bota de Nuestro Señor, de las manoplas de la Mártir Pata o del asiento… perdón, del sillón de Totz el Conquistador, pueden demostrar todo lo que sea necesario: que existe Dios o que no existe, que la gente anda cabeza abajo o de lado… ¿Me comprendéis? Existe toda una ciencia que se dedica a esa clase de demostraciones. Entended, ¿para qué voy a molestarme en demostrar lo que sé perfectamente? Por otra parte, vuestra confesión no encierra ningún peligro.
— Para mí no — dijo Rumata -. Pero sí para vos.
Don Reba quedó un rato pensativo.
— Bien — dijo finalmente -, por lo visto voy a tener que empezar yo. Veamos en qué asuntos ha estado complicado el noble Don Rumata de Estoria durante los cinco años de su vida de ultratumba en el reino de Arkanar. Luego me explicaréis qué sentido tiene todo esto, ¿de acuerdo?
— No deseo prometeros nada de antemano — dijo Rumata -, pero os escucharé atentamente.
Don Reba, tras buscar en uno de los cajones de su mesa, extrajo un trozo de papel fuerte, levantó las cejas, lo miró y dijo:
— Como vos sabéis, yo, Ministro de Seguridad de la Corona de Arkanar, tomé ciertas medidas contra los llamados intelectuales, sabios y demás gente inútil y peligrosa para el Estado. Estas medidas tropezaron con una increíble reacción. Mientras todo el pueblo, de modo unánime, conservando su fidelidad al Rey y a las tradiciones de Arkanar, me ayudaba en todo, es decir, entregaba a los que se ocultaban, se tomaba la justicia por su mano y señalaba a los sospechosos que escapaban a mi atención, una fuerza desconocida pero enérgica nos quitaba de las manos a los delincuentes más importantes, más perversos y más repugnantes, y los llevaba fuera de las fronteras del Reino. De esta forma pudieron escapar el astrólogo ateo Baguir Kissenski; el alquimista Sinda, que como pudo demostrarse tenía relaciones con el espíritu del mal y con las autoridades de Irukán; el abominable panfletista y alterador del orden Tsurén, y otros muchos de menor rango. Así pudo ocultarse el brujo loco y mecánico Kabani. Alguien gastó montañas de oro intentando impedir que se cumpliera la voluntad del pueblo con relación a los espías y envenenadores sacrílegos, ex galenos de la corte de Su Majestad. También hubo alguien que, en unas circunstancias que hacen recordar al enemigo de la especie humana, liberó de sus guardianes al monstruo de la depravación, corruptor de almas populares y cabecilla de la insurrección campesina Arata el Jorobado. — Don Reba hizo una pausa, la piel de su frente se estremeció, y miró significativamente a Rumata. Este elevó sus ojos al techo y sonrió. Recordó el día en que se llevó a Arata el Jorobado valiéndose de un helicóptero. Los guardianes se quedaron alucinados al ver el aparato. Y a Arata le ocurrió lo mismo. Fue un buen golpe.
— Y sabed — prosiguió Don Reba — que este cabecilla llamado Arata está ahora en libertad, y acaudilla a los siervos que se han sublevado en las regiones orientales de la metrópoli, donde se está derramando mucha sangre noble. Se sabe que este cabecilla no carece de dinero ni de armas.
— Os creo — dijo Rumata -. Desde el primer momento me dio la impresión de que era un hombre decidido…
— ¿Así que reconocéis…? — le interrumpió Don Reba.
— ¿Qué?
Durante unos segundos se miraron mutuamente a los ojos.
— Sigamos — dijo Don Reba -. Por la salvación de estos corruptores de almas pagasteis, Don Rumata, según mis humildes e incompletos cálculos, no menos de cuatro arrobas de oro. Ni hay que decir que al hacer esto cayó sobre vos una mancha eterna por haber pactado con el espíritu del mal. Tampoco mencionaré que durante todo el tiempo que lleváis en el reino de Arkanar no habéis recibido de vuestras propiedades de Estoria ni una sola moneda. ¿Por qué habríais de recibirla? ¿Qué objeto tiene enviar dinero a un difunto, aunque sea pariente? Y sin embargo, ¡qué oro!
Abrió un cofrecillo que tenía medio oculto entre los papeles de la mesa y extrajo un puñado de monedas con el perfil de Pisa VI.
— ¡Este oro sería suficiente para mandaros a la hoguera! — gritó Don Reba -. ¡Es oro del diablo! ¡No hay manos humanas capaces de obtener un metal tan puro como éste!
Y Don Reba perforó a Rumata con su mirada. Magnífico, pensó éste. No habíamos previsto esto. Es el primero que se da cuenta. Hay que tenerlo presente.
A partir de aquel momento Don Reba volvió a apagarse. En su voz empezaron a infiltrarse notas de paternal condescendencia.
— Y en general obráis con muy poco cuidado, Don Rumata. Me habéis tenido preocupado durante todo este tiempo. ¡Qué duelista! ¡Qué pendenciero! ¡Ciento veintiséis duelos en cinco años! Y… ni un solo muerto. Esto es algo que da que pensar. Yo, por ejemplo, he llegado a cierta conclusión. Y no sólo yo. Esta misma noche, el hermano Aba… no hay que hablar mal de los difuntos, pero ése era un hombre excesivamente cruel, al que me costaba gran trabajo soportar… el hermano Aba, cuando se dio la orden de arresto contra vos, no encomendó esta tarea a los milicianos más hábiles, sino a los más fuertes y pesados. Y, como veis, estaba en lo cierto. El resultado fue unas cuantas manos descoyuntadas, varios cuellos magullados, un montón de dientes de menos, pero… ¡aquí estáis vos! Y eso a pesar de que sabíais perfectamente que os estabais jugando la vida. Sois un maestro, sin la menor duda la mejor espada del Imperio. Pero está claro que tuvisteis que venderle el alma al diablo, ya que únicamente en el infierno se puede aprender a luchar así. Y sospecho que esta maestría os fue dada con la condición de que no debíais matar a nadie, aunque es incomprensible el fin que pueda perseguir el diablo poniendo una tal condición. Pero estas son cosas de la incumbencia de nuestros eclesiásticos…
Un gruñido interrumpió su discurso. Don Reba miró hacia los cortinajes lilas. Alguien luchaba tras ellos. Se oyeron golpes, chillidos: «¡Soltadme, soltadme!», injurias, y otras voces en un dialecto incomprensible. Una de las cortinas cayó, arrancada de improviso, y un hombre calvo, con la barbilla ensangrentada y los ojos desorbitados, irrumpió dando traspiés en el gabinete y cayó al suelo. Dos manos enormes surgieron de detrás de otra cortina, agarraron al recién llegado por los pies y se lo llevaron arrastrando. Rumata lo reconoció: era Budaj. Gritaba desesperadamente:
— ¡Me habéis engañado! ¡Eso era veneno! ¿Por qué…?
Sus palabras se ahogaron en la oscuridad. Un hombre vestido de negro colgó rápidamente la cortina caída. En el silencio que siguió se oyó un ruido repugnante. Alguien vomitó. Rumata empezó a comprenderlo todo.