— ¿Qué pensáis vos, hermano Aba? — preguntó Don Reba, inclinándose hacia el gordinflón.

— ¿Yo?… Me parece que… — el hermano Aba sonrió indeciso, como si fuera un niñito inocente, y abrió sus cortos brazos -. Me da lo mismo. Pero creo que no debemos colgarlo. Quizá sería mejor quemarlo vivo, ¿no creéis Don Reba?

— Sí, quizá — dijo Don Reba, pensativo.

— Se cuelga a la chusma, a la gente baja — siguió diciendo el hermano Aba, con su sonrisa angelical -. Debemos seguir ocupándonos de que el pueblo siga respetando las diferencias sociales. Don Rumata es el vástago de una antiquísima casa, un gran espía irukano… Creo que es irukano, ¿me equivoco? — cogió un papel de sobre la mesa y lo miró con ojos miopes -. Así es, sí. Y también soano. ¡Así que con mayor motivo!

— Bueno, entonces que lo quemen — dijo el padre Tsupik.

— De acuerdo — asintió Don Reba -. Que lo quemen.

— Pero creo que Don Rumata puede aliviar si quiere su suerte — insinuó el hermano Aba -. ¿Me comprendéis, Don Reba?

— No del todo.

— ¿Y sus riquezas? La casa de los Rumata posee riquezas legendarias. — Tenéis razón — dijo Don Reba.

El padre Tsupik bostezó, tapándose discretamente la boca con una mano, y miró los cortinajes lilas que había a la derecha de la mesa.

— Bien, empecemos entonces a actuar de acuerdo con las normas — continuó Don Reba tras un suspiro.

El padre Tsupik seguía mirando de reojo a los cortinajes. Se veía claramente que estaba esperando algo, y que el interrogatorio no le importaba en absoluto. ¿Qué comedia es ésta?, se preguntó Rumata. ¿Qué significa todo esto?

— Noble Don Rumata — dijo entonces Don Reba -, para nosotros sería un gran placer escuchar las respuestas que podáis dar a algunas de las preguntas que deseamos haceros.

— Antes desatadme las manos — dijo Rumata.

El padre Tsupik se inquietó y comenzó a morderse los labios. El hermano Aba movió desesperadamente la cabeza.

Don Reba miró primero al hermano Aba y luego al padre Tsupik.

— Comprendo que os inquietéis, amigos — dijo -. Pero teniendo en cuenta algunas circunstancias que Don Rumata seguramente debe sospechar… — y al decir aquello recorrió con la vista la serie de claraboyas que había en el techo -, creo que podemos acceder. ¡Desatadle las manos! — ordenó, sin levantar la voz.

Rumata notó cómo alguien se acercaba a él por detrás, y cómo unos dedos blandos tocaban sus manos y cortaban con facilidad las cuerdas. El hermano Aba sacó de debajo de la mesa una enorme ballesta de combate y la colocó ante él, sobre un montón de papeles. Las manos de Rumata colgaron inertes a sus costados. Casi no las sentía.

— Empecemos — dijo Don Reba enérgicamente -. ¡Decidnos vuestro nombre, estirpe y títulos!

— Rumata, de la estirpe de los Rumata de Estoria, caballeros cortesanos desde hace veinticinco generaciones.

Rumata miró a su alrededor, se sentó en el sofá y empezó a darse masaje en las manos. El hermano Aba le apuntó con la ballesta, resoplando nerviosamente.

— ¿Qué era vuestro padre?

— Consejero Imperial, y leal servidor y amigo del Emperador.

— ¿Vive?

— No. Murió.

— ¿Hace mucho?

— Hace once años. — ¿Cuántos años tenéis?

Rumata no tuvo tiempo de responder. Se oyó un ruido tras las cortinas. El hermano Aba miró disgustado hacia allá. El padre Tsupik se levantó y se echó a reír sarcásticamente.

— Esto no es todo, nobles Dones… — comenzó a decir con maliciosa alegría.

En aquel momento, tres hombres, que Rumata no esperaba ver allí, y evidentemente el padre Tsupik tampoco, surgieron de detrás de las cortinas. Eran tres frailes enormes, con hábitos negros y capuchones echados sobre los ojos. Los tres avanzaron rápidamente y, sin hacer ruido, cogieron al padre Tsupik por los codos.

— ¿Eh?… No… — empezó a mascullar el padre Tsupik. Su rostro se volvió blanco como la cera. Indudablemente, lo que esperaba era algo muy distinto.

— ¿Qué pensáis vos, — hermano Aba? — se interesó Don Reba, inclinándose tranquilamente hacia el gordinflón.

— Está claro — respondió el interpelado -, ¿Qué duda cabe?

Don Reba hizo un leve movimiento con la mano. Los monjes levantaron del suelo al padre Tsupik y se lo llevaron tan silenciosamente como habían venido. Rumata hizo un gesto de repugnancia. El hermano Aba se frotó sus blandas manos y dijo resueltamente:

— Todo ha salido a pedir de boca, ¿no os parece, Don Reba?

— Sí, no ha estado mal — asintió Don Reba -. Pero sigamos. ¿Cuántos años tenéis, Don Rumata?

— Treinta y cinco.

— ¿Cuándo llegasteis a Arkanar?

— Hace cinco años.

— ¿De dónde vinisteis?

— De Estoria, donde vivía en mi casa solariega.

— ¿Por qué cambiasteis de residencia?

— Las circunstancias me obligaron a ello. Así que busqué una ciudad capaz de competir en esplendor con la capital de la metrópoli.

Rumata sintió cómo finalmente la sangre empezaba a fluir por las venas de sus hinchadas manos, pero siguió dándose masaje.

— ¿Qué circunstancias fueron ésas?

— Tuve un duelo, y maté en él a un miembro de la augusta familia.

— ¡Vaya! ¿A quién concretamente?

— Al hijo de los duques de Ekín.

— ¿Qué motivó el duelo?

— Una mujer.

Rumata tenía la impresión de que todas aquellas preguntas no significaban nada, que eran una parodia idéntica a lo que sería el procedimiento de ejecución de su condena a muerte. Cada uno de nosotros tres está esperando algo, pensó. Yo espero a que me empiecen a reaccionar las manos. El hermano Aba es estúpido y espera a que empiece a caer a sus pies el oro del tesoro patrimonial de la casa de los Rumata. Y Don Reba también espera algo. Pero… ¿y esos monjes? ¿Desde cuándo hay monjes en palacio? ¡Y además diestros y decididos!

— ¿Cómo se llamaba esa mujer?

¡Vaya preguntas!, pensó Rumata. Es difícil imaginarlas más estúpidas. Bien, procuraré animar un poco la cosa.

— Doña Rita.

— No esperaba de vos esa respuesta. Os la agradezco.

— Siempre a vuestras órdenes.