Rumata arrimó su sillón a la ventana, se sentó cómodamente y empezó a mirar hacia al ciudad. La casa del príncipe estaba situada en una colina, y desde ella se divisaba durante el día toda la ciudad, hasta el mar. Pero ahora todo estaba a oscuras, y solamente se veían los diseminados grupos de luces formados por las antorchas de los milicianos, apostados en las encrucijadas, esperando la señal. La ciudad dormía o fingía dormir. ¿Sabían sus ciudadanos que hoy les esperaba algo horrible? ¿O estarían pensando, como el talentudo caballero, que eran los preparativos de la festividad de San Miki?

Doscientos mil hombres y mujeres. Doscientos mil herreros, y armeros, y carniceros, y merceros, y joyeros, y amas de casa, y rameras, y monjes, y prestamistas, y soldados, y vagabundos, y los pocos intelectuales que aún quedaban, estarían revolviéndose ahora en sus camas con olor a chinches. Unos dormirían, otros harían el amor, otros calcularían mentalmente las ganancias, o llorarían, o rechinarían los dientes de rabia… ¡Doscientas mil personas! ¿Qué tenían en común aquellas doscientas mil personas para un forastero llegado de la Tierra? El que casi sin excepción ninguno de ellos era aún una persona en el sentido actual de la palabra, sino tan sólo lingotes o piezas en bruto de los que los sangrientos siglos de la historia irían tallando poco a poco el verdadero hombre, libre y orgulloso. Ahora eran pasivos, codiciosos, y extraordinariamente egoístas. Psicológicamente, casi todos ellos eran esclavos: esclavos de su fe, esclavos de sus semejantes, esclavos de sus pequeñas pasiones, esclavos de su codicia. Y si por un capricho de la suerte cualquiera de ellos naciera o se hiciera señor de sí mismo, no sabría qué hacer con su libertad. Se apresuraría a hacerse esclavo: esclavo de su riqueza, de sus antinaturales apetitos, de sus amigos depravados y de sus propios esclavos. La mayoría de ellos no tenían culpa de nada. Eran demasiado pasivos y demasiado ignorantes. Su esclavitud se basaba en la pasividad y en la ignorancia y esta pasividad y esta ignorancia hacían a su vez que se perpetuase la esclavitud. Si todos fueran iguales sería algo desesperante. Y sin embargo serían personas, es decir, seres portadores de una chispa de inteligencia. Y esta chispa haría que constantemente, unas veces aquí, otras allá, se encendieran y prendieran en su mente las luces de un futuro increíblemente lejano pero inevitable. Aquellas luces se encenderían a pesar de todo. A pesar de su aparente inutilidad. A pesar de la opresión. A pesar de que las pisoteasen. Y a pesar de que no le hicieran falta a nadie en el mundo, y de que todo el mundo estuviera contra ellas. A pesar de que en el mejor de los casos solamente pudieran contar con un desdeñoso y perplejo sentimiento de lástima.

Aquellas luces no sabían aún que el futuro les pertenecía, que el futuro era imposible sin ellas. No sabían que en aquel mundo de horrendos fantasmas del pasado ellas eran la única realidad del futuro, que ellas eran como el fermento o la vitamina del organismo de la sociedad. Si se destruye esta vitamina se inicia el escorbuto social, se descompone la sociedad, se debilitan sus nervios, sus ojos pierden nitidez y sus dientes caen. Ningún Estado puede desarrollarse sin el apoyo de la ciencia, porque sería destruido por los Estados vecinos. Sin el arte y la cultura general el Estado pierde el sentido de la autocrítica y comienza a estimular tendencias erróneas, engendra a cada paso hipócritas y deshechos sociales, fomenta en los ciudadanos el utilitarismo y la presunción y, en definitiva, acaba también siendo víctima de sus vecinos más cuerdos. Se puede perseguir cuanto se quiera a los intelectuales, prohibir la ciencia, destruir el arte, pero más tarde o más temprano hay que hacer marcha atrás y, aunque sea a regañadientes, abrir paso a todo aquello que tanto odian los zoquetes ignorantes que ansían el poder. Y por mucho que desprecien el saber, esa gente gris que detenta el poder no podrá hacer nada frente a la objetividad histórica, mejor dicho, podrá frenarla pero no detenerla. Aunque desprecien y teman el saber, no tendrán más remedio que llegar a estimularlo para poder mantenerse en el poder. Y entonces tendrán que permitir las universidades y las sociedades científicas, tendrán que crear centros de investigación, observatorios y laboratorios, tendrán que formar cuadros de hombres inteligentes y sabios, hombres que quedarán fuera de su control, hombres que tendrán una psicología completamente distinta y unas necesidades totalmente diferentes, y estos hombres no podrán existir y mucho menos obrar en el antiguo ambiente de baja codicia, chismes de cocina, presunción estúpida y necesidades puramente carnales, sino que necesitarán un ambiente nuevo, un ambiente con conocimientos generales y universales empapado de afán creador, necesitarán escritores, pintores, músicos, y la gente gris que esté en el poder tendrá que hacer estas concesiones. Y si alguno se resiste será barrido por un oponente más astuto en la lucha por el poder. Pero el que haga estas concesiones cavará su propia sepultura, en contra de su voluntad, pero inevitable y paradójicamente, puesto que no hay nada tan mortal para los egoístas ignorantes y fanáticos como el desarrollo cultural del pueblo en todos los terrenos, desde la investigación en el campo de las ciencias naturales hasta las aptitudes para comprender y deleitarse con la buena música. Y después viene la época de las grandes conmociones sociales, acompañadas de un desarrollo inusitado de la ciencia y de un proceso amplísimo de intelectualización de la sociedad, una época en que la incultura presenta su última batalla, que por su crueldad hace retroceder a la humanidad hasta la edad media, pero en la que es derrotada y desaparece para siempre como fuerza real en el seno de la nueva sociedad, libre de la opresión de clase.

Rumata seguía mirando fijamente la ciudad perdida en las tinieblas. En una de aquellas casas, en algún tabuco maloliente, acurrucado en un miserable catre, estaría a aquellas horas, herido y ardiendo de fiebre, el padre Tarra. El hermano Nanín velaría al enfermo sentado ante una mesa paticoja, medio borracho, y alegre y enfurecido a la vez estaría terminando de escribir el segundo tomo de su Tratado sobre los rumores, deleitándose en enmascarar con frases triviales la más feroz ridiculización de la vida gris. Por algún otro lugar deambularía por ricos aposentos solitarios Gur el Escritor, sintiendo horrorizado que, pese a todo, desde lo más profundo de su alma destrozada y pisoteada, surgían, impulsados por una fuerza misteriosa, y se abrían camino en su conciencia mundos felices fíenos de personas magníficas y de sentimientos conmovedores. Y en algún otro rincón, nadie sabía cómo, estaría pasando aquella noche el doctor Budaj, quebrantado, acosado, de rodillas quizá, pero vivo. ¡Hermanos míos!, pensó Rumata, ¡yo soy vuestro, somos carne de vuestra carne! Y de repente sintió que él no era el dios que protegía con sus manos a los gusanillos de luz de la razón, sino el hermano que ayuda a su hermano, el hijo que salva a su padre. «Tengo que matar a Don Reba.» «¿Por qué?» «Porque él mata a mis hermanos.» «No sabe lo que se hace.» «Pero mata el futuro.» «El no tiene la culpa, es hijo de su época.» «Es decir, ¿no sabe que es culpable? Pero yo sí lo sé.» «¿Y qué vas a hacer con el padre Tsupik? Daría cualquier cosa por que alguien matara a Don Reba. ¿Qué vas a hacer con él? ¿Por qué no respondes? ¿Y con los que hay aguardando tras él? Habría que matar a muchos, ¿verdad?.» «No sé, es posible que a muchos. Unos tras otros. Todos los que levanten la mano contra el futuro.» «Eso ya lo hicieron otros. Envenenaron, tiraron bombas, pero no consiguieron nada.» «Por supuesto que lo consiguieron. Gracias a ellos se pudo elaborar la estrategia revolucionaria.» «Pero tú no necesitas eso. Lo que tú quieres es matar.» «Sí, eso es lo que quiero.» «¿Y sabes hacerlo?» «Ayer maté a Doña Okana. Cuando fui a verla con la pluma blanca tras la oreja sabía que esto le costaría la vida. Lo único que siento es que la maté inútilmente. Como puedes ver, ya casi me han enseñado incluso a matar.» «Pero eso es malo. Y además es peligroso. ¿Recuerdas a Serguéi Kozhin, George Lenny y Sabina Krüger?» Rumata se pasó la mano por la frente: estaba húmeda. «Sí, se pone uno a pensar, a pensar, a pensar… y termina inventando la pólvora.»