— ¿La eternidad?… Sí, llevas razón. Retrocedió… Te felicito. Puedes seguir comiendo.
Los chasquidos y las conversaciones se reanudaron. Gur se sentó de nuevo. — ¡Qué fácil y qué dulce es decir la verdad en presencia del Rey! — murmuró Gur con un hilo de voz.
Rumata permaneció un rato silencioso y luego dijo:
— Padre Gur, os entregaré un ejemplar de vuestro libro, pero con la condición de que empecéis inmediatamente a escribir otro.
— No — respondió Gur -. Ya es demasiado tarde. Que lo escriba Kiun. Yo ya estoy envenenado. Además, ya no me importa. Lo único que anhelo es habituarme a beber. Pero no lo consigo. Me hace daño al estómago.
Otra derrota, pensó Rumata. Otra vez he llegado tarde.
— ¡Oye, Reba! — dijo el Rey de repente -. ¿Dónde está el galeno? Me prometiste que vendría después de comer.
— Y aquí está, Majestad — dijo Don Reba -. ¿Queréis que lo llame?
— ¡Claro que lo quiero! Si a ti te doliera la rodilla como me está doliendo a mí, estarías gruñendo como un cerdo. ¡Haz que venga inmediatamente!
Rumata se apoyó en el respaldo de su silla y se preparó para ver lo que ocurriría a continuación. Don Reba levantó una mano e hizo chasquear los dedos. Se abrió una puerta, y un anciano cargado de espaldas, vestido con una larga toga adornada con imágenes de arañas, estrellas y serpientes entró haciendo reverencia. Bajo el brazo llevaba una bolsa alargada. Rumata se sintió sorprendido. Se imaginaba a Budaj de otro modo completamente distinto. No podía creer que un hombre de su talento, un humanista como el autor del Tratado sobre los venenos, tuviera aquellos descoloridos y fugaces ojos, aquellos labios que temblaban de miedo y aquella sonrisa aduladora. Pero recordó a Gor el Escritor. Por lo visto, la investigación a que había sido sometido el presunto espía no tenía nada que envidiarle a la conversación literaria entre Gur y Don Reba. Habría que coger a Reba de los testículos, pensó Rumata, llevarlo a un calabozo y decirle a los verdugos: «Aquí tenéis a este espía irukano que se ha disfrazado como nuestro Ministro. El Rey ordena que le hagáis declarar dónde está el verdadero Ministro. Cumplid con vuestra obligación, pero cuidad de que no muera antes de una semana.» Rumata tuvo que cubrirse la cara para disimular su placentera sonrisa. ¡Qué cosa tan horrorosa es el odio!
— ¡Bien, bien, acércate, galeno! — dijo el Rey -. Eres demasiado raquítico. Pero no importa, ven aquí. Haz una flexión de piernas.
El desgraciado Budaj comenzó a hacer la flexión. Su rostro estaba contorsionado por el pánico.
— Más, más — insistía el Rey -. ¡Haz otra! ¡Otra más! ¿No te duelen las rodillas? ¿Te las has curado? ¡Enséñame los dientes! No están mal. Ya quisiera yo tener unos dientes como éstos. Y las manos también pueden pasar: son fuertes. Se te ve sano a pesar de parecer tan raquítico. Bueno, empieza a curarme: demuestra lo que eres capaz de hacer.
— Per… permitidme Vuestra Majestad ver esa pierna… esa piernecita… — oyó Rumata, y levantó los ojos.
El galeno estaba de rodillas ante el Rey, y le apretaba cuidadosamente la pierna.
— ¡Hey, hey! — gritó el Rey -. ¿Qué estás haciendo? ¡No me aprietes! ¿No te has comprometido a curarme? ¡Pues deja de toquetear y cúrame!
— Todo está cla… claro, Vuestra Majestad — susurró el galeno, y empezó a buscar apresuradamente en su bolsa.
Los invitados dejaron de comer. Los pequeños nobles del extremo de la mesa incluso se irguieron un poco y alargaron sus cuellos, movidos por la curiosidad.
Budaj sacó de su bolsa varios frascos de piedra, los fue destapando y oliendo sucesivamente, y los colocó en fila sobre la mesa. Después cogió la copa del Rey y la llenó hasta la mitad de vino. Mientras le daba a la copa unos pases con ambas manos y murmuraba unos conjuros, fue vaciando en ella el contenido de los frascos. Un fuerte olor a amoníaco invadió el ambiente. El Rey apretó los labios, miró lo que había en la copa, arrugó la nariz y desvió sus ojos hacia Don Reba. El Ministro hizo una mueca compasiva. Los cortesanos contuvieron la respiración.
¿Qué está haciendo este hombre?, pensó Rumata. ¡Si lo que tiene el Rey es gota! ¿Qué es lo que acaba de echar? En su tratado dice claramente que en los casos de gota hay que frotar las articulaciones inflamadas con tintura reposada durante tres días del veneno de la serpiente blanca Cu. ¿Acaso esta mezcla es para darle friegas?
— ¿Esto para qué es, para darme friegas? — preguntó el Rey, mirando la copa con desconfianza.
— No, Vuestra Majestad — respondió Budaj, algo más tranquilo ya -. Es una pócima para beber.
— ¿Para beber? — dijo el Rey, poniendo cara de disgusto y recostándose en su sillón -. ¡No tomaré nada! ¡Dame friegas!
— Como desee Vuestra Majestad — asintió sumisamente Budaj -. Pero me atrevería a sugerir que las friegas no van a conseguir nada.
— ¿Y por qué todos me dan friegas, mientras tú quieres hacerme tomar esta porquería?
— Majestad — dijo Budaj, enderezándose orgullosa — mente -, el único que conoce esta medicina soy yo. Con ella he curado al tío del duque de Irukán. En cambio, las friegas no han conseguido curar a Vuestra Majestad.
El Rey miró a Don Reba. Este volvió a sonreír compasivamente.
— Eres un miserable — murmuró el Rey, dirigiéndose enojadamente al médico -. Un paleto. Un raquítico. — Cogió la copa -. ¿Y si te doy con la copa en los dientes? — Volvió a mirar el contenido de la copa -. ¿Y si me produce náuseas? — En ese caso tendréis que repetir el tratamiento, Majestad — dijo Budaj, afligido.
— Bien, ¡sea lo que Dios quiera! — dijo el Rey, y se llevó la copa a los labios. Pero de pronto la retiró con tanta violencia que salpicó el mantel -. ¡Bebe tú antes! Ya sabemos cómo son los irukanos. ¡Vendisteis a San Miki a los bárbaros! ¡Anda, te digo que bebas!
Budaj adoptó una expresión infinitamente ofendida, tomó la copa y bebió un largo trago.
— ¿Qué? — preguntó el Rey.
— Está amargo, Majestad — dijo Budaj con voz apagada -. Pero hay que beberlo.
— Sí, sí — refunfuñó el Rey -. Ya sé que hay que beberlo. Dame la copa. ¿Ves?, te has bebido la mitad, y has conseguido…
El Rey levantó la copa y bebió de un trago lo que quedaba en ella. A lo largo de la mesa corrieron suspiros de compasión, y luego todo quedó en silencio. El Rey se quedó como helado y con la boca abierta. De sus ojos empezaron a fluir abundantes lágrimas. Se puso rojo, luego azulado. Extendió los brazos sobre la mesa e hizo chasquear nerviosamente los dedos. Don Reba le tendió un pepinillo en vinagre, pero el Rey se lo tiró a la cabeza y volvió a extender los brazos.
— Vino… — jadeó.
Alguien se apresuró a darle una jarra. El Rey, cuyos ojos giraban frenéticamente, empezó a engullir con ansia. Dos rojizos arroyuelos nacieron en la comisura de sus labios y fueron a morir en la blanca pechera de su bordada camisa. Cuando la jarra quedó vacía el Rey se la tiró furiosamente a Budaj, pero afortunadamente erró el tiro.