— ¡Bandido! — graznó -. ¿Dónde está ese doctor? ¡Responde pronto o te estrangulo!
Don Reba sonrió amigablemente y dio un paso adelante.
— Vuestra Majestad — dijo — es realmente un soberano dichoso, puesto que son tantos sus fieles subditos que a veces se estorban entre sí en su deseo de servirlo. — El Rey lo miró inexpresivamente -. No niego que el noble propósito de una persona tan vehemente como don Rumata, lo mismo que todo lo que ocurre en el reino, me es conocido. No niego que fui yo quien mandó al encuentro del doctor Budaj a nuestros tutelares Milicianos Grises, con el único propósito de ahorrarle a ese venerable anciano los posibles contratiempos de un viaje tan largo. Tampoco niego que no me apresuré a presentar ante Su Majestad a Budaj el irukano.
— ¿Y cómo te atreviste a hacer eso? — le reprochó el Rey.
— Vuestra Majestad, Don Rumata es joven aún, y tan inexperto en política como diestro en lances de honor. El no sabe las bajezas de que es capaz el duque de Irukán, llevado por la profunda y feroz ira que siente contra Vuestra Majestad. Pero nosotros estamos vigilantes, ¿no es así, Majestad? — el Rey asintió con la cabeza -. Es por eso por lo que creí necesario llevar a cabo primero una pequeña investigación. No creo que sea prudente apresurarnos, pero si Su Majestad — una reverencia al Rey — y Don Rumata — una inclinación de cabeza a Rumata — insisten, hoy mismo, después de comer, el doctor Budaj comparecerá ante Vuestra Majestad para iniciar vuestra curación.
— No sois tonto, Don Reba — aceptó el Rey -. No está mal llevar primero a cabo una investigación. Nunca está de más. Maldito irukano… — dio un alarido, y volvió a cogerse la rodilla -. ¡Maldita pierna! Bien… ¡lo espero después de comer!
El Rey se apoyó en el hombre del Ministro de Ceremonias y se dirigió lentamente hacia la sala del trono, pasando junto a Rumata, que no podía salir de su asombro. Cuando el Rey se hubo perdido entre el nutrido grupo de cortesanos que le abrían paso, Don Reba le dirigió a Rumata una amable sonrisa y le preguntó:
— Esta noche estáis de guardia en la alcoba del príncipe, ¿no es así?
Rumata asintió sin decir palabra. Rumata se dedicó a recorrer los interminables pasillos de palacio, oscuros, húmedos, y que olían a amoníaco y a podredumbre. Iba pasando a través de suntuosas habitaciones adornadas con alfombras y tapices, por gabinetes llenos de polvo, con ventanas estrechas y enrejadas, y junto a almacenes llenos de trastos viejos. Por allí casi no había gente. Eran raros los cortesanos que se aventuraban a recorrer aquel laberinto de la parte posterior de palacio, donde de los regios aposentos se pasaba sin transición aparente a la cancillería del Ministerio de Seguridad de la Corona. Allí no era difícil perderse. Aún era reciente el caso ocurrido a una patrulla de la guardia real cuando iba haciendo el recorrido exterior de palacio. La patrulla fue sorprendido por las desesperadas voces de un hombre que, dirigiéndose a ella, sacaba sus arañados brazos por entre las rejas de una tronera. «¡Salvadme!», gritaba el desdichado. «¡Soy un paje! ¡No sé cómo salir de aquí! ¡Hace ya dos días que no como! ¡Sacadme de este encierro!» Y durante diez días estuvieron discutiendo los Ministros de Finanzas y del Patrimonio Real, hasta que finalmente decidieron cortar la reja. Durante estos diez días hubo que alimentar al pobre paje haciéndole llegar el pan y la carne pinchados en la punta de una pica. También eran peligrosos aquellos corredores porque en ellos los soldados de la guardia real, que siempre estaban algo bebidos, solían tropezarse con los Grises que guardaban el Ministerio, que tampoco eran abstemios. En aquellos encuentros solían enzarzarse a espadazos hasta que se cansaban, tras lo cual cada bando se marchaba por su lado llevándose sus heridos. Finalmente, se rumoreaba que por allí se paseaban también los difuntos, que tras dos siglos de existencia de palacio no eran pocos.
Del interior de una cavidad de la pared surgió un centinela Gris, con el hacha preparada.
— Está prohibido el paso — dijo secamente. — ¿Y tú qué sabes, imbécil? — respondió Rumata distraídamente, a la vez que lo apartaba con una mano.
Siguió adelante, y se dio cuenta de que el centinela ni se movió de su sitio. De pronto se dio cuenta de que las palabras afrentosas y los gestos vulgares le salían espontáneamente, y no por el hecho de estar representando el papel de un cínico de alta cuna, sino porque hasta cierto punto actuaba ya así. Se imaginó a sí mismo en la Tierra con aquellos modales, y sintió vergüenza. ¿Cómo me ha ocurrido esto?, pensó. ¿Adonde han ido a parar mi educación y el respeto que me inculcaron de pequeño hacia mis semejantes, esos seres magníficos que se llaman hombres? Y lo peor es que ya no hay quien pueda salvarme, se horrorizó. Porque los odio realmente, los desprecio… No siento hacia ellos la menor lástima. Los odio y los desprecio. Puedo justificar la brutalidad de este muchacho al que acabo de apartar de mi paso por las condiciones sociales en que se ha desarrollado, por la educación tan feroz que ha recibido, por todo lo que se quiera, pero veo claramente que es mi enemigo, que es el enemigo de todo lo que yo quiero, de mis amigos y de lo que considero más sagrado. Y por eso mi odio no es teórico, no es el odio al «representante típico» de una sociedad, sino algo personal. Lo odio por la cara babosa que tiene, por lo que apesta su cuerpo sucio, por ser ciego en su fe, por su rabia hacia todo lo que rebasa los límites de sus instintos carnales y su afición a la bebida. Ahí está ahora ese cernícalo, a quien no hace aún medio año su panzudo padre molía a palos con la sana esperanza de poderle enseñar a vender harina pasada y confituras en almíbar, resollando e intentando en vano recordar los párrafos mal empollados del reglamento y sin saber qué hacer: si darme un hachazo, gritar «¡a mi la guardia!», o simplemente dejarme pasar sin que nadie se entere. Esto último es lo que hará, y luego volverá á meterse en su cavidad y seguirá rumiando su corteza de mascar y babeando. Y no hay nada más de este mundo que le interese, ni siquiera pensar. ¡Pensar! ¿Para qué? ¿Acaso nuestro águila Don Reba es mejor que él? Es cierto que su psicología está más embrollada y sus reflejos son más complejos, pero sus ideas son parecidas a los laberintos de este palacio, que apestan a amoníaco y a crímenes, y él se ha convertido ya en un ser vil, en un criminal horrible, en una araña despiadada. Yo vine aquí por amor a los hombres, para ayudarles a erguirse y a ver el cielo. Pero está visto que soy un mal explorador. No sirvo para sociólogo. ¿Cuándo habré caído en el pantano del que hablaba Don Kondor? ¿Es que un dios puede tener algún otro sentimiento que no sea la piedad?
A espaldas de Rumata se oyeron pasos por el corredor. Rumata se detuvo y posó una mano en su espada. Pero quien venía hacia él era Don Ripat.
— ¡Don Rumata!… ¡Don Rumata! — llamó desde lejos, en voz baja.
Rumata soltó la espada. Cuando llegó a su lado, Don Ripat miró hacia atrás y dijo a su oído:
— Hace una hora que os estoy buscando. ¡Vaga Kolesó está en palacio! Está hablando con Don Reba en los aposentos lilas.
Rumata frunció las cejas por un instante. Luego se separó prudentemente y dijo con tono de sorpresa:
— ¿Os referís al célebre bandido? ¿Pero acaso no es un personaje imaginario? O mejor dicho, ¿no había sido ya ejecutado?