Qué desgracia, pensó Rumata. Si me matan ahora, esta colonia de protozoos será lo último que vea en mi vida. Lo único que me puede salvar es la sorpresa. Tan sólo la sorpresa me puede salvar a mí y a Budaj. Hay que encontrar el momento oportuno y atacar. Hay que cogerle desprevenido, no dejarle que abra la boca y no dejar que me maten. ¿Por qué he de morir?
Así llegó a la puerta de la alcoba donde, sujetando la espada con la mano, hizo la flexión de piernas prevista por la etiqueta y se aproximó al lecho real. En aquel momento le estaban poniendo las medias al Rey. El Ministro de Ceremonias seguía con la vista los ágiles movimientos de los dos ayudas de cámara que realizaban la operación. A la derecha de la revuelta cama estaba Don Reba, conversando en voz muy baja con un hombre alto y huesudo con uniforme militar de terciopelo gris. Aquel personaje era el padre Tsupik, uno de los jefes de las Milicias Grises y coronel de la guardia de palacio. Don Reba, como buen cortesano, sabía hablar de modo que, a juzgar por la expresión de su rostro, lo mismo podía estar alabando las virtudes de una yegua que el buen comportamiento de la sobrina del Rey. Pero el padre Tsupik era militar y antes había sido tendero de ultramarinos, y no sabía disimular. Así que el coronel palidecía, se mordía los labios, apretaba y aflojaba los dedos que sujetaban la espada, y finalmente contrajo una mejilla, dio bruscamente media vuelta y, faltando a todas las reglas de etiqueta, salió de la alcoba. Todos los que contemplaban la escena se quedaron helados ante tamaña falta de educación. Don Reba siguió su marcha con una indulgente sonrisa, mientras Rumata, que conocía los roces que se habían producido entre Don Reba y el alto mando Gris, se hacía una tajante reflexión: «Ahí va otro difunto.» La historia del capitán pardo Ernst Rem estaba a punto de repetirse.
El Rey tenía ya las dos medias puestas. Los ayudas de cámara, atendiendo a una melodiosa orden del Ministro de Ceremonias, cogieron con las puntas de sus dedos, con veneración, los zapatos del Soberano. En aquel momento el Monarca apartó a los ayudas de cámara con los pies y se volvió hacia Don Reba con tanta energía que su vientre se montó sobre una de sus piernas lo mismo que un saco bien repleto.
— ¡Ya estoy harto de atentados! — gritó el Rey histéricamente -. ¡Atentados! ¡Atentados! ¡Ya es hora de que yo pueda dormir por las noches sin tener que luchar con asesinos! ¿Por qué no lo arreglas para que los atentados se produzcan de día? ¡Eres un mal ministro, Reba! ¡Otra noche así y daré orden de que se encarguen de ti! — en aquel momento Don Reba hizo una reverencia, con la mano derecha puesta sobre su corazón -. Oh, tras estos atentados me duele terriblemente la cabeza.
El Rey calló de repente y prestó atención a su vientre. El momento era propicio. Los ayudas de cámara no sabían qué hacer. Había que atraer la atención del Rey. Rumata le arrebató el zapato derecho al criado que lo sostenía, hincó una rodilla en el suelo y empezó a calzar respetuosamente el grueso pie enfundado en una media de seda que le ofreció el monarca. Este era uno de los remotos privilegios de que gozaba la casa de los Rumata: el de calzar el pie derecho de las personas coronadas del Imperio. El Rey lo miró turbiamente, pero de pronto en sus ojos brilló un relámpago de interés.
— ¡Ah, eres Rumata! — exclamó -. ¿Todavía estás vivo? Reba prometió que te estrangularía. — Se echó a reír -. Este Reba es un ministro de pacotilla. No hace más que prometer y prometer y prometer. Prometió desarraigar el movimiento sedicioso, pero la sedición sigue desarrollándose. Ha metido en palacio a un montón de patanes Grises… y mientras yo sigo enfermo ha colgado a todos los galenos de la corte.
Rumata terminó de calzarle el zapato, hizo una reverencia y retrocedió dos pasos. Al hacerlo se dio cuenta de que Don Reba lo estaba mirando atentamente, y se apresuró a adoptar una expresión entre orgullosa y estúpida.
— Estoy completamente enfermo — continuó el Rey -. Me duele todo. Quiero que me dejen en paz. Ya hace tiempo que me hubiera marchado a descansar, pero ¿qué sería de todos vosotros sin mí?
Le calzaron el otro zapato. Se puso en pie, e inmediatamente lanzó un quejido y se llevó una mano a la rodilla.
— ¿Dónde están los galenos? — se lamentó amargamente -. ¿Dónde está mi buen Tata? ¡Lo ahorcaste tú, imbécil! ¡Con sólo oír su voz ya me sentía mejor! ¡Cállate! Ya sé que era un envenenador. Pero a mí eso me importaba poco. ¿Qué tenía que ver que fuera un envenenador? ¡Era un ga-le-no, ¿comprendes, asesino?! ¡Un ga-le-no! Envenenaba a unos, pero a otros los curaba. A mí me curaba. Vosotros lo único que sabéis hacer es envenenar. ¡Sería mejor que os colgaseis todos! — Don Reba hizo una reverencia, poniéndose una mano sobre el corazón, y permaneció así -. ¡En cambio los habéis colgado a todos ellos! ¡Ahora ya no quedan más que tus charlatanes! Y los curas, que me dan agua bendita en lugar de medicinas. Pero, ¿quién sabe hacer una pócima? ¿Quién puede darme friegas en mi pierna enferma?
— ¡Majestad! — exclamó Rumata en aquel instante, y le pareció que todo el palacio había quedado en silencio -. ¡Dad una orden, y dentro de media hora tendréis en palacio al mejor galeno del Imperio!
El Rey lo miró sorprendido. El riesgo era extraordinario. Don Reba no tenía más que hacer una seña y… Rumata sentía físicamente todos los ojos clavados en él a través de las plumas de las flechas. Sabía perfectamente para qué servían aquellas claraboyas que había en el techo de la alcoba. Don Reba lo miró con expresión de cortés y bondadosa curiosidad.
— ¿Qué significa esto? — refunfuñó el Rey -. ¡Pues claro que lo ordeno! ¿Dónde está este galeno?
Rumata hizo un esfuerzo. Le parecía que las puntas de las flechas se clavaban ya en su espalda.
— ¡Majestad! — dijo apresuradamente -. ¡Ordenad a Don Reba que traiga aquí al insigne doctor Budaj!
A Don Reba le había faltado decisión. Lo principal ya estaba dicho, y Rumata aún seguía vivo. El Rey dirigió sus empañados ojos hacia el Ministro de Seguridad de la Corona.
— ¡Majestad! — prosiguió Rumata, ya más seguro de sí -. Como sabía que Vuestra Majestad sufría horriblemente, y teniendo en cuenta las obligaciones de mi linaje para con mis Soberanos, hice venir de Irukán al eminente galeno doctor Budaj. Por desgracia, por el camino el insigne doctor fue apresado por las Milicias Grises de nuestro respetado Don Reba, y hace una semana que sólo él conoce lo que haya podido ocurrir después. Tengo la seguridad de que este galeno no está lejos de aquí, tal vez en la Torre de la Alegría, y confío en que esa incomprensible fobia que siente Don Reba por los curanderos no haya tenido aún funestas consecuencias para la suerte del doctor Budaj.
Al terminar de hablar, Rumata contuvo la respiración. Parece que todo ha salido a pedir de boca, pensó. ¡Prepárate ahora, Don Reba! Con estos pensamientos, miró a Don Reba y se quedó helado. El Ministro de Seguridad de la Corona permanecía tan tranquilo como siempre, y solamente movió la cabeza como si le reprochase su acción con un cariño paternal. Rumata no esperaba aquello. Este hombre es sorprendente, pensó.
Pero el Rey sí procedió como esperaba.