Don Reba hizo una pequeña inclinación de reconocimiento.
— ¿Habéis estado alguna vez en Irukán?
— No.
— ¿Estáis seguro?
— Y vos también.
— ¡Queremos saber la verdad! — dijo Don Reba en tono sentencioso. El hermano Aba asintió con la cabeza -. ¡Tan solo la verdad!
— ¡Oh! — dijo Rumata -. Yo creía que… — y dejó la frase en suspenso.
— ¿Qué es lo que creíais?
— Que lo que estabais persiguiendo era echar mano de mis bienes patrimoniales. Aunque en realidad no comprendo cómo pensáis conseguirlo.
— ¡Por donación! — gritó el hermano Aba. Rumata se echó a reír de la forma más insolente que pudo.
— Sois estúpido, hermano Aba, o como demonios os llaméis… Se nota que sois tendero. ¿No sabéis acaso que el mayorazgo no puede pasar a manos ajenas? El hermano Aba se enfureció, pero se contuvo. — No deberíais hablar en ese tono — dijo Don Reba con benevolencia.
— ¿No queréis acaso saber la verdad? — replicó Rumata -. Pues ahí la tenéis: el hermano Aba es estúpido y tendero.
El hermano Aba ya se había repuesto. — Me parece que nos hemos desviado de nuestro objetivo — dijo con una sonrisa -. ¿No lo creéis así, Don Reba?
— Sí, lleváis razón, como siempre — respondió Don Reba -. ¿Y en Soán, habéis tenido ocasión de estar? — preguntó a Rumata.
— Sí, en Soán sí he estado. — ¿Con qué motivo? — Fui a visitar la Academia de Ciencias. — Una extraña conducta para un joven de vuestra posición.
— Fue un capricho.
— ¿Conocéis a Don Kondor, Juez General de Soán?
Rumata se puso en guardia.
— Sí. Es un viejo amigo de mi familia. — Y una persona nobilísima, ¿no es cierto?
— Sí; muy respetable.
— ¿Y sabéis que Don Kondor es uno de los que han tomado parte en la conspiración contra Su Majestad?
Rumata irguió la cabeza.
— No olvidéis, Don Reba — dijo con soberbia -, que para nosotros, es decir, para la primitiva aristocracia de la metrópoli, todos los soaneses e irukanos, al igual que los de Arkanar, no son más que vasallos de la Corona Imperial -. Rumata cruzó desdeñosamente las piernas y se giró hacia un lado.
Don Reba lo miró pensativo.
— ¿Sois rico?
— Podría comprar todo Arkanar, pero no me gustan los muladares.
Don Reba suspiró.
— Mi corazón sangra — dijo -, cuando pienso en la necesidad de cortar un brote tan magnífico de un linaje tan ilustre. Sería un crimen, si no estuviera dictado por razones de Estado.
— Sería mejor que pensarais menos en las razones de Estado — dijo Rumata — y más en vuestro propio pellejo.
— Lleváis razón — dijo Don Reba, e hizo chasquear los dedos.
Rumata tensó rápidamente los músculos, y volvió a relajarlos. Su cuerpo funcionaba. De detrás de las cortinas salieron otra vez los tres monjes y, con la misma diligencia y precisión que antes, que ponían de manifiesto su enorme preparación, se agruparon en torno al hermano Aba, que seguía sonriendo afablemente, lo sujetaron, y le retorcieron los brazos a la espalda.
— ¡Ay… ay! — gritó el hermano Aba, y su gruesa cara se desfiguró por el dolor y por el terror.
— ¡Vamos, aprisa, no os detengáis! — gritó Don Reba, con visible repugnancia.
El gordinflón resistió rabiosamente mientras lo arrastraban hasta las cortinas. Sus gritos se siguieron oyendo por unos momentos, luego se escuchó un horroroso alarido y todo volvió a quedar en silencio. Don Reba se puso en pie y descargó con cuidado la ballesta. Rumata lo seguía atentamente con los ojos.
Don Reba empezó a pasear por la habitación. Estaba pensativo, y de tanto en tanto se rascaba la espalda con la saeta.
— Está bien, está bien — murmuró con voz suave -. Magnífico… — Daba la impresión de haberse olvidado de Rumata. Sus pasos se fueron haciendo cada vez más rápidos, y al andar movía rítmicamente la flecha, como si fuera una batuta. Luego se detuvo de repente tras la mesa, arrojó la flecha a un lado, se sentó cuidadosamente y con rostro sonriente murmuró -: Cómo los he atrapado, ¿eh? Ni siquiera han podido abrir la boca. En vuestro país esto no hubiera sido posible…
Rumata no respondió.
— Sí… — dijo Don Reba pensativo -. Está bien. Ahora podremos seguir hablando, Don Rumata. ¿O puede que tal vez no seáis Don Rumata… que ni siquiera seáis Don?
Rumata permanecía en silencio, mirando a Don Reba con expresión interesada. Este estaba pálido, se le veían unas venillas rojas en la nariz, y temblaba de excitación. Se notaban sus deseos de dar un puñetazo contra la mesa y gritar: «¡Lo sé, lo sé todo!». ¿Pero qué sabes tú, hijo de perra? Si supieras algo no podríais ni creerlo. ¡Adelante, habla: te escucho!
— Seguid — dijo Rumata -. Os estoy escuchando.
— Vos no sois Don Rumata — declaró Don Reba -. Sois un impostor — y al decir eso lo miró severamente -. Rumata de Estoria murió hace cinco años, y está enterrado en su panteón familiar. Y los santos hace ya mucho tiempo que dieron reposo a su alma que, a decir verdad, no estaba muy limpia de pecados. Bien, ¿vais a confesar solo, o necesitáis que os ayude? — Yo mismo lo confesaré todo — dijo Rumata tranquilamente -. Me llamo Rumata de Estoria, y no permito que nadie dude de mi palabra.
Veamos cómo resulta un poco de irritación, pensó Rumata. Es una lástima que me duela el costado: de otro modo hubiera podido dar más energía a mis palabras.
— Está visto que tendremos que continuar nuestra conversación en otro sitio — dijo Don Reba enojadamente. Su rostro se transformó. Desapareció de él la sonrisita agradable, sus labios se apretaron formando una dura línea recta, y la piel de su frente empezó a latir de una manera extraña y siniestra. Sí, pensó Rumata, es capaz de asustar a cualquiera.
— ¿Es verdad que padecéis hemorroides? — preguntó Rumata, como preocupándose por su salud.
Un relámpago pasó por los ojos de Don Reba, pero la expresión de su rostro no varió. Hizo como si no hubiera oído a Rumata.
— Habéis empleado mal a Budaj — dijo éste último -. Budaj es un magnífico especialista… ¿O debería decir eral — añadió significativamente.
Por los descoloridos ojos de Don Reba volvió a cruzar un relámpago. Oh, pensó Rumata; Budaj está vivo.
— Entonces, ¿os negáis a confesar? — dijo Don Reba.
— ¿A confesar qué?