Mas apenas Vladímir había dejado atrás las últimas casas y salido al campo, se levantó el viento y empezó tal nevasca, que le era imposible ver nada. En un instante, el camino se cubrió de nieve. Cuanto había alrededor desapareció en una neblina turbia y amarillenta, a través de la cual volaban blancos copos de nieve; el cielo se confundió con la tierra; Vladímir se vio en medio del campo y trató inútilmente de volver al camino; el caballo avanzaba a ciegas y a cada instante tropezaba en un montón de nieve o caía en un hoyo; el trineo volcaba a cada paso. De lo único que Vladímir se preocupaba era de no desorientarse. Le pareció, sin embargo, que había transcurrido más de media hora y el soto de Zhádrino seguía sin aparecer. Pasaron otros diez minutos sin que apareciera. Vladímir iba por un campo atravesado por profundas barrancas. La nevasca no cedía, el cielo no se aclaraba. El caballo empezaba a dar muestras de cansancio y Vladímir estaba bañado en sudor, aunque a cada instante se encontraba hundido en la nieve hasta la cintura.

Se convenció, por fin, de que no seguía la dirección debida. Se detuvo a pensar, a recordar, a hacer conjeturas, y se convenció de que debía torcer hacia la derecha. Así lo hizo. Su caballo andaba apenas. Ya llevaba más de una hora de camino. Zhádrino no debía de estar lejos. Pero él avanzaba, y el campo no tenía fin. Todo eran montones de nieve y barrancas. El trineo volcaba a cada instante, y a cada instante tenía que levantarlo. El tiempo transcurría; Vladímir estaba ya muy inquieto.

Por fin, algo negro se vislumbró a un lado. Vladímir se dirigió hacia allí. Al acercarse reconoció el soto. «Gracias a Dios —pensó—, ya estoy cerca.» Siguió, bordeando los árboles, con la esperanza de encontrar en seguida el camino o de contornear el bosquecillo: Zhádrino estaba junto a él. No tardó en descubrir el camino y penetró en la oscuridad de los árboles, desnudados por el invierno. El viento no podía soplar allí con tanta violencia; el camino era llano; el caballo se animó y Vladímir recobró la tranquilidad.

Sin embargo, avanzaba y avanzaba y Zhádrino no aparecía; el soto era interminable. Vladímir comprobó espantado que se había metido en un bosque desconocido. Se sintió dominado por la desesperación. Fustigó al caballo; el pobre animal se puso al trote, pero de ahí a poco empezó a ceder y al cuarto de hora siguió de nuevo al paso, a pesar de todos los esfuerzos del desdichado Vladímir.

Poco a poco, los árboles empezaron a clarear y Vladímir salió del bosque; Zhádrino seguía sin aparecer. Probablemente sería medianoche. Las lágrimas brotaron a raudales de sus ojos; siguió a la buena de Dios. El tiempo se había calmado, las nubes se dispersaban y ante él se extendía la llanura cubierta de un manto blanco y ondulado. La noche era bastante clara, divisó en las cercanías una aldehuela de cuatro o cinco casas. Vladímir se acercó a ella. Saltó del trineo ante la primera isba, corrió a la ventana y empezó a llamar. Al cabo de unos minutos se entreabrieron las maderas y un viejo asomó su barba blanca.

—¿Qué quieres?

—¿Está lejos Zhádrino?

—¿Que si está lejos Zhádrino?

—Sí, sí. ¿Está lejos?

—No mucho. Cosa de diez verstas.

Al oír esta respuesta, Vladímir se agarró la cabeza y quedó inmóvil, como un condenado a muerte.

—¿Y tú de dónde vienes? —preguntó el viejo.

Víadímir no se sentía con fuerzas para contestar.

—Abuelo —dijo—, ¿podrías procurarme caballos para ir a Zhádrino?

—¡Qué caballos podemos tener nosotros! —replicó el mujik.

—¿Podría al menos encontrar un guía? Pagaré lo que me pida.

—Espera — dijo el viejo, cerrando la ventana—. Te voy a mandar a mi hijo. El te acompañará.

Vladímir quedó esperando. No había pasado un minuto cuando empezó a llamar de nuevo. Se abrió la ventana y reapareció la barba.

—¿Qué quieres?

—¿Y tu hijo?

—Ahora mismo sale, se está calzando. ¿O es que tienes frío? Pasa, entrarás en calor.

—Gracias, manda a tu hijo cuanto antes.

El portón rechinó; salió un mozo con su garrote y echó a andar por delante, ya señalando, ya buscando el camino, que estaba cubierto por montones de nieve.

—¿Qué hora es? —le preguntó Vladímir.

—Pronto amanecerá —contestó el joven mujik.

Vladímir ya no volvió a abrir la boca.

Cantaban los gallos y había amanecido cuando llegaron a Zhádrino. La iglesia estaba cerrada. Vladímir retribuyó al guía y se dirigió a la casa del sacerdote. En el patio no estaba su troika. ¿Qué noticia le aguardaba?

Pero volvamos a los buenos terratenientes de Nenarádovo y veamos lo que allí ocurre.

Nada, sencillamente.

Los viejos se despertaron y salieron a la sala, Gavrila Gavrílovich con gorro de dormir y un chaquetón de frisa, y Praskovia Petrovna con una bata enguatada. Trajeron el samovar y Gavrila Gavrílovich mandó a la criada a preguntar si María Gavrílovna se sentía mejor y cómo había descansado. La criada volvió diciendo que la señorita había dormido mal, pero que se sentía mejor y se disponía a acudir a la sala. En efecto, se abrió la puerta y María Gavrílovna se acercó a dar los buenos días a sus padres.

—¿Cómo va esa cabeza, Masha? —le preguntó Gavrila Gavrílovich.

—Mejor, papá —contestó ella.

—Seguramente saldría tufo de la estufa —añadió Praskovia Petrovna.

—Es posible, mamá.

El día transcurrió felizmente, pero con la llegada de la noche Masha cayó enferma. Mandaron a la ciudad en busca de un médico. Acudió éste y la encontró delirando. Se le había declarado una fuerte calentura y la pobre enferma estuvo dos semanas al borde de la muerte.

En la casa nadie sabía nada de la tentativa de fuga. Las cartas escritas la víspera habían sido quemadas; la doncella no dijo ni una palabra a nadie, temerosa de la ira de los señores. Por su cuenta y razón, el sacerdote, el alférez retirado, el bigotudo agrimensor y el pequeño ulano fueron discretos. Al cochero Terioshka nunca se le había escapado una palabra de más, ni siquiera estando bebido. Así, el secreto fue guardado por más de media docena de cómplices. Pero la propia María Gavrílovna, en su incesante delirio, lo reveló. Sus palabras, empero, eran tan incongruentes, que la madre, que no se apartaba de su cabecera, lo único que pudo deducir de ellas fue que su hija estaba perdidamente enamorada de Vladímir Nikoláievich y que, sin duda, el amor era la causa de la enfermedad. Se aconsejó con su marido y con varios vecinos y se llegó a la unánime decisión de que, al parecer, tal era el sino de María Gavrílovna, que los designios del destino son ineludibles, que la pobreza no es pecado, que no se vive con bienes, sino con personas, y así por el estilo. (Los proverbios morales son en nuestro país asombrosamente útiles cuando somos incapaces de encontrar por nuestra propia cuenta justificación a nuestros actos.)