Estas meditaciones fueron interrumpidas por tres golpes masónicos en la puerta.

—¿Quién es? —preguntó el fabricante de ataúdes.

La puerta se abrió y un hombre en quien a primera vista podía reconocerse a un menestral alemán, entró en la habitación y se acercó a Adrian con alegre aspecto.

—Perdóneme, querido vecino —dijo en ese ruso que hasta hoy no podemos oír sin reírnos—. Perdóneme si le molesto... Deseaba conocerle cuanto antes. Soy zapatero, me llamo Gotlib Schultz y vivo ahí enfrente, en esa casita que puede ver desde su ventana. Mañana celebro mis bodas de plata y he venido a rogarle que asista con sus hijas a nuestra sencilla comida.

La invitación fue aceptada. El fabricante de ataúdes convidó al zapatero a tomar una taza de té con él y, gracias al abierto carácter de Gotlib Schultz, no tardaron en entablar amistosa conversación.

—¿Cómo le va el negocio a su merced? —preguntó Adrian.

—Así, así —contestó Schultz—. Unas veces bien y otras mal. Auaque no puedo quejarme. Cierto es que mi mercancía no es como la suya: el vivo puede prescindir de las botas, mientras que el muerto no vive sin ataúd.

—Es la pura verdad —asintió Adrian—. Sin embargo, si el vivo no tiene con qué adquirir unas botas, anda descalzo. Mientras que el difunto pobre, aunque sea gratis encuentra su ataúd.

Así transcurrió la charla durante algún tiempo; por fin, el zapatero se puso en pie y, al despedirse, reiteró su invitación.

Al día siguiente, a las doce en punto, el fabricante de ataúdes y sus hijas traspusieron el portillo de su nueva casa para dirigirse a la del vecino. No describiré ni el caftán de Adrian Prójorov ni las galas europeas de Akulina y Daria, abandonando en este caso la costumbre de los novelistas de nuestro tiempo. Creo, sin embargo, que no será superfluo señalar que ambas jóvenes lucían sombreros amarillos y zapatos rojos, cosa que sólo se permitía en las grandes solemnidades.

La reducida vivienda del zapatero estaba rebosante de invitados, en su mayor parte maestros artesanos alemanes con sus esposas y sus oficiales. El único funcionario ruso era un guardia de orden público, el finlandés Jurko, quien, a pesar de su humilde categoría, había sabido ganarse la particular benevolencia del anfitrión. Jurko llevaba alrededor de veinticinco años sirviendo con toda honradez y celo, igual que el cartero de Pogorelski. El incendio del año 12, al destruir la primera capital del reino, se tragó también su garita amarilla. Pero tan pronto como el enemigo fue expulsado, en su lugar apareció otra nueva, de color gris con blancas columnillas de estilo dórico, y Jurko pudo de nuevo ir y venir ante ella «con el hacha y la coraza de burdo paño». Le conocían casi todos los alemanes que habitaban en las cercanías de la puerta de Nikitski: algunos de ellos incluso pasaban en la garita de Jurko la noche del domingo.

Adrian se apresuró a entablar conocimiento con él, pues era un hombre del que, tarde o temprano, podía necesitar, y cuando los invitados se acercaron a la mesa, tomaron asiento juntos. El señor y la señora Schultz, así como su hija Lotchen, muchacha de diecisiete años, comían con los invitados y, a la vez, ayudaban a la cocinera a servir los distintos platos. La cerveza corría a raudales. Jurko tragaba por cuatro; Adrian no se quedaba a la zaga; sus hijas hacían melindres; la conversación en alemán era cada vez más ruidosa.

De pronto, el anfitrión reclamó silencio y después de descorchar una botella lacrada, brindó en ruso a voz en cuello:

—¡A la salud de mi buena Luisa!

Burbujeó el vino achampañado. El anfitrión besó con ternura las frescas mejillas de su esposa, una mujer de cuarenta años, y los invitados bebieron bulliciosamente a la salud de la buena Luisa.

—¡A la salud de mis queridos invitados! —volvió a brindar el anfitrión, descorchando una segunda botella, y los invitados le dieron las gracias y apuraron nuevamente sus copas.

Se sucedieron los brindis: se bebió por Moscú y por toda una docena de ciudades alemanas, se bebió por todos los gremios en general y cada uno de ellos en particular, se bebió a la salud de los maestros y de los oficiales. Adrian bebía con entusiasmo y se puso tan alegre que él mismo llegó a pronunciar un cómico brindis. De pronto, uno de los invitados, un panadero muy grueso, levantó la copa y exclamó:

—¡A la salud de aquellos para quienes trabajamos, unserer Kundleute!

El brindis, como todos los anteriores, fue acogido con unánime alegría. Los invitados empezaron a hacerse reverencias mutuas, el sastre al zapatero, el zaparero al sastre, el panadero a ambos, todos al panadero, y así sucesivamente. En plenas reverencias, Jurko gritó, volviéndose a su vecino:

—¿Y tú? ¡Bebe a la salud de tus difuntos!

Todos soltaron la risa, pero el fabricante de ataúdes, considerándose ofendido, arrugó el ceño. Nadie lo advirtió, los invitados siguieron bebiendo y ya tocaban a vísperas cuando se levantaron de la mesa.

Se separaron tarde y, en su mayoría, achispados. El gordo panadero y un encuadernador, cuya cara parecía de cordobán rojo, llevaron a Jurko del brazo hasta su garita, fieles en este caso al dicho de que amor con amor se paga. El fabricante de ataúdes llegó a su casa ebrio e irritado.

—¿Qué significa esto? —discurría en voz alta—. ¿Por qué mi oficio es peor que el de los demás? ¿Acaso el que hace ataúdes es hermano del verdugo? ¿De qué se ríen esos infieles? ¿Es el fabricante de ataúdes un payaso de feria? Tenía la intención de invitarles para celebrar la apertura de mi nuevo establecimiento, darles una comilona. ¡Pero no será así! Invitaré a aquellos para quienes trabajo, a los muertos ortodoxos.

—¿Se da cuenta de lo que dice? —le preguntó la criada, que les estaba descalzando—. ¡No diga disparates! ¡Santígüese! ¡Vaya una ocurrencia, invitar a los muertos!

—Pues como lo oyes, así lo haré —insistió Adrian—. Mañana mismo. Bienhechores míos, tened la bondad de venir mañana por la noche a mi casa. Os ofreceré un festín, os agasajaré lo mejor que pueda...

Y dichas estas palabras, el fabricante de ataúdes se tumbó en la cama y no tardó en empezar a roncar.

No había amanecido cuando despertaron a Adrián. La Trújina había fallecido aquella misma noche y uno de sus dependientes había acudido a caballo para avisarle. El fabricante de ataúdes le dio diez kópeks de propina, se vistió a toda prisa, tomó un coche de punto y se dirigió a la calle Razguliai. Ante la puerta de la casa de la difunta estaba ya la policía y los vendedores iban y venían lo mismo que cuervos al olor de la carroña. La difunta yacía sobre una mesa, amarilla como la cera, pero aún no desfigurada por la descomposición. A su alrededor se agolpaban parientes, vecinos y servidores. Todas las ventanas estaban abiertas; ardían las velas; los sacerdotes leían las preces.

Adrian se acercó al sobrino de la Triújina, un joven comerciante que vestía levita de moda, y le anunció que el ataúd, las velas, los paños y demás accesorios fúnebres le serían traídos inmediatamente y en perfecto estado. El heredero le dio las gracias distraído, añadiendo que no tenía el propósito de regatear y se fiaba en todo de su honradez. El fabricante de ataúdes, fiel a su custumbre, puso a Dios por testigo de que no cobraría de más, y después de cambiar una mirada de inteligencia con el administrador, se fue a disponer lo necesario. El día entero lo pasó yendo y viniendo entre Razguliai y la Puerta de Nikitski. Al anochecer estaba todo arreglado y regresó a casa a pie, despidiendo a su cochero. Era una noche de luna. El fabricante de ataúdes llegó felizmente a la Puerta de Nikitski. Junto al templo de la Asociación le dio el alto nuestro amigo Jurko, quien, al reconocerlo, le deseó buenas noches. Era ya tarde. El fabricante de ataúdes se acercaba a su casa cuando, de pronto, le pareció que alguien llegaba a ella, abría el portillo y se metía dentro.