—Eso es cosa que no debe preocuparte. ¿Pero qué es eso? ¿De este modo obedeces la voluntad de tu padre? ¡Me parece muy bien!

—Como usted quiera, pero no deseo casarme y no me casaré.

—Te casarás o te maldeciré, y como hay Dios te aseguro que venderé la finca, lo disiparé todo y no te dejaré ni un kopek. Te doy tres días para pensarlo, mientras tanto no te presentes ante mi vista.

Alexei sabía que si a su padre se le metía algo entre ceja y ceja, entonces, según la expresión de Taras Skotinin, era imposible arrancárselo ni a fuerza de golpes; pero Alexei había salido al padre y no era menos difícil hacerle cambiar de intención. Se retiró a su habitación, entregándose a meditaciones sobre los límites de la autoridad paterna, sobre Lisaveta Grigórievna, sobre la solemne promesa de su padre de convertirlo en un mendigo y, en fin, sobre Akulina. Por primera vez veía claro que la amaba apasionadamente; le asaltó la romántica idea de casarse con una campesina y de vivir de su trabajo; cuanto más pensaba en este paso decisivo, tanto más razonable lo encontraba. Desde hacía algún tiempo las citas en el bosque habían sido interrumpidas por las lluvias. Escribió a Akulina una carta con la letra más clara posible y el estilo más exaltado, anunciándole la desgracia que se les venía encima y ofreciéndole su mano. Acto seguido llevó la carta al buzón, al hueco del árbol, y se acostó satisfechísimo de sí mismo.

Al día siguiente, Alexei, firme en su propósito, marchó muy temprano a caballo a casa de Múromski con el propósito de sincerarse con él. Tenía la esperanza de despertar su magnanimidad y de inclinarlo a su favor.

—¿Está en casa Grigori Ivánovich? —preguntó, deteniendo su montura ante el portal del castillo de Prilúchino.

—No señor, — contestó el criado—. Grigori Ivánovich ha salido de casa por la mañana.

—¡Qué fastidio! —pensó Alexei—. ¿Está en casa, al menos, Lisaveta Grigórievna?

—Sí, señor.

Alexei saltó del caballo, entregó las bridas al criado y pasó sin anunciarse.

«Todo quedará resuelto — pensaba al acercarse a la sala—. Hablaré con ella misma.»

Entró... ¡Y quedó estupefacto! Lisa... no, Akulina, su dulce, su morena Akulina, pero no con sarafán, sino con un vestido blanco, estaba sentada junto a la ventana y leía su carta; tan absorta se encontraba, que no le oyó entrar. Alexei no pudo reprimir una exclamación de júbilo. Lisa se estremeció, levantó la cabeza, lanzó un grito y quiso huir. El corrió a detenerla.

—Akulina, Akulina...

Lisa pugnaba por desasirse...

Mais laissez-moi donc, Monsieur; mais êtes-vous fou? —repetía, apartando la cabeza.

—¡Akulina! ¡Mi dulce Akulina! —insistía él, besando sus manos.

Miss Jakson, testigo de la escena, no sabía qué pensar. En aquel momento se abrió la puerta y entró Grigori Ivánovich.

—¡Hola! — dijo—. Parece que ya lo tenéis todo arreglado...

Los lectores me dispensarán la superflua obligación de describir el desenlace.