«¿Qué es eso? —pensó Adrian—. ¿Otro que también necesita mis servicios? ¿Será un ladrón? ¿Vendrá algún amante a visitar a las estúpidas de mis hijas? ¡Era lo único que faltaba!»

Pensó en recurrir a la ayuda de su amigo Jurko. En aquel momento se acercó alguien más al portillo con intención de entrar en la casa, pero al ver al dueño que se acercaba corriendo, se detuvo y llevó la mano al tricornio que le cubría. A Adrian le pareció conocer su cara, pero con las prisas no tuvo tiempo de fijarse bien.

—¿Viene a mi casa? —preguntó jadeante—. Pase, por favor.

—No guardes ceremonias —replicó el desconocido con voz sorda—. Pasa tú primero e indica el camino a tus invitados.

En efecto, Adrian no tuvo tiempo de andarse con ceremonias. El portillo estaba abierto y subió los peldaños, seguido del visitante. Le pareció que alguien andaba por sus habitaciones. «¿Qué demonios es esto?», pensó. Se apresuró a entrar y... las rodillas se le doblaron. La habitación estaba llena de muertos. La luna, que penetraba por la ventana, iluminaba sus caras amarillas y amoratadas, las bocas hundidas, los ojos turbios y a medio cerrar, las afiladas narices... Adrian, horrorizado, reconoció en ellos a personas enterradas gracias a su celo; en el invitado que había entrado con él, identificó al brigadier inhumado el día de la lluvia torrencial. Todos ellos, señoras y señores, rodearon al fabricante de ataúdes entre reverencias y saludos; sólo un pobre de beneficiencia, enterrado a cargo del erario público, se mantenía humildemente en un rincón, avergonzado de sus harapos. Todos los demás iban decentemente vestidos: las difuntas, con cofias y lazos; los funcionarios, de uniforme, pero sin afeitar; los comerciantes, con sus caftanes de día de fiesta.

—Como puedes ver, Prójorov —le dijo el brigadier en nombre de la honorable concurrencia—, todos nos hemos levantado de la tumba para acudir a tu invitación; únicamente han quedado en casa aquellos a quienes les era imposible venir, los que se han desintegrado por completo, los que no tienen ya nada más que huesos. Aunque aquí tienes a uno de ésos, al que nada ha retenido: eran tantos los deseos que sentía de visitarte...

En aquel momento, un pequeño esqueleto se abrió paso entre la multitud y se acercó a Adrian. Su calavera sonreía afablemente al fabricante de ataúdes. Girones de paño verde claro y rojo y de lienzo podrido pendían de él como de una pértiga, mientras que los huesos de sus pies se removían en unas enormes botas altas, como el majador en el almirez.

—No me has reconocido, Prójorov —dijo el esqueleto—. ¿Te acuerdas del sargento de la Guardia retirado Piotr Petróvich Kurilkin a quien en 1799 vendiste tu primer ataúd, que por cierto era de pino y lo hiciste pasar como si fuera de roble?

Así diciendo, el difunto le apretó entre los huesos de sus brazos, pero Adrian, haciendo un supremo esfuerzo, lanzó un grito y lo rechazó. Piotr Petrovich se tambaleó, cayó al suelo y se deshizo por completo. Un rumor de indignación se levantó entre los difuntos; todos salieron en defensa del honor de su compañero, cubriendo a Adrian de denuestos y amenazas; el fabricaute, casi aplastado, perdió la presencia de ánimo, cayó sobre los huesos del sargento de la Guardia retirado y se desmayó.

Hacía ya tiempo que el sol iluminaba el lecho en que descansaba el fabricante de ataúdes. Abrió por fin los ojos y vio ante sí a la criada, que estaba encendiendo el samovar. Adrian recordó espantado los acontecimientos de la víspera. La Triújina, el brigadier y el sargento Kurilkin se mezclaban confusamente en su imaginación.

Esperaba en silencio a que fuese la criada quien iniciara la conversación y le hablase de las consecuencias de las aventuras nocturnas.

—Ha dormido usted como un leño, Adrian Prójorovich —le dijo Axinia, dándole la bata—. Ha venido a verle el sastre vecino. El guardia del distrito ha pasado para anunciarle que hoy es el santo del comisario. Como dormía, no hemos querido despertarle.

—¿No ha venido nadie de la casa de la difunta Triújina?

—¿Difunta? ¿Es que se ha muerto?

—¡Qué estúpida eres! ¿No me ayudaste ayer a arreglar las cosas para su entierro?

—¿Se ha vuelto usted loco? ¿O es que no se le ha pasado aún el efecto de la bebida? ¿Qué entierro hubo ayer? Se ha pasado usted el día entero de fiesta en casa del alemán, volvió borracho, se dejó caer en la cama y ha estado durmiendo hasta ahora, que ya han tocado a misa.

—¿De veras? —exclamó regocijado el fabricante de ataúdes.

—Naturalmente —contestó la criada.

—Pues en este caso, sirve el té cuanto antes y llama a mis hijas.

EL JEFE DE POSTA

¿Quién no ha maldecido a los jefes de posta, quién no los ha colmado de improperios? ¿Quién en un arranque de cólera no les ha exigido el libro fatal para dejar en él constancia de su inútil reclamación contra las vejaciones, la zafiedad y el desorden? ¿Quién no los considera monstruos del género humano semejantes a los difuntos podiachio, por lo menos, a los salteadores de Múrom? Seamos, sin embargo, ecuánimes, tratemos de ponernos en su lugar y entonces tal vez nuestro juicio sea mucho más indulgente. ¿Qué es un jefe de posta? Un verdadero mártir de la clase decimocuarta y última en el escalafón administrativo, a quien su título no le sirve más que para ponerle a cubierto de los golpes, y aun así no en todas las ocasiones (apelo a la conciencia de mis lectores). ¿Cuál es el cargo de ese dictador como en son de broma le llama el príncipe Viázemski? ¿No es un auténtico galeote? No conoce el descanso ni de día ni de noche. Todo el mal humor acumulado durante el tedioso trayecto, lo descarga el viajero sobre el jefe de posta. El tiempo es insoportable, el camino infernal, el cochero tozudo, los caballos apenas si se arrastran: la culpa es del jefe de posta. Al entrar en su mísera morada, el viajero lo mira como a un enemigo ; menos mal si consigue librarse pronto del molesto huésped; pero, ¿y si no hay caballos?... ¡Dios mío, qué de insultos, qué de amenazas caen sobre su cabeza! En plena lluvia y entre el barro se ve obligado a correr por las caballerizas ; cuando se ha desatado la nevasca, con un frío que se cala hasta los huesos, se retira al zaguán para descansar siquiera sea un instante de los gritos y empujones del viajero irritado. Llega un general; el jefe de posta, tembloroso, le entrega las dos últimas troikas, una de ellas la del correo. El general se va sin darle siquiera las gracias. A los cinco minutos, ¡la campanilla!... Un correo con despachos oficiales arroja sobre la mesa su hoja de ruta... Pongámonos en su lugar y un sentimiento de sincera simpatía invadirá nuestro corazón en lugar de la cólera.

Unas palabras más: en el transcurso de veinte años he recorrido Rusia en todas direcciones; conozco casi todos los caminos de posta; he utilizado los servicios de varias generaciones de cocheros; raro es el jefe de posta al que no conozca de vista, son muy pocos los que no he tratado; confío en publicar en un futuro próximo, el curioso material reunido en mis apuntes de viaje; de momento me limitaré a decir, que el común de las gentes sustenta la idea más falsa acerca del gremio de los jefes de posta. Estos hombres tan calumniados son seres pacíficos, serviciales por naturaleza, sociables, modestos en su apetencia de honores y no excesivamente codiciosos. Sus conversaciones (que en vano desdeñan los señores) son muy amenas e instructivas. En lo que a mí se refiere, confieso que prefiero hablar con ellos que con cualquier funcionario de sexta clase que viaja en comisión de servicio.