Luego, poniéndole algo en la mano, abrió la puerta y el jefe de posta, sin saber cómo, se encontró en la calle.

Durante largo rato permaneció inmóvil, hasta qué, al fin, abrió la mano y vio en ella unos papeles; se trataba de unos cuantos billetes arrugados de cincuenta rublos. Las lágrimas, esta vez lágrimas de indignación, afluyeron de nuevo a sus ojos. Hizo una pelota con los billetes, los tiró al suelo, los pisoteó y echó a andar... Se alejó unos pasos, se detuvo pensativo... y dio la vuelta... Pero los billetes ya no estaban. Un joven elegantemente vestido, al verle, corrió hacia un coche de punto, subió a él apresuradamente y gritó:

—¡Arrea!

El jefe de posta no hizo nada por seguirle. Había decidido regresar a su casa, pero antes quería ver, siquiera una vez, a su pobre Dunia. Con este objeto volvió dos días después a la casa de Minski. Sin embargo, el asistente le dijo de malos modos que el señor no recibía a nadie y, empujándole fuera de la antesala, le cerró la puerta en sus mismas narices. El viejo permaneció indeciso unos instantes y optó por irse.

Aquel mismo día, por la tarde, caminaba por la avenida Litéinaia después de haber hecho sus oraciones en la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, cuando, de pronto, pasó ante él un elegante coche en el que vio a Minski. El coche se detuvo ante la puerta de una casa de tres pisos, y el húsar sé metió en ella. Una idea feliz cruzó por la mente del jefe de posta. Volvió sobre sus pasos y cuando estuvo junto al cochero le preguntó:

—Dime, amigo mío, ¿de quién es este coche? ¿No es de Minski?

—Sí que lo es —contestó el cochero—. ¿Por qué lo preguntas?

—Verás, tu dueño me mandó que llevara una esquela a su Dunia y se me ha olvidado dónde vive.

—Aquí mismo, en el segundo piso. Has llegado tarde con tu esquela, amigo. El capitán está ya con ella.

—No importa —dijo el jefe de la posta, cuyo corazón empezó a latir violentamente—. Gracias por el favor, pero, de todas maneras, cumpliré el encargo.

Y dichas estas palabras, se dirigió a la escalera.

La puerta estaba cerrada; llamó y esperó angustiado unos segundos. Rechinó la llave en la cerradura y le abrieron.

—¿Vive aquí Avdotia Simeonóvna? —preguntó.

—Sí —contestó una joven doncella—. ¿Qué deseas?

El entró en el recibimiento sin contestar a la pregunta.

—¿Qué hace usted? ¿Adonde va? —gritó la doncella a sus espaldas—. Avdotia Simeonóvna tiene visita.

Pero el jefe de la posta siguió adelante, sin escucharla. Las dos primeras habitaciones estaban a oscuras; en la tercera había luz. El viejo se acercó a la puerta entreabierta y se detuvo. En la estancia, excelentemente amueblada, se encontraba Minski, sentado en un sillón, en actitud pensativa. Dunia, vestida con todo el lujo de la última moda, descansaba en uno de los brazos del mueble, como una amazona en su silla inglesa, y contemplaba tiernamente a Minski, cuyos negros rizos enrollaba en sus dedos deslumbrantes de joyas. ¡Pobre jefe de posta! ¡Jamás le había parecido su hija tan bella! Sin él mismo darse cuenta, se quedó admirándola.

—¿Quién está ahí? —preguntó ella sin levantar la cabeza.

El viejo callaba. Al no tener respuesta, Dunia levantó la vista... y lanzando un grito, se desplomó sobre la alfombra. Minski, asustado, acudió a levantarla. Al ver en la puerta al anciano jefe de posta, dejó a Dunia y se acercó a él, temblando de cólera.

—¿Qué es lo que quieres? —le dijo, apretando los dientes—. ¿Por qué me sigues furtivamente a todas partes como un bandido? ¿O es que quieres degollarme? ¡Largo de aquí! — y agarrando con fuerza al viejo por las solapas, lo sacó a empellones a la escalera.

El viejo volvió a su alojamiento. Su amigo le aconsejó que denunciara el caso a las autoridades, pero el jefe de posta, después de pensarlo, decidió abandonarlo todo a su suerte. Dos días más tarde salía de Petersburgo y regresaba a su estación de posta, donde reanudó sus actividades.

—Ya va para tres años —concluyó— que vivo sin Dunia y sin saber nada de ella. ¿Vive? ¿Ha muerto? Sólo Dios lo sabe. Todo puede ocurrir. No fue la primera ni será la última en dejarse seducir por un galán de paso, que hoy la hace su amante y mañana la abandona. En Petersburgo abundan esas jovenzuelas tontas, que hoy van vestidas de raso y terciopelo y que mañana pasearán por las calles con los descamisados de las tabernas. Cuando pienso que Dunia puede correr la misma suerte, incurro sin darme cuenta en un pecado y desearía verla muerta...

Tal fue el relato de mi amigo, el viejo jefe de la posta, relato interrumpido sin cesar por las lágrimas que él se secaba pintorescamente con el faldón del capote, como el solícito Teréntich en la encantadora balada de Dmítriev. Estas lágrimas eran motivadas en parte por el ponche, del que en el transcurso de su narración se había metido cinco vasos entre pecho y espalda; mas, sea como fuere, me conmovieron profundamente. Después de separarnos pasé mucho tiempo sin poder olvidar al viejo jefe de la posta, pensando en la pobre Dunia.

Hace poco, al pasar por el lugarejo de X, me acordé de mi amigo; supe que la posta que él gobernaba había sido suprimida. A mi pregunta de si él vivía, nadie supo darme respuesta satisfactoria. Decidí visitar aquellos parajes que ya conocía, alquilé un coche y me dirigí a la aldea de N.

Esto sucedió en otoño. Unas nubes grisáceas cubrían el cielo; un viento frío venía de los rastrojos, llevándose las hojas encarnadas y amarillas de los árboles que encontraba a su paso. Llegué a la aldea cuando el sol se estaba poniendo y me detuve ante la casita de la posta. En el zaguán (donde un día me había besado la pobre Dunia) me recibió una mujer gorda y a mis preguntas respondió que mi viejo amigo había muerto hacía un año y que la casa había sido ocupado por un fabricante de cerveza. Ella era la mujer del cervecero. Lamenté mi inútil viaje y los siete rublos gastados en vano.

—¿De qué murió? —pregunté a la mujer del cervecero.

—De tanto beber —contestó ella.

—¿Dónde está enterrado?

—En las afueras del pueblo, junto a la tumba de su mujer.

—¿Podría acompañarme alguien a su tumba?

—¿Por qué no? ¡Eh, Vanka! Deja de jugar con el gato. Acompaña al señor al cementerio y dile dónde está la tumba del jefe de la posta.

Un chicuelo harapiento, pelirrojo y tuerto, corrió hacia mí y me condujo a las afueras del pueblo.

—¿Conocías al difunto? —le pregunté por el camino.

—¡Claro que lo conocía! Me enseñó a hacer flautas de caña. A veces (que Dios le tenga en su gloria) le seguíamos cuando salía de la taberna, gritando: «¡Abuelo, abuelo, danos nueces!», y él nos las daba. Todo el tiempo se lo pasaba con nosotros.

—Y los viajeros, ¿lo recuerdan?