Si me dejase llevar por mis deseos, describiría con todo lujo de detalles las citas de los jóvenes, la creciente inclinación y confianza entre ellos, sus ocupaciones, sus charlas; pero sé que la mayoría de mis lectores no disfrutarían con ello. Tales pormenores resultan, en general, empalagosos; los paso pues por alto, limitándome a decir que no habían transcurrido dos meses cuando mi Alexei estaba ya locamente enamorado y Lisa no se mostraba indiferente, aunque no era tan expansiva. Saboreaban el presente y pensaban poco en el porvenir.

La idea de unos lazos indisolubles cruzaba a menudo por sus mentes, pero nunca hablaban de ello. La causa era clara: Alexei, por encariñado que estuviese con su dulce Akulina, no olvidaba la distancia que existía entre él y la humilde aldeana; por su parte, Lisa veía el odio que separaba a los padres, y no se atrevía a confiar en una conciliación. Además, su amor propio se veía espoleado en secreto por la vaga y romántica esperanza de contemplar al propietario de Tuguílovo a los pies de la hija del herrero de Prilúchino. Así las cosas, un señalado acontecimiento estuvo a punto de estropearlo todo.

Una mañana clara y fría (una de esas mañanas en que tanto abunda nuestro otoño ruso) Iván Petróvich Bérestov salió a dar un paseo a caballo, llevando consigo, por si acaso, tres pares de galgos, al palafrenero y a varios chiquillos de la servidumbre con matracas. A la misma hora, Grigori Ivánovich Múromski, cautivado por la hermosa mañana, mandó ensillar su yegua rabona y salió al trote para hacer un recorrido por sus anglómanas propiedades. Al acercarse al bosque vio a su vecino, montado orgullosamente en su caballo, con una casaca forrada de piel de zorro, esperando una liebre que los gritos y las matracas de los chicos levantaban entre los matorrales.

Si Grigori Ivánovich hubiera podido prever el encuentro, indudablemente habría dado la vuelta, pero se tropezó con Pérestov por sorpresa, cuando ya estaba a un tiro de pistola de él. No había más remedio: Múromski, como europeo culto que se consideraba, se acercó a su adversario y lo saludó cortesmente. Bérestov le contestó con el mismo celo con que un oso encadenado saluda a los señoresobedeciendo al domador. En aquel momento la liebre salió del bosque y emprendió veloz carrera por el campo. Bérestov y el palafrenero, entre grandes gritos, soltaron los perros y se lanzaron a galope tendido. La yegua de Múromski, que nunca había estado en una cacería, se asustó y se echó desbocada a campo traviesa. Múromski, que presumía de buen jinete, aflojó las bridas, satisfecho de aquel incidente que le libraba de tan desagradable interlocutor. Pero el animal, al llegar a una barranca que no había visto, se echó súbitamente a un lado y Múromski no pudo mantenerse en la silla. Se dio un fuerte golpe contra el suelo helado y quedó allí tendido, maldiciendo a su yegua rabona, la que, serenándose, se detuvo en cuanto se sintió sin jinete.

Iván Petróvich se acercó al galope y preguntó a Múromski si se había hecho daño. Mientras tanto, el palafranero trajo de la brida a la culpable. Ayudó a Múromski a montar y Bérestov, por su parte, le invitó a descansar en su casa. Múromski no podía negarse, pues se sentía agradecido, y de este modo Bérestov regresó a su mansión con una aureola de gloria, después de cazar la liebre y conduciendo a su adversario herido y casi como prisionero de guerra.

Los vecinos conversaron con bastante cordialidad mientras desayunaban. Múromski pidió a Bérestov un tílburi, ya que, según dijo, a consecuencia del golpe no estaba en condiciones de volver a caballo a su casa. Bérestov le acompañó hasta el portal y Múromski no quiso partir antes de tener su palabra de honor de que al día siguiente él y Alexei Ivánovich acudirían a Priíúchino a compartir su mesa. Así, la vieja enemistad, tan profundamente arraigada, parecía a punto de desaparecer gracias al miedo de una yegua rabona.

Lisa corrió al encuentro de Grigori Ivánovich.

—¿Qué significa eso, papá? —preguntó asombrada—. ¿Por qué cojea? ¿Dónde está su caballo? ¿De quién es ese tílburi?

—No puedes figurártelo, my dear— contestó Grigori Ivánovich, y explicó a su hija cuanto había sucedido.

Lisa no podía dar crédito a sus oídos. Grigori Ivánovich, sin darle tiempo a reaccionar, anunció que al día siguiente los dos Bérestov comerían en su casa.

—¿Qué dice usted? —exclamó ella, palideciendo—. ¡Los Bérestov, padre e hijo! ¡Que mañana comerán con nosotros! No, papa, yo no me dejaré ver por nada del mundo.

—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loca? —objetó el padre—. ¿Desde cuándo eres tan tímida? ¿O es que sientes por ellos un odio hereditario, como la heroína de una novela romántica? Basta, no digas estupideces...

—No, papá, por nada del mundo, ni por todos los tesoros de la tierra me presentaría ante los Bérestov.

Grigori Ivánovich se encogió de hombros y no quiso discutir más con ella, pues sabía que no lograría nada llevándole la contraria, y se retiró a reposar después de su memorable paseo.

Lisaveta Grigórievna se fue a su habitación y llamó a Nastia. Durante largo rato estuvieron hablando de la visita que les esperaba el día siguiente. ¿Qué pensaría Alexei si identificaba a su Akulina en la bien educada señorita? ¿Qué concepto tendría de su conducta, de sus principios y su cordura? Por otra parte, Lisa sentía grandes deseos de ver qué impresión le causaba tan inesperada entrevista... De pronto se le ocurrió una idea. En el acto se la comunicó a Nastia; ambas quedaron muy contentas del hallazgo y decidieron ponerla en práctica.

Al día siguiente, mientras desayunaban, Grigori Ivánovich preguntó a su hija si seguía pensando en ocultarse de los Bérestov.

—Papá —contestó Lisa—, los recibiré si usted lo desea, sólo que con una condición: me presente como me presente ante ellos y haga lo que haga, usted no me reprenderá ni hará ningún gesto de extrañeza o de disgusto.

—¡Otra travesura! —dijo, riendo, Grigori Ivánovich—. Está bien, está bien, de acuerdo. Haz lo que quieras, picaruela.

Le dio un beso en la frente, y Lisa corrió a prepararse.

A las dos en punto, un coche tirado por seis caballos entraba en el patio y rodaba en torno al círculo de verde césped. El viejo Bérestov subió al portal ayudado por dos criados de Múromski, vestidos de librea. Tras él llegó el hijo, que venía a caballo, y juntos pasaron al comedor, donde ya estaba puesta la mesa. El recibimiento de Múromski no pudo ser más afable, les invitó a recorrer antes de la comida el jardín y el local de las fieras, conduciéndolos por senderos recién barridos sobre los que habían echado una ligera capa de arena. Bérestov padre deploraba para sus adentros el trabajo y el tiempo perdidos en tan poco útiles caprichos, pero callaba por cortesía. El hijo no compartía ni el descontento del calculador propietario ni los entusiasmos del anglómano, tan pagado de sí mismo; esperaba impaciente la aparición de la hija del dueño de la casa, de la que tantos elogios había oído, y aunque su corazón, como ya sabemos, estaba comprometido, cualquier hermosa joven tenía derecho a ocupar su fantasía.

De vuelta a la sala, tomaron asiento los tres: los viejos evocaron otros tiempos y anécdotas de su época, mientras Alexei pensaba en el papel que le correspondía desempeñar ante Lisa. Decidió que, en todo caso, lo más correcto sería una fría displicencia, y se dispuso a comportarse en consonancia con ello. Se abrió la puerta y Alexei volvió la cabeza con tal indiferencia, con tan orgulloso desprecio, que el corazón de la coqueta más recalcitrante se habría estremecido. Lamentablemente, no era Lisa, sino la vieja miss Jackson, enjalbegada, tiesa como un huso y con la vista baja, haciendo pequeñas reverencias, y la magnífica astucia militar de Alexei se perdió en el vacío. Apenas si se había éste recuperado cuando la puerta se abrió de nuevo, ahora para dar paso a Lisa. Todos se pusieron en pie: el padre, que había empezado las presentaciones, se detuvo de pronto y se apresuró a morderse los labios... Lisa, su morena Lisa, se había blanqueado hasta las orejas, se había pintado las cejas más que la propia miss Jackson; los rizos postizos, mucho más claros que su cabello natural, aparecían tan ahuecados como una peluca de Luis XIV; las mangas à l'imbécileno estaban menos tiesas que el miriñaque de madame de Pompadour; el talle lo tenía tan ceñido que semejaba una letra X, y todos los brillantes de su madre que aún no habían sido empeñados, centelleaban en sus dedos, cuello y orejas. Alexei no pudo reconocer a su Akulina en aquella ridicula y resplandeciente señorita. Bérestov padre se acercó a besarle la mano y él le siguió contrariado; al rozar los blancos dedos le pareció que temblaban. Mientras tanto, pudo ver un piececito, expuesto intencionadamente y calzado con toda la coquetería posible. Esto le reconcilió un tanto con el resto del atavío. En lo que se refiere al blanquete y a la pintura de las cejas, en el candor de su corazón, debemos confesarlo, no los advirtió siquiera a primera vista, y luego tampoco sospechó lo más mínimo. Grigori Ivánovich, fiel a su promesa, procuraba no mostrar el menor signo de extrañeza, aunque la travesura de su hija le parecía tan divertida que le costaba mucho contenerse. La que no estaba para bromas era la rígida inglesa. Adivinaba que los afeites habían sido sustraídos de su cómoda, y un intenso arrebol de disgusto se transparentaba a través de la artificial palidez de su rostro. Lanzaba flamígeras miradas a la traviesa joven, que, dejando para otra ocasión las explicaciones, simulaba no advertirlas.