Se sentaron a la mesa. Alexei seguía interpretando el papel de joven distraído y meditabundo. Lisa hacía melindres, hablaba entre dientes, alargando las palabras, y sólo en francés. El padre la miraba a cada instante, sin comprender su propósito, aunque aquello le parecía muy divertido. La inglesa, furiosa, guardaba silencio. El único que se sentía a sus anchas era Iván Petróvich: comía por dos, bebía a discreción, se reía de su propia risa y a cada momento se mostraba más jovial.

Por fin, se levantaron de la mesa; los invitados se fueron y Grigori Ivánovich pudo dar rienda suelta a la risa y empezar las preguntas.

—¿Por qué se te ha ocurrido burlarte de ellos? ¿Y sabes lo que te digo? Que el blanquete te va muy bien. No quiero inmiscuirme en los secretos de tocador de las mujeres, pero yo, en tu lugar, me pintaría. No mucho, se comprende, unos pequeños toques.

Lisa estaba entusiasmada con el éxito de su ocurrencia. Abrazó a su padre, le prometió pensar en su consejo y corrió a calmar a la irritada miss Jackson, quien sólo después de hacerse rogar largo rato se dignó abrirle la puerta y escuchar sus explicaciones. A Lisa le había dado vergüenza presentarse ante unos desconocidos con un cutis tan moreno; no se había atrevido a pedirle... estaba segura de que la buena, la amable miss Jackson la perdonaría... Y así sucesivamente... Miss Jackson, convencida de que no había querido burlarse de ella, se calmó, dio un beso a Lisa y, en prenda de reconciliación, le regaló un tarrito de blanquete inglés, que Lisa recibió con muestras de sincera gratitud.

El lector adivinará que a la mañana siguiente Lisa no faltó al lugar del bosque donde se celebraban las entrevistas.

—¿Es verdad que ayer estuviste en casa de nuestros señores? — fue lo primero que preguntó a Alexei—. ¿Qué te pareció la señorita?

Alexei contestó que no se había fijado en ella.

—Es una pena.

—¿Por qué?

—Porque quería preguntarte si es verdad lo que dice la gente...

—¿Qué es lo que dicen?

—Que me parezco a la señorita. ¿Es cierto?

—¡Qué absurdo! Comparada contigo es un verdadero monstruo.

—No digas eso, señor. ¡Nuestra señorita es tan blanca y tan elegante! ¡Cómo me voy a comparar con ella!

Alexei juró y perjuró que ella era mucho más hermosa que todas las señoritas de blanco cutis y, para acabar de tranquilizarla, empezó a describir a su señora con rasgos tan ridículos, que Lisa rió de la mejor gana.

—Sin embargo —dijo suspirando—, aunque la señorita sea quizá ridicula, yo soy a su lado una estúpida analfabeta.

—¡Vaya una cosa! —exclamó Alexei—. ¡Buena razón para entristecerse! Si quieres, te podría enseñar a leer y a escribir.

—¡Pues es verdad! —dijo Lisa—. ¿Y si probásemos?

—Cuando quieras, querida. Podemos empezar ahora mismo.

Se sentaron. Alexei sacó del bolsillo un lápiz y una libreta de notas y Akulina aprendió el abecedario con pasmosa rapidez. Alexei se maravillaba de la facilidad con que ella lo comprendía todo. A la mañana siguiente Lisa quiso también probar a escribir; en un principio el lápiz no le obedecía, pero al cabo de unos minutos ya dibujaba las letras con bastante perfección.

—¡Esto es un milagro! —decía Alexei—. Nuestros estudios progresan con más rapidez que según el sistema de Lancaster.

En efecto, a la tercera lección Akulina deletreaba ya Natalia, la hija del boyardo, interrumpiendo la lectura con observaciones que dejaban estupefacto a Alexei. Luego cubrió toda una hoja de papel de garabatos con aforismos entresacados de esa misma novela.

Transcurrió una semana y empezaron a escribirse. El buzón se encontraba instalado en el hueco de un viejo roble. Nastia, en secreto, ejercía las funciones de cartero. Alexei llevaba allí sus cartas escritas con grandes letras y en el mismo sitio encontraba, en unas hojas de basto papel azul, los garabatos de su amada. Akulina, al parecer, se iba acostumbrando a estructurar mejor las oraciones y su inteligencia se desarrollaba a ojos vistas.

Mientras tanto, el conocimiento iniciado poco antes entre Iván Petróvich Bérestov y Grigori Ivánovich Múromski se estrechaba más y más y pronto se convirtió en amistad. Las circunstancias que les condujeron a ello fueron las siguientes: Múromski pensaba a menudo que a la muerte de Iván Petróvich su hacienda íntegra pasaría a Alexei Ivánovich; que en tal caso éste sería uno de los propietarios más acaudalados de la provincia y no había ninguna razón para que no se casara con Lisa. En cuanto al viejo Bérestov, aunque veía en su vecino ciertas extravagancias (la manía inglesa, según él se expresaba), no podía negar en él muchas excelentes cualidades, como, por ejemplo, una gran habilidad para salir de las situaciones difíciles. Grigori Ivánovich era pariente cercano del conde Pronski, un procer muy poderoso, quien podría ser muy útil a Alexei, y Múromski (así lo pensaba Iván Petróvich) se alegraría sin duda de poder casar tan ventajosamente a su hija. Los viejos lo venían pensando así para sus adentros; por último hablaron, se abrazaron, se prometieron arreglar las cosas debidamente y comenzaron a trabajar cada uno por su parte. Múromski tenía que convencer a su Betsy de la necesidad de conocer más de cerca a Alexei, a quien ella no había vuelto a ver desde la memorable comida. No parecía que se hubiesen agradado mucho; al menos, Alexei no había vuelto a Prilúchino, y Lisa se retiraba a su habitación en cuanto Iván Petróvich les honraba con su visita. Pero, pensaba Grigori Ivánovich, si Alexei viene a casa a diario, Betsy llegará a enamorarse de él. Esto es un asunto natural. El tiempo lo arregla todo.

Iván Petróvich no se inquietaba tanto por el éxito de su empresa. Aquella misma tarde llamó al hijo a su despacho, encendió la pipa y después de una breve pausa, le dijo:

—Parece Aliosha, que ya no hablas del servicio de las armas. ¿Es que ya no te seduce el uniforme de húsar?

—No, padre — contestó respetuosamente Alexei—. Veo que usted no desea verme húsar y mi deber es obedecerle. .

—Muy bien — siguió Iván Petróvich—. Veo que eres un hijo obediente. Eso es un consuelo para mí; no quiero forzarte, no te obligo a ingresar... ahora mismo... en la Administración. Hasta que eso llegue, yo abrigo la intención de casarte.

—¿Con quien, padre? —preguntó Alexei, asombrado.

—Con Lisaveta Grigórievna Múromskaia —contestó Iván Petróvich—. La novia no puede ser mejor, ¿verdad?

—No había pensado todavía en casarme, padre.

—No lo habías pensado, pero yo sí que lo había pensado y repensado.

—Usted dirá lo que quiera, pero Lisa Múromskaia no me agrada lo más mínimo.

—Te agradará más tarde. Te acostumbrarás a ella y terminarás queriéndola.

—No me siento capaz de hacerla feliz.