Tres años atrás, en un atardecer de invierno, cuando el jefe de la posta estaba rayando un nuevo libro de registro y la muchacha cosía en la habitación contigua, llegó una troika. El viajero, que llevaba gorro circasiano, capote militar y se envolvía el cuello con una bufanda, entró exigiendo caballos. No los había, todos estaban de viaje. Al oírlo, el viajero levantó la voz y la fusta, pero Dunia, habituada a tales escenas, salió presurosa y le preguntó afablemente si quería comer algo. La aparición de la muchacha produjo el efecto de siempre. Se disipó la cólera del viajero, éste accedió a esperar los caballos y pidió que le sirvieran la cena. Cuando se hubo despojado del peludo y mojado gorro, de la bufanda y del capote, padre e hija pudieron ver que se trataba de un joven y apuesto húsar, de bigotillo negro. Se instaló en el aposento del jefe de la posta y entabló conversación con él y con su hija. Fue servida la cena. Entretanto, habían llegado los caballos y el jefe de la posta dispuso que inmediatamente, sin darles siquiera un pienso, los engancharan en el coche del oficial. Pero al volver encontró al joven tendido en un banco, casi sin conocimiento: se había sentido mal, le dolía la cabeza, le era imposible seguir el viaje... ¡Qué se le iba a hacer! El jefe de la posta cedió su cama al enfermo con el propósito de, si al día siguiente no se encontraba mejor, mandar a la ciudad en busca de un médico.

Al otro día, el húsar se había agravado. Su criado marchó a caballo a la ciudad en busca del médico. Dunia le aplicó unas compresas de vinagre y se sentó con su labor a la cabecera del enfermo. Este, cuando el jefe de la posta entraba a verle, no cesaba de quejarse y apenas hablaba; sin embargo, se tomó dos tazas de café y, entre constantes lamentaciones, pidió que le sirvieran el almuerzo. Dunia no se apartaba de él. A cada instante, el enfermo pedía de beber, y la muchacha le daba un vaso de limonada que había preparado ella misma. El enfermo se humedecía los labios y, cada vez, al devolver el vaso, apretaba con su débil mano, en señal de gratitud, la mano de Dunia. A la hora de comer llegó el médico. Tomó el pulso del enfermo, habló con él en alemán y manifestó en ruso que lo único que necesitaba era reposo y que a los dos o tres días estaría en condiciones de reanudar el viaje. El húsar le pagó veinticinco rublos por la visita y le invitó a compartir su almuerzo. El médico accedió; comieron con buen apetito, se bebieron una botella de vino y se separaron muy satisfechos el uno del otro.

Pasó otro día y el húsar acabó de reponerse. Se mostraba extraordinariamente alegre, no cesaba de bromear, ya con Dunia, ya con el jefe de la posta, silbaba, charlaba con los viajeros, registraba sus hojas de ruta en el libro, y agradó tanto al buen jefe de la posta que éste se sintió apenado cuando, a la mañana del tercer día, tuvo que despedirse de su amable huésped. Era domingo y Dunia se disponía a ir a misa. El coche esperaba ya al húsar, quien se despidió del jefe de la posta, recompensándole generosamente por la estancia y la comida; se despidió también de Dunia y se brindó a llevarla hasta la iglesia, que se encontraba en las afueras de la aldea. Ella parecía indecisa...

—¿Qué temes? —le dijo su padre—. Su señoría no es un lobo y no te va a comer. Da un paseo hasta la iglesia.

Dunia tomó asiento junto al húsar, el criado subió al pescante, el cochero lanzó un silbido y los caballos partieron al galope.

El pobre jefe de la posta no alcanzaba a comprender cómo había permitido que su hija marchara con el húsar, cómo se había cegado, qué había nublado entonces su razón. No había transcurrido media hora cuando se despertó en él tal angustia que, incapaz de seguir esperando, se dirigió a la iglesia. Al acercarse al templo vio que la gente estaba saliendo de misa, pero Dunia no estaba ni en el recinto ni en el atrio. Entró apresuradamente: el sacerdote bajaba del altar; el sacristán apagaba las velas, dos viejas seguían rezando en un rincón; tampoco allí estaba. El infortunado padre apenas si tuvo valor para preguntar al sacristán si su hija había asistido a la misa. El sacristán le contestó negativamente. El jefe de la posta volvió a casa más muerto que vivo. Le quedaba una esperanza: quizá Dunia, con la despreocupación propia de la juventud, hubiera querido seguir hasta la posta siguiente, donde residía su madrina. Con dolorosa inquietud esperaba el regreso de la troika en que había dejado marchar a su hija.

El cochero tardaba en volver. Por fin se presentó al anochecer, solo y borracho, con una noticia terrible:

—Dunia ha seguido adelante con el húsar.

El viejo no pudo soportar la desgracia y se desplomó sobre el mismo lecho que un día antes ocupaba aún el joven seductor. Ahora, dándole vueltas a todas las circunstancias del suceso, cayó en la cuenta de que la enfermedad del húsar había sido fingida. Una fuerte calentura se apoderó de él; lo trasladaron a la ciudad y su puesto fue ocupado interinamente por otro. Le asistió el mismo médico que había atendido al húsar. Le aseguró que el joven estaba entonces completamente sano y que él había sospechado sus siniestras intenciones, aunque calló por miedo a la fusta. No sabemos si el alemán decía verdad o si quería presumir de perspicaz, pero lo cierto es que no llevó el menor consuelo al pobre enfermo. Este, apenas se hubo repuesto de su enfermedad, solicitó de sus superiores dos meses de permiso y, sin hablar a nadie de sus intenciones, se dirigió a pie en busca de su hija. Por el libro de registro de viajeros sabía que el capitán de caballería Minski se dirigía de Smolensk a Petersburgo. El cochero que lo llevó dijo que Dunia había llorado durante todo el trayecto, aunque, al parecer, iba de buen grado.

—Quizá pueda regresar a casa con mi oveja descarriada — se dijo el jefe de posta.

Animado por esta idea, llegó a Petersburgo, se alojó en el cuartel del regimiento de Izmáiíov, con un suboficial retirado, viejo compañero de servicio, e inició sus búsquedas. Pronto supo que el capitán Minski estaba en Petersburgo y que residía en la hostería de Demútov. El jefe de posta decidió hacerle una visita.

Por la mañana temprano llegó a la antesala y rogó que se anunciara a su señoría que un viejo soldado deseaba verle. Un asistente, que estaba limpiando unas botas de montar, le hizo saber que el señor dormía y que antes de las once no acostumbraba a recibir a nadie. El jefe de posta se retiró y volvió a la hora señalada. Le abrió la puerta el propio Minski, con batín y bonete rojo.

—¿Qué se te ofrece, amigo? —le preguntó.

El corazón del viejo dio un vuelco, las lágrimas acudieron a sus ojos y se limitó a balbucir con voz temblorosa:

—Señoría... Hágame la merced divina...

Minski le dirigió una rápida mirada, enrojeció, lo tomó del brazo, lo llevó a su despacho y cerró la puerta.

—Señoría —continuó el viejo—, lo pasado, pasado está. Devuélvame, al menos, a mi pobre Dunia. Usted habrá satisfecho ya su capricho, no deje que se pierda en vano.

—Sí, lo que se ha hecho no se puede volver atrás — dijo el joven, sumamente turbado—. Reconozco mi culpa y te ruego que me perdones. Pero no pienses que puedo abandonar a Dunia: será feliz, te doy mi palabra de honor. ¿Para qué quieres llevártela? Me quiere y no podría volver a la vida de antes. Ni tú ni ella seríais capaces de olvidar lo ocurrido.