La doncella de Lisa se llamaba Nastia; era algo mayor que su señorita, pero tan casquivana como ella. Lisa la quería mucho, le hacía artícipe de sus secretos y discurría con ella sus travesuras. En una palabra, Nastia era en la aldea de Prilúchino un personaje mucho más importante que cualquier confidente de la tragedia francesa.

—Quiero pedirle permiso para ir hoy de visita — dijo Nastia en una ocasión, mientras ayudaba a vestir a la señorita.

—No faltaba más. ¿Adonde vas a ir?

—A Tuguílovo, a casa de los Bérestov. Es el santo de la mujer del cocinero y ayer vino a invitarnos a comer.

—¡Hola! —exclamó Lisa—. Los señores están reñidos y los criados se reúnen de convite.

—¡Qué nos importan a nosotros los señores! —replicó Nastia—. Además, yo le sirvo a usted, y no a su papá. Usted no ha reñido todavía con el joven Bérestov. Los viejos, que se peleen, si eso les divierte.

—Procura, Nastia, ver a Alexei Bérestov. Luego me contarás cómo es.

Nastia se lo prometió y Lisa pasó el día entero devorada por la impaciencia. La doncella volvió al anochecer.

—¡Oh, Lisaveta Grigórievna! — exclamó al entrar—. He visto al joven Bérestov; he podido mirarle a mi gusto, todo el día hemos estado juntos.

—¿Cómo? Cuenta, cuenta las cosas por orden.

—Pues verá, salimos Anisia Egórovna, Nenila, Dunka...

—Bien, eso ya lo sé. ¿Y luego?

—Déjeme que lo cuente todo a mi manera. Llegamos justo a la hora de la comida. La habitación estaba llena de gente. Los de Kolbin, los de Zajáriev, la mujer del administrador con sus hijas, los de Jlupin...

—¡Bueno! ¿Y Bérestov?

—Espere. Nos sentamos a la mesa, la mujer del administrador en la presidencia y yo junto a ella... las hijas se pusieron de morros, pero a mí me importa un bledo...

—¡Ay, Nastia, qué aburrida eres con tus eternos detalles!

—¡Y usted qué impaciente! Pues bien, nos levantamos de la mesa... Habíamos estado unas tres horas, y la comida había sido muy buena: gelatina de carne blanca, de pescado... En fin, de la mesa salimos al jardín para jugar al escondite. Entonces apareció el joven señor.

—¿Cómo es? ¿Es verdad que es tan guapo como dicen?

—Es guapísimo. De buen tipo, alto, de cara colorada...

—¿De veras? Y yo que pensaba que era pálido... ¿Cómo lo has encontrado? ¿Triste, pensativo?

—¿Qué dice usted? En mi vida he visto a un hombre tan revoltoso. Se le ocurrió jugar con nosotras al escondite.

—¿Al escondite con vosotras? ¡Es imposible!

—Así como se lo digo. ¡Y lo que se le ocurrió además! ¡A la que pillaba, le daba un beso!

—Dirás lo que quieras, Nastia, pero eso no es verdad.

—Como usted quiera, pero no miento. ¡Pues no me costó poco trabajo deshacerme de él! Todo el día lo ha pasado así con nosotras.

—¿Cómo dicen, pues, que está enamorado y no mira a ninguna?

—No lo sé, pero a mí me miró más de la cuenta, y a Tania, la hija del administrador, lo mismo; y a Pasha, la de Kolbin, y qué quiere usted que le diga, el muy pícaro no ha ofendido a nadie.

—¡Esto es asombroso! ¿Y qué cuenta de él la gente de la casa?

—Que es un señor excelente, bueno, alegre... El único defecto que le encuentran es que no deja en paz a las muchachas. Pero a mi modo de ver, eso no es un mal: con el tiempo sentará la cabeza.

—¡Cómo me gustaría verlo! — dijo Lisa suspirando.

—¿Qué tiene eso de particular? Tuguílovo está cerca, sólo a tres verstas: dé un paseo en esa dirección, o vaya a caballo; es seguro que lo encontrará. Todos los días, por la mañana temprano acostumbra a salir de caza con la escopeta.

—No, no está bien. Podría pensar que le busco. Además, nuestros padres están reñidos y de ninguna manera podría yo entablar conversación con él:., ¡Ah, Nastia! ¿Sabes una cosa? ¡Me disfrazaré de campesina!

—En efecto, vístase con una blusa ordinaria y un sarafán, y váyase sin miedo a Tuguílovo. Le aseguro que Bérestov no la dejará pasar sin decirle algo.

—Además, sé hablar muy bien como la gente de estos lugares. ¡Oh!, ¡Nastia, Nastia! ¡Qué excelente idea!

Y Lisa se acostó con el firme propósito de llevar adelante tan divertido proyecto. Al día siguiente empezó los preparativos. Mandó comprar en el mercado un lienzo grueso, un mahón azul oscuro y unos botones de cobre; cortó con ayuda de Nastia una blusa y un sarafán, puso a coser a todas las muchachas de la servidumbre y a la caída de la tarde ya tenía terminadas las prendas. Lisa se las probó y hubo de confesarse ante el espejo que nunca se había visto tan bonita. Ensayaba su papel, iba y venía haciendo profundas reverencias, movió varias veces la cabeza como los gatos de arcilla y hablando a la manera campesina, se reía tapándose la cara con el brazo, con lo que mereció la completa aprobación de Nastia.

Había una dificultad: trató de andar descalza por el patio, pero el césped pinchaba sus delicados pies, y la tierra y las piedrecillas le producían un dolor insoportable. También aquí Nastia la sacó de apuros: tomó la medida del pie de Lisa, corrió al campo en busca del pastor Trofim y le pidió que hiciera un par de laptis.

Al día siguiente, entre dos luces, Lisa estaba ya despierta. En la casa dormían todos. Nastia esperaba al otro lado del portón. Se oyó el cuerno del pastor y la dula empezó a desfilar ante la casa señorial. Trofim, al pasar, entregó a Nastia unos pequeños laptisde vivos colores, recibiendo a cambio cincuenta kopeks de recompensa. Lisa se vistió de campesina, procurando no llamar la atención, dio a media voz a Nastia instrucciones en relación con miss Jackson, salió por la puerta trasera al patío, cruzó el huerto y echó a correr hacia el campo.

La aurora resplandecía en el oriente y las doradas filas de nubes parecían esperar al sol de la misma manera que los palaciegos esperan al soberano; el claro cielo, el relente matutino, el rocío, la brisa y el canto de las avecillas inundaban de infantil alegría el corazón de Lisa; temerosa de encontrarse con algún conocido, más que caminar volaba. Al acercarse al soto que marcaba el límite de las posesiones de su padre, frenó el paso. Era allí donde debía esperar a Alexei. Su corazón latía violentamente, sin que ella misma supiera por qué, pero el temor que acompaña a nuestras jóvenes travesuras constituye su principal encanto. Lisa entró en la oscuridad de la arboleda. El rumor del bosque, sordo y sonoro, la acogió con su saludo. Su alegría se fue serenando. Poco a poco se entregó a dulces ensueños.

Pensaba... ¿pero acaso es posible definir con exactitud lo que piensa una señorita de diecisiete años sola en el bosque a las seis de la mañana de un día primaveral? Caminaba, pues, pensativa, por un camino bordeado de copudos árboles cuando, de pronto, un hermoso perro de muestra empezó a ladrarle. Lisa gritó, asustada. En aquel mismo momento se oyó una voz: Tout beau, Sbogar, ici..., y un joven cazador salió de detrás de los arbustos.