—La amo —dijo Burmín—, la amo apasionadamente... (María Gavrílovna se ruborizó e inclinó la cabeza más aún.) Cometí la imprudencia de entregarme a la dulce costumbre de verla y escucharla a diario... (María Gavrílovna recordó la primera carta de Saint-Preux.) Ahora es ya demasiado tarde para oponerme a mi suerte; su recuerdo, su imagen querida e incomparable será desde hoy el tormento y la alegría de mi vida. Pero me queda por cumplir una penosa obligación, revelarle un espantoso secreto que levantará entre nosotros una infranqueable barrera...

—Esa barrera existió siempre —le interrumpió vivamente María Gavrílovna—. Nunca podré ser su esposa.

—Lo sé — siguió él en voz baja—, sé que usted amó en otro tiempo, pero la muerte y tres años de dolor... Mi buena y querida María Gavrílovna, no me prive de mi último consuelo, de la idea de que usted accedería a hacer mi felicidad si... calle, por Dios se lo pido, calle. Usted me tortura. Sí, lo sé, siento que habría sido mía, pero soy el más infeliz de los hombres... ¡Estoy casado!

María Gavrílovna lo miró sorprendida.

—Estoy casado —prosiguió Burmín —; hace tres años que estoy casado y no sé quién es mi esposa, ni dónde está, ni si llegaré a verla alguna vez.

—¿Qué dice usted? —exclamó María Gavrílovna —¡Qué extraño es todo eso! Siga, yo le contaré después... pero siga, por favor.

—A principios de 1812 —explicó Burmín— me dirigía a Vilna, donde se encontraba mi regimiento. Llegué a una estación de posta ya entrada la noche y pedí que cambiasen rápidamente el tiro cuando, de pronto, se levantó una terrible nevasca y el jefe de la estación y los cocheros me aconsejaron esperar. Atendí su consejo, pero una incomprensible inquietud se apoderó de mí; parecía como si alguien me empujase. La nevasca no cedía. Impaciente, hice que enganchasen y partí en plena tempestad. El cochero tuvo la idea de ir por el río, lo que debía acortar nuestro camino unas tres verstas. Las márgenes estaban cubiertas por la nieve; el cochero no advirtió el lugar por donde se salía el camino y fuimos a parar a un lugar desconocido. La tempestad no se calmaba; vi una luz y ordené al cochero que nos acercásemos a ella. Llegamos a una aldea; en la iglesia, de madera, había luz. Las puertas estaban abiertas, dentro del recinto había unos cuantos trineos; por el atrio se movían ciertas figuras. «¡Aquí! ¡Aquí!», gritaron varias voces. Dije al cochero que se acercase. «¿Cómo es que te has retrasado tanto? —me dijo alguien—. La novia se ha desmayado; el pope no sabe qué hacer; nos disponíamos ya a dar la vuelta. Baja, date prisa.» Salté en silencio del trineo y entré en la iglesia, débilmente iluminada por dos o tres velas. Una muchacha estaba sentada en un banco, en un rincón oscuro, y otra le frotaba las sienes. «Gracias a Dios —dijo esta última—; por fin ha venido. La señorita está medio muerta.» El viejo sacerdote se acercó para preguntarme: «¿Empezamos?» «Empiece, empiece, padre», contesté distraído. Pusieron en pie a la muchacha. Me pareció que no era fea... Una ligereza incomprensible, imperdonable... Me coloqué a su lado ante el altar; el sacerdote tenía prisa; tres hombres y la doncella sostenían a la novia y sólo se ocupaban de ella. Nos casaron. «Pueden besarse», nos dijeron. Mi esposa volvió hacia mí su pálido rostro. Yo quise besarla... Ella gritó: «¡Ay, no es él! ¡No es él», y cayó desvanecida. Los testigos me miraron con ojos empavorecidos. Di la vuelta, salí de la iglesia sin que nadie hiciese nada por detenerme, me precipité a mi trineo y ordené: «¡En marcha!»

—¡Dios mío! — exclamó María Gavrílovna—. ¿Y no sabe lo que fue de su pobre esposa?

—No — contestó Burmín—. No sé el nombre de la aldea en que me casé, no recuerdo de qué estación de posta había salido. En aquella época atribuía tan poca importancia a mi criminal travesura, que, al salir de la iglesia, me dormí y no me desperté hasta la mañana siguiente, ya en la tercera estación. El criado que entonces me acompañaba murió en la guerra, así que no tengo la menor esperanza de encontrar a la mujer a quien gasté una broma tan cruel y que ahora se ve tan duramente vengada.

—¡Dios mío, Dios mío! —dijo María Gavrílovna, apretándole la mano—. ¡De modo que fue usted! ¿Y no me reconoce?

Burmín palideció... y se arrojó a sus pies...

EL FABRICANTE DE ATAUDES

Los últimos enseres del fabricante de ataúdes Adrian Prójorov fueron cargados en la carroza fúnebre y la pareja de esqueléticos pencos se arrastró por cuarta vez desde la calle Basmannaia hasta la Nikítskaia, a donde el fabricante se trasladaba. Después de cerrar la tienda, clavó en la puerta un anuncio explicando que la casa se vendía o alquilaba y se dirigió a pie a su nuevo domicilio.

Al acercarse a la casita amarilla que desde hacía tanto tiempo cautivaba su imaginación y que por fin había adquirido por una respetable suma, el viejo fabricante de ataúdes advirtió con asombro que su corazón no se regocijaba. Al traspasar el desconocido umbral y encontrar su nueva morada en pleno desorden, suspiró recordando la vetusta casucha en la que durante dieciocho años todo había estado sometido al orden más riguroso; después de reñir a sus dos hijas y la criada por su lentitud, se dispuso a ayudarlas. Pronto estuvo todo en su sitio: el retablo de los íconos, el armario de la vajilla, la mesa, el diván y la cama ocuparon los lugares que él les había destinado en la habitación interior; en la cocina y en la sala encontraron sitio los artículos propios de la profesión del dueño: ataúdes de todos los colores y tamaños; sombreros, capas y antorchas. Sobre la puerta un cartel representaba un robusto Cupido con una antorcha vuelta hacia abajo en la mano y la inscripción: «Se venden y tapizan ataúdes sencillos y pintados. También se alquilan y reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su habitación y Adrian, después de pasar revista a su vivienda, se sentó junto a la ventana y ordenó que preparasen el samovar.

El culto lector sabe que Shakespeare y Walter Scott presentaban a sus sepultureros como hombres alegres y burlones para impresionarnos más con el contraste. Por respeto a la verdad, nosotros no podemos seguir su ejemplo y nos vemos obligados a confesar que el carácter de nuestro fabricante de ataúdes correspondía por entero a su lúgubre oficio. Adrian Prójorov se mostraba de ordinario sombrío y taciturno. Unicamente salía de su silencio para reñir a sus hijas cuando las sorprendía sin hacer nada, mirando por la ventana a los transeúntes, o para pedir un precio excesivo por sus obras a quienes tenían la desgracia (o a veces el placer) de necesitarlas. Así, pues, mientras tomaba la séptima taza de té sentado junto a la ventana, Adrian, fiel a su costumbre, se hallaba sumido en tristes meditaciones. Pensaba en la lluvia torrencial que una semana antes había caído en las mismas puertas de la ciudad sobre el entierro de un brigadier retirado. Esto había sido la causa de que muchas capas se hubiesen encogido y de que muchos sombreros se hubiesen arrugado. Preveía gastos inevitables, pues los antiguos atavíos fúnebres de que disponía se encontraban en lastimoso estado. Confiaba en resarcirse de los gastos a expensas de la vieja comercianta Triújina, que ya llevaba casi un año muriéndose. Pero la Triújina se moría en la calle Razguliai y Prójorov temía que los herederos, a pesar de sus promesas, se resistieran a mandar a buscarle desde tan lejos y recurriesen a los servicios de un establecimiento de pompas fúnebres más cercano.