Mientras tanto, la señorita empezó a reponerse. Hacía tiempo que Vladímir no aparecía por la casa de Gavrila Gavrílovich. Recordaba con temor sin duda, el mal recibimiento que hasta entonces se le había hecho. Decidieron comunicarle la inesperada felicidad que le aguardaba: el consentimiento para la boda. Pero ¡cuál no sería el estupor de los propietarios de Nenarádovo cuando, en respuesta a su invitación, recibieron una carta que parecía escrita por un loco! Les anunciaba que jamás volvería a poner los pies en su casa y pedía que olvidasen a aquel desgraciado para quien la muerte era ya la única esperanza. Días más tarde supieron que Vladímir se había incorporado al ejército. Esto sucedía en 1812.

Pasó largo tiempo sin que los padres se atreviesen a comunicar la noticia a Masha, que seguía convaleciente. Ella no hablaba nunca de Vladímir. Unos meses más tarde, al encontrar su nombre en las listas de oficiales distinguidos y heridos de gravedad en la batalla de Borodino, se desmayó. Temieron que las calenturas se reprodujeran. Pero, a Dios gracias, el desmayo no tuvo otras consecuencias.

Una desgracia más había de alcanzarle: falleció Gavrila Gavrílovich, dejándola heredera universal de toda la hacienda. Pero la fortuna no le consolaba; compartía sinceramente el dolor de la pobre Praskovia Petrovna y juró no separarse nunca de ella. Abandonaron Nenarádovo, lugar de tristes recuerdos, y se trasladaron a otra finca.

También aquí proliferaban los pretendientes en torno a la hermosa y acaudalada joven, pero ella jamás insinuaba la menor esperanza. La madre insistía a veces en la necesidad de elegir compañero: María Gavrílovna meneaba la cabeza y quedaba pensativa. Vladímir ya no existía: había muerto en Moscú, la víspera de la entrada de los franceses. Su memoria parecía sagrada para Masha, al menos conservaba cuanto pudiera recordárselo: los libros que él había leído en tiempos, sus dibujos y cuadernos de música, los versos que había copiado para ella. Los vecinos, al saberlo, se hacían cruces de su constancia y esperaban curiosos al héroe que debería triunfar sobre la triste fidelidad de aquella virginal Artemisa.

Mientras tanto, la guerra terminó gloriosamente. Nuestros regimientos regresaban del extranjero. El pueblo corría a recibirlos. La música interpretaba melodías conquistadas: Vive Henri-Quatre, valses tiroleses y arias de la Gioconda. Los oficiales que habían empezado la campaña casi adolescentes regresaban curtidos por el humo de la pólvora y cargados de condecoraciones. Los soldados charlaban alegremente entre sí, intercalando en cada frase palabras alemanas y francesas. ¡Un tiempo inolvidable! ¡Tiempo de gloria y entusiasmo! ¡Cómo latía el corazón ruso a la palabra patria! ¡Qué dulces lágrimas las del encuentro! ¡Con qué unanimidad uníamos el sentimiento de orgullo nacional y el amor al soberano! ¡Y qué momento para él!

Las mujeres, las mujeres rusas se mostraron entonces incomparables. Su habitual frialdad había desaparecido. Su entusiasmo era verdaderamente embriagador cuando, al recibir a los vencedores, gritaban «¡Hurra!»

y tiraban las cofias al aire.

¿Qué oficial de aquel entonces no confesará que debe a la mujer rusa la mejor y más valiosa de las recompensas?

En aquellos brillantes días, María Gavrílovna vivía con su madre en la provincia de X. y no advirtió siquiera cómo ambas ciudades festejaban el regreso de las tropas. Pero en las ciudades pequeñas y aldeas quizá el entusiasmo general fuese aún mayor. La aparición en esos lugares de un oficial era allí un auténtico triunfo y el galán de frac lo pasaba muy mal a su lado.

Ya hemos dicho que, a pesar de su frialdad, María Gavrílovna seguía viéndose rodeada de pretendientes. Pero todos tuvieron que retirarse cuando entró en escena el coronel de húsares Burmín, herido y con la cruz de San Jorge, con una atractiva palidez, según decían las señoritas de la comarca. Frisaba en los veintiséis años y se hallaba de permiso en su finca, lindante con la de María Gavrílovna, que le hacía objeto de grandes distinciones. En su presencia, su habitual melancolía se esfumaba y ella parecía revivir. No se podía decir que coqueteara, pero el poeta, al observar su conducta, habría dicho:

Se amor non è, che dunche...

Burmín era, en efecto, un joven muy agradable. Poseía la mente que agrada a las mujeres: la mente del decoro y de la observación, sin pretensiones de ningún género y con espíritu un tanto burlón. Ante María Gavrílovna se mostraba sencillo, sin sentirse cohibido; pero toda su alma y todas sus miradas le seguían, dijera lo que dijera o hiciese lo que hiciese. Parecía de un natural pacífico y discreto, aunque corría el rumor de que en tiempos había sido un terrible calavera. Pero esto no le perjudicaba en el concepto que de él tenía María Gavrílovna, quien (como todas las damas jóvenes en general) perdonaba de buen grado las travesuras que ponen de manifiesto audacia y un inflamable carácter.

Pero más que todo... (más que la ternura, más que su agradable conversación, más que la atractiva palidez, más que el brazo en cabrestillo) era el silencio del joven húsar lo que espoleaba su curiosidad y su imaginación. Tenía que admitir que le agradaba mucho; probablemente también él, con su inteligencia y conocimiento del mundo, había advertido las distinciones de que era objeto: ¿cuál era, pues, la causa de que hasta entonces no le hubiera visto a sus pies y no hubiese escuchado su declaración? ¿Qué le retenía? ¿La timidez, el orgullo, las artes del astuto mujeriego? Para ella constituía un enigma. Después de mucho meditarlo, María Gavrílovna llegó a la conclusión de que la única causa era la timidez y se formuló el propósito de animarle con más atenciones y, si las circunstancias lo aconsejaban, también con ciertas muestras de ternura. Preparó, pues, el más sorprendente de los desenlaces y esperaba con impaciencia la hora de la romántica explicación. Porque el secreto, de cualquier género que sea, siempre es algo que abruma un corazón de mujer.

Sus acciones militares tuvieron el éxito apetecido: al menos, Burmín cayó en un estado de meditación tan profunda y sus negros ojos se clavaron con tal fuego en María Gavrílovna, que el instante decisivo parecía hallarse próximo. Los vecinos hablaban de la boda como de algo decidido, y la buena Praskovia Petrovna se alegraba de que su hija hubiese encontrado, por fin, un novio digno de ella.

La anciana estaba un día en la sala, haciendo solitarios, cuando entró Burmín y preguntó por María Gavrílovna.

—Está en el jardín —contestó ella—. Vaya usted, yo les esperaré aquí.

Burmín salió y la anciana se persignó, mientras pensaba: ¡a ver si hoy termina todo!

Burmín encontró a María Gavrílovna junto al estanque, al pie de un sauce, con un libro en la mano y vestida de blanco: una auténtica heroína de novela. Después de las primeras preguntas, ella, intencionadamente, desanimó la conversación, aumentando así la mutua turbación, de la que sólo podía sacarles una explicación súbita y decidida. Así fue: Burmín, sintiendo lo embarazoso de su situación, le dijo que hacía tiempo estaba buscando la oportunidad de abrirle su corazón y le rogó que le escuchase unos momentos. María Gavrílovna cerró el libro y bajó la vista en señal de aquiescencia.