»Se disponía a salir, pero antes se detuvo en la puerta, miró el cuadro que yo había agujereado, disparó casi sin apuntar y desapareció. Mi esposa se había desmayado; la servidumbre no se atrevió a cerrarle el paso, mirándole aterrorizados. Salió al portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo hubiera podido serenarme.

El conde calló. Así supe el fin de la historia cuyo comienzo tanto me impresionara en otra ocasión. Se dice que Silvio se incorporó a la insurrección de Alejandro Ypsilanti, en la que mandaba una sección de la batería, y murió en la batalla de Skuliani.

LA NEVASCA

A fines de 1811, época memorable para nosotros, el bueno de Gavrila Gayrílovich R. vivía en su finca de Nenarádovo. En toda la comarca gozaba de fama de hospitalario y afable; constantemente acudían a su casa los vecinos para comer, beber, jugar al bostoncon su esposa, a cinco kopeks la puesta, o, simplemente, para ver a su hija, María Gavrílovna, una esbelta y pálida señorita de diecisiete años. Pasaba por un partido rico y eran muchos los que la deseaban para sí o para sus hijos.

María Gavrílovna se había educado en la lectura de novelas francesas y, por consiguiente, estaba enamorada. Su elegido era un alférez pobre, que se encontraba de permiso en su aldea. Huelga decir que el joven ardía en igual pasión y que los padres de su amada, al advertir la mutua predisposición, habían prohibido a la hija hasta pensar en él; en cuanto al joven, lo recibían peor que a un consejero retirado.

Nuestros enamorados mantenían correspondencia y se veían a diario, a solas, en el pinar o en la vieja capilla. Allí se juraban amor eterno, se lamentaban de su suerte y hacían toda dase de proyectos. En cartas y conversaciones, pues, llegaron, cosa muy natural, a la siguiente conclusión: si no podemos vivir el uno sin el otro y la voluntad de unos padres crueles se opone a nuestra dicha, ¿por qué no prescindir de esa voluntad? Esta, feliz idea, se comprende, acudió primero a la mente del joven y agradó mucho a la romántica imaginación de María Gavrílovna.

Llegó el invierno y se interrumpieron las entrevistas; la correspondencia, en cambio, se hizo más animada. Vladímir Nikoláievich suplicaba en cada una de sus cartas que tuviera confianza en él; se casarían en secreto, permanecerían algún tiempo ocultos y luego se echarían a los pies de los padres, quienes, claro está, quedarían por fin conmovidos ante la heroica constancia y la desgracia de los enamorados y les dirán irremisiblemente:

—¡Hijos, venid a nuestros brazos!

María Gavrílovna vaciló largo tiempo; muchos planes de fuga fueron rechazados. Por fin, dio su consentimiento: el día fijado debería retirarse sin cenar a su habitación con el pretexto de que le dolía la cabeza. Su doncella estaba al tanto de la conspiración; ambas deberían salir al jardín por la puerta trasera y allí subirían a un trineo que les estaría esperando y les llevaría directamente a la aldea de Zhádrino, a cinco verstas de Nenarádovo, donde Vladímir las estaría esperando.

La víspera del día decisivo, María Gavrílovna no durmió en toda la noche; hizo los preparativos, recogió la ropa interior y los vestidos y escribió una larga misiva a una señorita muy sentimental, amiga suya, y otra a sus padres. Se despedía de ellos en los términos más conmovedores, justificaba su acto por la fuerza invencible de la pasión y terminaba diciendo que el instante más feliz de su vida sería aquél en que le fuera permitido arrojarse a los pies de sus amadísimos papás. Después de cerrar las dos cartas con un sello de Tula, que representaba dos corazones llameantes con la inscripción adecuada, se echó en la cama poco antes del amanecer y se quedó dormida.

Sin embargo, unos sueños terribles la despertaban a cada instante. Ya le parecía que en el momento mismo en que tomaba el trineo para ir a casarse la sorprendía su padre, la arrastraba con dolorosa rapidez sobre la nieve y la arrojaba a un subterráneo oscuro y sin fondo... Ella caía vertiginosamente con el corazón desfallecido. Ya veía a Vladímir tendido sobre la hierba, pálido y ensangrentado. Agonizando, le suplicaba a gritos que se diese prisa, que acudiese para casarse con él... Otros sueños disparatados y horribles se sucedóan. Se levantó mas pálida que de costumbre y con un dolor de cabeza no fingido. El padre y la madre advirtieron su inquietud; su tierna solicitud y sus constantes preguntas: «Qué ocurre, Masha? ¿Estás enferma, Masha?», desgarraba el corazón de la muchacha. Procuraba tranquilizarlos, trataba de mostrarse alegre, pero no podía.

Llegó la noche. La idea de que se encontraba entre los suyos por última vez, le oprimía el corazón. Estaba más muerta que viva; se despedía en secreto de todas las personas, de cuantos objetos la rodeaban. Se sirvió la cena; su corazón empezó a latir violentamente. Con voz trémula, dijo que no tenía apetito y se despidió de sus padres. Ellos la besaron y la bendijeron como cada noche: Masha estuvo a punto de echarse a llorar.

Al entrar en su alcoba, dejóse caer en un sillón deshecha en lágrimas. La doncella trató de tranquilizarla y de darle ánimo. Todo estaba dispuesto. Dentro de media hora Masha debía abandonar para siempre la casa paterna, su habitación, la apacible vida de soltera... Había empezado la nevasca; el viento ululaba, los postigos se estremecían y eran sacudidos por grandes golpes; todo le parecía amenaza y triste augurio. Pronto el silencio invadió la casa dormida. Masha se envolvió en un chal, se echó por encima una capota de abrigo, tomó su arqueta y salió a la puerta trasera. La doncella la seguía con dos bultos. Llegaron al jardín. La nevasca no cedía; el viento soplaba de cara, como si quisiera detener a la joven irresponsable. A duras penas llegaron al otro lado del jardín. En el camino las esperaba el trineo. Los caballos, helados, no podían estarse quietos; el cochero de Vladímir iba y venía ante las varas, conteniendo a los impacientes animales. Ayudó a la señorita y a la doncella a acomodarse y a colocar los bultos y la arqueta, empuñó las riendas y los caballos partieron al galope. (Confiemos la señorita a la tutela del destino y a la habilidad de Terioshka, el cochero, y volvamos a nuestro joven enamorado.)

Vladímir había estado el día entero haciendo gestiones. Por la mañana estuvo con el sacerdote de Zhádrino, a quien logró convencer con gran esfuerzo; luego se dedicó a buscar testigos entre los propietarios de la vecindad. El primero a quien recurrió en petición de sus servicios, Dravin, un alférez retirado de caballería, de cuarenta años, aceptó de buen grado. La aventura, decía, le recordaba tiempos pasados y las barrabasadas de los húsares. Convenció a Vladímir de que se quedara a comer con él, asegurándole que no debía preocuparse por los otros dos testigos. En efecto, inmediatamente después de la comida se presentaron el agrimensor Schmidt, con sus bigotes y sus espuelas, y un muchacho de unos dieciséis años, hijo del jefe de policía del distrito, que poco antes había ingresado en un regimiento de ulanos. No sólo se mostraron conformes con la petición de Vladímir, sino que incluso le juraron que, llegado el caso, sacrificarían su vida por él. Vladímir los abrazó entusiasmado y volvió a su casa para ultimar los preparativos.

Hacía mucho que había oscurecido. Mandó a su fiel Terioshka a Nenarádovo con su troika y con instrucciones detalladas y precisas y pidió un pequeño trineo de un caballo; y solo, sin cochero, se dirigió a Zhádrino, adonde dos horas más tarde llegaría María Gavrílovna. Conocía bien el camino y el viaje no duraría más de veinte minutos.