»Mi supremacía estaba en peligro. Seducido por mi fama, trató de buscar mi amistad, pero yo le acogí fríamente y él se apartó de mí sin sentirlo lo más mínimo. Llegué a odiarle. Sus éxitos en el regimiento y entre las mujeres me desesperaban. Comencé a buscar pendencia con él. A mis burlas contestaba con burlas que siempre me parecían más inesperadas e ingeniosas que las mías y que eran, indudablemente, mucho más alegres: él bromeaba y yo estaba rabioso. Por fin, estando en un baile en casa de un noble polaco, al verle objeto de la atención de todas las damas, y en particular de la anfitriona, con quien yo mantenía relaciones, le dije al oído un insulto soez. El no pudo contenerse y me dio una bofetada. Echamos mano a los sables, mientras las damas se desmayaban; nos separaron y aquella misma madrugada fuimos a batirnos.

»Era al amanecer. Yo estaba en el lugar convenido con mis tres padrinos y esperaba la llegada de mi adversario, desasosegado por una inexplicable impaciencia. El sol primaveral había salido y empezaba a sentirse calor. Le vi desde lejos. Venía a pie, con el dormán colgado del sable, en compañía de un solo padrino. Se acercaba con su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron doce pasos. Me correspondía tirar el primero, pero la rabia que me dominaba me producía una emoción tan intensa que, desconfiando de mi buen pulso, y para dar tiempo a calmarme, le cedí el primer disparo. Mi adversario no aceptó. Decidimos echarlo a suertes: él, siempre favorito de la fortuna, sacó el primer número. Apuntó y me atravesó el gorro. Llegaba mi vez. Le miré ávidamente, tratando de captar siquiera fuese una sombra de inquietud. Estaba a merced de mi pistola, eligiendo las cerezas maduras y escupiendo los huesos, que llegaban hasta mí. Su indiferencia me hizo perder la razón. "¿Qué gano, pensé, quitándole la vida si él no la tiene en el menor aprecio?" Una idea malvada pasó por mi mente. Bajé la pistola.

»—Parece que no se ha hecho el ánimo de encontrarse con la muerte — le dije—, no quiero interrumpir su desayuno.

»—No me molesta en absoluto — replicó él—. Puede disparar si gusta, aunque puede hacer lo que mejor le parezca. Le debo el disparo, siempre estaré a su disposición.

»Me volví hacia los padrinos, diciéndoles que en aquel momento no tenía intención de disparar, y así terminó nuestro duelo.

»Pedí el retiró y me vine a este lugarejo. Desde entonces no ha transcurrido un solo día sin que recordara la venganza. Hoy me ha llegado la hora...

Sacó del bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio a leer. Alguien (el encargado de sus asuntos al parecer) le escribía desde Moscú que cierta personadebía contraer matrimonio en breve con una joven y hermosa muchacha.

—Usted adivinará —dijo Silvio— quién es esa cierta persona. Voy a Moscú. ¡Veremos si en vísperas de su boda acoge la muerte con tanta indiferencia como la acogió aquel día comiendo cerezas!

Dicho esto, se puso en pie, tiró el gorro al suelo y empezó a recorrer la pieza de un extremo a otro, como un tigre en su jaula. Yo le había escuchado inmóvil; sentimientos extraños y contradictorios embargaban todo mi ser.

Entró el criado y anunció que el coche estaba dispuesto. Silvio me estrechó con fuerza la mano y nos dimos un abrazo. Subió al carricoche, donde habían sido cargadas dos maletas, una con las pistolas y la otra con sus efectos. Nos despedimos una vez más y los caballos partieron al galope.

II

Pasaron varios años. Circunstancias familiares me obligaron a instalarme en una pobre aldehueía del distrito de N. Debía atender los asuntos de la finca, aunque no dejaba de suspirar calladamente el recuerdo de mi antigua vida despreocupada y bulliciosa. Lo más difícil era, para mí, las veladas de otoño e invierno, que pasaba en la soledad más absoluta. Hasta la hora de la comida, mataba bien que mal el tiempo de conversación con el stárosta, vigilando los trabajos o rece rriendo las nuevas dependencias; pero en cuanto la tarde declinaba, ya no sabía qué hacer. Los pocos libros que hab» encontrado en el fondo de los armarios y en la despensa, tf los conocía de memoria. Kirílovna, el ama de llaves, me había repetido todos los cuentos que podía recordar; las canciones de las mujeres me producían tedio. Me inicié en beber el dulce licor, pero me causaba dolor de cabeza; y además, lo confieso, tenía miedo a convertirme en un «borracho para olvidar penas», es decir, en el borracho más empedernido, entre los que abundaban en nuestro distrito. No tenía vecinos cercanos, a excepción de dos o tres de esos empedernidos, cuya conversación se reducía simplemente a hipos y suspiros. La soledad era más soportable.

A cuatro verstas de mi casa se extendía una rica finca perteneciente a la condesa de B., pero únicamente el administrador la habitaba. La condesa sólo la había visitado una vez, el primer año de casada, y únicamente había vivido un mes en ella. Mas un día, en la segunda primavera de mi vida de anacoreta, se corrió el rumor de que la condesa iba con su marido a pasar el verano en su aldea. Y en efecto, llegaron a primeros de junio.

La llegada de un vecino acaudalado es todo un acontecimiento para quienes viven en el campo. Los propietarios y su servidumbre comienzan a hablar de ello dos meses antes y siguen hablando tres años después. En lo que a mi respecta, lo confieso, la noticia de la llegada de una vecina joven y hermosa me causó fuerte impresión; ardía en deseos de verla, y así, el primer domingo siguiente a su venida, me dirigí después de comer a la aldea de X. a fin de presentar mis respetos a sus señorías como vecino más cercano y seguro servidor.

Un criado me introdujo en el despacho del conde y salió para anunciar mi llegada. La espaciosa pieza estaba adornada con todo el lujo imaginable; a lo largo de las paredes se alineaban armarios llenos de libros y, sobre cada armario, un busto de bronce; encima de la chimenea de mármol veíase un ancho espejo; el piso estaba tapizado de paño verde y cubierto de alfombras. Perdido el hábito del lujo en mi pobre casa y después de no haber visto durante tanto tiempo la riqueza ajena, me intimidé; esperaba al conde con cierto nervosismo, al igual que un solicitante provinciano aguarda la salida de un ministro.

Se abrió la puerta y apareció un hombre como de treinta y dos años, de muy buena presencia. El conde se acercó a mí con gesto franco y amistoso; yo traté de recobrarme y empecé a presentarme ceremoniosamente, pero él no me permitió seguir en este tono. Tomamos asiento. Su conversación, espontánea y afable, no tardó en disipar mi timidez, nacida en aquel rincón perdido. Comenzaba ya a sentirme a mis anchas, cuando entró la condesa y la turbación se apoderó de mí con más intensidad que antes. En efecto, era una gran belleza. El conde me presentó. Quise parecer desenvuelto; pero por más esfuerzos que hiciera por mostrarme sencillo, más torpe me sentía. Ellos, a fin de darme tiempo a sosegarme y habituarme a mis nuevos conocidos, comenzaron a hablar entre sí, tratándome sin cumplidos, como a un buen vecino. Mientras tanto, yo recorría la estancia, examinando libros y cuadros. Aunque no soy entendido en pintura, un lienzo llamó mi atención. Representaba un paisaje de Suiza, pero lo que me maravilló no fue la pintura, sino el que el cuadro estuviese atravesado por dos balas, que habían sido disparadas una sobre la otra.