Como amigo que había sido del difunto padre de Iván Petróvich, consideré deber mío brindar mis consejos a su hijo y me ofrecí reiteradamente a restablecer el antiguo orden perdido por su culpa. Para ello fui un día a verle, pedí que me mostrara los libros de contabilidad y, en presencia de Iván Petróvich, me puse a revisarlos. El joven amo me escuchaba al principio con gran atención; pero al sacar cuentas, resultó que en los últimos dos años se había multiplicado el número de campesinos mientras que el número de aves de corral y de animales domésticos había sido rebajado intencionadamente.

Iván Petróvich quedó satisfecho con la primera parte de la noticia y luego ya no me hizo ningún caso, pues en el momento mismo en que con mis indagatorias y mi severo interrogatorio dejaba confundido al bribón « stárosta” y le hacía enmudecer, oí, con gran disgusto por mi parte, que Iván Petróvich roncaba sonoramente en su silla. Desde entonces dejé de inmiscuirme en sus disposiciones administrativas y encomendé sus asuntos (igual que él había hecho) al arbitrio del Altísimo.

Tal circunstancia, sin embargo, no alteró en nada nuestras amistosas relaciones, porque yo, compadecido de su debilidad y de su funesta negligencia, común entre nuestros jóvenes nobles, profesaba sincero cariño a Iván Petróvich; era imposible no querer a un joven tan bondadoso y honrado. Por su parte, Iván Petróvich respetaba mis años y me había tomado cordial afecto. Hasta que sobrevino su muerte nos veíamos casi a diario; él estimaba mi sencilla conversación, aunque ni nuestras costumbres, ni nuestras ideas, ni nuestros caracteres coincidían en la mayoría de los casos.

Iván Petróvich llevaba una vida muy moderada, evitando toda clase de excesos; jamás llegué a verle bebido (lo que en nuestras tierras puede considerarse insólito milagro); tenía gran debilidad por el género femenino, pero su timidez era realmente de doncella. (Sigue un lance que no reproducimos por reputarlo innecesario: aseguramos, sin embargo, al lector que en él no hay nada vituperable para la memoria de Iván Petróvich Belkin.)

Además de los relatos que usted se digna mencionar, Iván Petróvich dejó numerosos escritos, parte de los cuales conservo en mi poder; el resto ha sido utilizado por su ama de llaves en distintos usos domésticos. Así, el invierno pasado tapó todas las junturas de las ventanas de sus habitaciones con la primera parte de una novela que Iván Petróvich no llegó a terminar.

Los mencionados relatos fueron, al parecer, su primen ensayo. Según decía Iván Petróvich, en su mayoría eran verídicos y él los había oído referir a distintas personas (Efectivamente, en los escritos del señor Belkin se dice, de puño y letra del autor: «Lo oí relatar a Fulano de Tal (graduación o título e iniciales del nombre y apellido).» Transcribimos, para los curiosos investigadores: El jefe de postase lo refirió el consejero titular A. G. N: El disparo, el teniente coronel I. L. P.; El fabricante de ataúdes, el empleado B. V.; La nevascay La señorita campesina, la doncella K. I. T.) No obstante, casi todos los nombres de personajes son imaginarios, inventados por él mismo; en cuanto a los nombres de los pueblos y lugares, fueron tomados de los de nuestra comarca, razón por la cual en cierto lugar se menciona también mi aldea. Esto no se debe a un malvado designio, sino tan sólo a su falta de imaginación.

En el otoño de 1828, Iván Petróvich enfermó de un resfriado con calenturas que le produjo más tarde altas fiebres y murió a pesar de los celosos cuidados del médico de nuestro distrito, hombre muy experto, de manera particular en el tratamiento de males crónicos, como los callos y otros por el estilo. Falleció en mis brazos a los treinta años de edad y fue enterrado en el cementerio de la iglesia de Goriújino, cerca de sus difuntos padres.

Iván Petróvich era de estatura mediana; tenía los ojos grises, los cabellos rubios y la nariz recta; su rostro era blanco y delgado.

He aquí señor, todo lo que he podido recordar acerca del género de vida, ocupaciones, carácter y aspecto de mi difunto vecino y amigo. En el caso de que considere oportuno hacer uso de mi carta, le ruego encarecidamente que no mencione de ninguna manera mi nombre, ya que, si bien respeto y estimo el más alto grado a los hombres de letras, adjudicarme este lo lo considero superfluo y, a mis años, indecoroso. Sinceramente suyo.

Nenarádovo, 16 de noviembre de 1830.

Estimamos nuestro deber respetar la voluntad del honorable amigo de nuestro autor, le quedamos profundamente reconocidos por las noticias que nos ha facilitado y abrigamos la esperanza de que el público apreciará su sinceridad y bondadoso espíritu.

A. P.

EL DISPARO

I

Nuestro regimiento se encontraba en la pequeña localidad de X. De sobra es conocida la vida del oficial. Por la mañana, instrucción y picadero; almuerzo en casa del coronel o en la taberna de algún judío; por la noche, el ponche y las cartas. En X no había ni una sola reunión de buena sociedad, ni una sola muchacha casadera; nos juntábamos los unos en casa de los otros y no veíamos nada más que nuestros propios uniformes.

De todos nosotros sólo había uno que no era militar. Tenía unos treinta y cinco años, por lo que le considerábamos ya viejo. La experiencia le daba una gran superioridad sobre nosotros; por otra parte, su carácter siempre sombrío, sus bruscos modales y su mala lengua ejercían gran influencia en nuestras jóvenes mentes. Cierto misterio le rodeaba; parecía ruso, pero su nombre era extranjero. En otro tiempo había servido en húsares e incluso con fortuna, pero nadie conocía los motivos que le indujeron a pedir el retiro y a recluirse en en aquella mísera localidad, donde llevaba, a la vez, una vida pobre y de despilfarro: siempre iba a pie, vestía una raída levita negra, pero su mesa estaba siempre puesta para todos los oficiales de nuestro regimiento. Cierto que sus comidas se componían solamente de dos o tres platos que preparaba un soldado retirado del servicio, pero el champaña corría allí a borros. Nadie sabía nada de sus bienes ni de sus rentas, y Qadie se atrevía a preguntarle a este respecto. Tenía libros, en su mayor parte militares y novelas. Los prestaba de buen grado y no los reclamaba nunca; por su parte, jamás devolvía a su dueño el libro que hubiera pedido. Su ejercicio favorito consistía en el tiro de pistola. Las paredes de su aposento, desconchadas por las balas, estaban tan llenas de agujeros que parecían panales. Una valiosa colección de pistolas era el único lujo de la humilde casita en que vivía. La habilidad que había alcanzado en el tiro era extraordinaria, y si hubiese querido tomar como blanco una pera colocada sobre la cabeza de alguno de nosotros, nadie en el regimiento habría dudado en ofrecer la suya. Nuestras conversaciones giraban con frecuencia en torno a los duelos. Silvio (le llamaré así) nunca tomaba parte en ellas. Cuando se le preguntaba si se había batido alguna vez, respondía secamente que sí, pero no entraba en detalles y era visible que estas preguntas le desagradaban. Suponíamos que sobre su conciencia debía pesar alguna víctima de su terrible destreza. Jamás se nos habría ocurrido recelar en él nada semejante a la timidez. Hay hombres cuyo aspecto disipa tales sospechas. Un suceso casual nos dejó estupefactos. En cierta ocasión comíamos alrededor de diez oficiales en casa de Silvio. Bebimos como de costumbre, es decir, muchísimo; después de la comida insistimos cerca del anfitrión para que jugásemos a las cartas y él fuese el banquero. Se resistió largo rato, porque no jugaba nunca; al fin, dio orden de que trajeran los naipes, arrojó sobre la mesa medio centenar de billetes de diez rublos y se dispuso a cortar. Nosotros le rodeamos y empezó el juego. Silvio tenía la costumbre de guardar silencio absoluto mientras jugaba; jamás discutía ni daba explicaciones. Si alguien se equivocaba en la cuenta, él inmediatamente abonaba el resto o anotaba lo que sobrabat. Nosotros conocíamos su costumbre y le dejábamos hacer. Pero aquella vez estaba entre nosotros un oficial trasladado hacía poco a nuestro regimiento. Pues bien, este joven oficial, en un momento de distracción, se apuntó un punto de más. Silvio tomó la tiza y rectificó el error, según tenía por costumbre. El oficial, creyendo que Silvio se había equivocado, comenzó a dar explicaciones. Silvio siguió contando en silencio. El oficial, perdida la paciencia, tomó el cepillo y borró lo que le parecía haber sido apuntado sin motivo. Silvio echó mano a la tiza y restableció la cifra. Enardecido por el vino, el juego y la risa de sus compañeros, el oficial se consideró terriblemente agraviado, y blandiendo con furia un candelabro de cobre que había sobre la mesa, lo arrojó contra Silvio, que apenas si pudo rehuir el golpe. Nosotros quedamos sobrecogidos. Silvio se levantó, pálido de cólera, y con los ojos echando chispas dijo: