Digo que, además de la obligación de no mentirme necesitaba humillarme, porque aunque la una cosa es derivación de la otra, estaba tan arraigada en mí la falsa idea de mi grandeza, que hasta que no me humillé sinceramente, hasta que no rechacé tan falsa opinión de mí mismo, no podía ver bien toda la extensión de la mentira en que vivía. Únicamente cuando me humillé, cuando dejé de considerarme como un hombre aparte y me vi igual a todoslos hombres, fue cuando vi claro el camino.

Hasta entonces no había podido contestar a la pregunta: «¿Qué haré?» pregunta que, a la verdad, no estaba hecha en debida forma.

Antes de humillarme, me la había formulado de este modo: «¿Qué actividad elegir para mí, para un hombre que ha recibido la instrucción y la enseñanza que yo he recibido? ¿Cómo compensar, por medio de esa instrucción y esa enseñanza, lo que he tomado y tomo del pueblo?» La pregunta estaba mal hecha, por cuanto entrañaba la falsa idea de que yo no era un hombre como los demás, sino un ser aparte, llamado a servir a las gentes con mi instrucción y mi talento, fruto de una práctica de cuarenta años. Yo me hacía la pregunta, pero, en el fondo, la tenía contestada previamente porque ya tenía determinado el género de actividad que más me agradaba y más me impelía a servir a los hombres. Hablando con propiedad, me preguntaba: —¿Cómo yo, tan buen escritor, que he adquirido tantos conocimientos científicos, he de emplearlos en interés del pueblo?

Y ved aquí cómo debe hacerse la pregunta, cómo se le podría hacer a un rabino sabio que hubiese estudiado el Talmud y hubiese aprendido el nombre de las letras de todos los libros santos y todas las filigranas de su ciencia: ved aquí cómo debí formularla, tanto para mí como para el rabino.

—¿Qué haré yo que, por mi condición desgraciada, he pasado los mejores años escolares estudiando gramática, geografía, ciencias jurídicas, retórica 131

y práctica, historia, lengua francesa, sistemas filosóficos, el piano y ejercicios militares, en vez de endurecerme en la fatiga; yo, que he empleado los mejores años de mi vida en ocupaciones ociosas y estragadas? ¿Qué debo hacer, a pesar de esas desgraciadas condiciones de mi pasado, para liquidar mi deuda con esas gentes que durante todo ese tiempo me han alimentado y vestido y que aún siguen alimentándome y vistiéndome?

Si, después de humillado, se me hiciera la pregunta: «¿Qué debe hacer un hombre tan pervertido?» la respuesta sería fácil.

—Esforzarse, ante todo, en sostenerse honradamente; es decir: aprender a no vivir a costa ajena, y una vez aprendido, servir a los demás en toda ocasión con manos, pies, cerebro y corazón en todo y por todo lo que los hombres necesiten.

Por eso digo que además de la obligación de no mentirse a sí mismo ni mentir a los otros, el hombre de nuestro círculo necesita humillarse, despojarse del orgullo que despiertan en nosotros la instrucción, la educación y el talento; reconocerse, no como un bienhechor del pueblo, o como el que se digna compartir con el pueblo el tesoro de sus conocimientos adquiridos, sino como un culpable, como un hombre pervertido e inútil que desea corregirse y, sin hacerle bien, dejar únicamente de ultrajarle y de injuriarle.

Oigo decir con frecuencia a jóvenes que están en desacuerdo con mi teoría: —¿Y qué debo yo hacer para ser útil, ahora que he terminado mis estudios en la Universidad o en otro establecimiento?

Esos jóvenes preguntan, pero en el fondo de sus almas sienten el orgullo que les causa la instrucción que han recibido y que desean servir al pueblo con ella. Por eso se guardarán mucho de examinar sincera, honrada y escrupulosamente lo que ellos llaman su instrucción, y de preguntarse si es buena o si es mala; pero, si lo hacen, renegarán de ella y volverán a estudiar de nuevo, que es lo que necesitan.

Esos jóvenes no pueden contestar a la pregunta «¿Qué hacer?» porque, para ellos, la pregunta debe hacerse de este otro modo: —¿Cómo yo, abandonado e inútil, que por mi desgraciada condición he perdido los mejores años de mi vida en el estudio del talmud científico, estudio que pervierte el alma y el cuerpo, cómo puedo corregirme de mi error y hacerme útil a los hombres?

Pero he aquí cómo se la hacen ellos:

—¿Cómo yo, que he adquirido tantas ciencias hermosas, me haré útil a los hombres por medio de ellas?

De ahí que ninguno de esos hombres responderá jamás a la pregunta « ¿Qué hacer?» en tanto que no se haya humillado. Y la penitencia no es terrible como no lo es la verdad, sino alegre y provechosa. Basta acoger sinceramente la verdad y humillarse con toda franqueza, para comprender que no hay nadie que tenga ni pueda tener en el mundo y en la vida derechos, ventajas ni caracteres distintos; que por el contrario los deberes no tienen ni fin ni límites, y que el primero, el más indubitable deber del hombre, es el de su participación en la lucha con la naturaleza en pro de su vida y de la vida de los demás.

XVIII

Y este conocimiento del deber del hombre es lo que constituye el fondo de la tercera respuesta a la pregunta: «¿Qué hacer?» Yo me esforzaba en decirme la verdad y en arrancar de mi corazón los últimos vestigios de la falsa idea que tenía de la importancia de mi instrucción y de mi talento, humillándome francamente; pero una nueva dificultad me impidió aún satisfacer la pregunta: «¿Qué hacer?» Debía hacer tantas cosas diferentes, que necesitaba una indicación sobre lo que debería hacer con preferencia a lo demás, y esa indicación la encontré en el sincero arrepentimiento del mal en que vivía.

«¿Qué hacer, qué hacer más especialmente?» Esto es lo que todos preguntan y lo que yo me pregunté también, hasta que me di cuenta de que, no obstante la alta idea que había formado de mi misión, el primero y más ineludible de mis deberes era el de alimentarme, vestirme, calentarme y abrigarme por mí mismo, y luego servir a mi prójimo, porque desde la creación del mundo ése ha sido el primero y el más ineludible deber de todo hombre.

En efecto, cualquiera que sea la misión que el hombre se asigne: gobernar un pueblo; defender a sus compatriotas; celebrar el culto; enseñar a los demás; inventar medios para hacer más agradable la vida; descubrir las leyes del universo; encarnar las virtudes eternas en las formas del arte, etc., el deber que se impone a un hombre razonable de tomar parte en la lucha contra la naturaleza para asegurar su vida y la de otros, será siempre el primero y el más ineludible de sus deberes.

Este deber es el primero de todos porque nada le es más necesario al hombre que su vida, y le es preciso conservarla para defender a los demás hombres, enseñarles y hacerles más dulce la existencia, en tanto que mi 133

alejamiento de la lucha y mi usurpación del trabajo de otro constituían un atentado mortal contra la vida ajena. Por eso resulta insensata la pretensión de querer servir la vida de los hombres; y no es posible decir que yo presto servicio a la humanidad si con mi género de vida la perjudico ostensiblemente.