De esta nueva doctrina resulta lo siguiente: Sois una célula, pero, como veis, al propio tiempo que célula, sois una actividad funcional rigurosamente determinada que no solamente observáis, sino que sentís en vuestro interior: sois una célula pensante e inteligente y, por lo tanto, le podéis preguntar a otra célula parlante si siente también lo mismo que sentís y confirmar de ese modo, una vez más, vuestra experiencia; podéis aprovecharos o utilizaros de lo que las células parlantes que antes que vos han existido, han elaborado sobre el mismo punto, y tenéis millones de células cuya conformidad con las células que han consignado por escrito sus pensamientos confirma vuestras observaciones; pero todo eso no tiene importancia alguna; todo eso procede de un método falso y malísimo.

Y he aquí, ahora, cuál es el método científico, el único verdadero: Si queréis conocer vuestro destino y vuestro verdadero bien, el destino y el verdadero bien del género humano en general y de cada hombre en particular, debéis, ante todo, dejar de escuchar la voz y las exigencias de la conciencia y de la razón que se manifiestan en vos y en cada uno de vuestros semejantes: debéis dejar de creer en todo lo que dicen los grandes maestros del género humano acerca de la razón y de la conciencia, considerar todo eso como bagatelas y comenzar de nuevo. Y, para comprenderlo todo, debéis examinar con el microscopio los movimientos de los microbios y de las células en los gusanos, o lo que es más sencillo, creer lo que os digan acerca de ello los adeptos, provistos de una patente de infalibilidad. Y observando los movimientos de esos microbios y de esas células, o leyendo lo que otros hayan observado, atribuiréis a esas células sentimientos humanos; determinaréis luego lo que desean; hacia dónde corren; cuáles son sus costumbres, y de esas observaciones (de las que cada palabra contiene un error de expresión o de pensamiento) deduciréis, por analogía, lo que sois y cuál es vuestro destino y en qué consiste vuestro verdadero bien, y lo mismo respecto a las células semejantes a la vuestra.

Para conoceros, debéis estudiar, no solamente el gusano que veáis, sino las substancias microscópicas que distinguís apenas, y las transformaciones sucesivas de los seres que nadie ha visto nunca y que vos no veréis ciertamente jamás. Lo mismo ocurre con el arte. ¡El arte!... En donde está la verdadera ciencia, está siempre su expresión.

Los hombres veían, desde que existen, en la expresión de las diferentes ciencias la principal expresión del destino y del verdadero bien del hombre, y la expresión de esta ciencia era el arte en el sentido estricto de la palabra.

Desde que el mundo existe, hubo siempre naturalezas vibrantes, apasionadas por el problema de la dicha y del destino del hombre, que expresaron en el salterio o en la lira, por la palabra o por la imagen, su lucha y la lucha humana contra las mentiras que los desviaban de su verdadera misión, y expresaron sus sufrimientos en esa lucha y sus esperanzas en el triunfo del bien, y sus desesperaciones cuando el mal triunfaba, y sus éxtasis al sentir inminente la victoria definitiva del bien.

Desde que los hombres existen, el verdadero arte, altamente apreciado por ellos, no era otra cosa que la expresión de la ciencia del destino y del verdadero bien del hombre.

Siempre, hasta estos últimos tiempos, el arte se consagraba al estudio de la vida y entonces era apreciado por los hombres, sobre todo lo demás.

Pero al mismo tiempo que a la ciencia verdadera del destino y del verdadero bien substituía la ciencia de todo lo que uno quiere, el arte desaparecía con aquélla, por cuanto es una parte de la actividad humana.

El arte ha existido en todos los pueblos y existirá mientras que lo que llamamos religión sea mirado como la ciencia única. En nuestro mundo europeo, el arte se refugió en la iglesia, y fue el arte verdadero en tanto que ésta representó la ciencia del destino y del verdadero bien y que su doctrina fue considerada como la ciencia verdadera; pero, desde que el arte salió de la Iglesia para dedicarse a la ciencia y que la ciencia se dedicó a cualquier cosa, el arte perdió toda su importancia, y a pesar de sus derechos testimoniados por su antigua gloria y de la absurda afirmación del arte para el arte, que únicamente prueba que hemos perdido el sentimiento de su misión, el arte se ha convertido en un oficio que proporciona a las personas sensaciones agradables, y que se confunde fatalmente con las artes coreográfica, culinaria, capilar y otras, cuyos adeptos se llaman artistas, con el mismo título que los poetas, los pintores y los músicos de nuestro tiempo.

Si miras detrás de ti, verás en un periodo de millares de años y en la masa de millares de millones de personas que han vivido, emergir algunas decenas escasas de Confucios, de Budhas, de Solones, de Sócrates, de Salomones, de Sénecas y de Horneros. Verdad es que hubo pocos de ellos entre los hombres, siquiera entonces el género humano entero, y no una sola casta, contribuyese a formar a aquellos verdaderos sabios y verdaderos artistas, productores del pasto espiritual. No en vano los estimó tanto la humanidad, y los sigue estimando todavía.

Pero hoy se dice, por los que lo dicen, que todos aquellos grandes maestros antiguos de la ciencia y del arte no son ya necesarios. Hoy, los maestros de la ciencia y del arte cabe fabricarlos en virtud de la ley de la división del trabajo, y hemos fabricado en diez años más que los que han nacido entre los hombres desde el principio del mundo. Hoy tenemos la 124

corporación de los sabios y de los artistas, que nos prepara, siguiendo un procedimiento perfeccionado, todo el pasto espiritual que el género humano necesita, y esa corporación lo prepara en tan gran cantidad, que ya no tenemos precisión de invocar a los predecesores antiguos ni modernos. Hay que barrer de nuestra inteligencia y de nuestra memoria la actividad del periodo teológico y metafísico: la verdadera y razonable actividad vio la luz hará unos cincuenta años, y durante esos cincuenta años hemos fabricado tantos hombres grandes, que se cuentan lo menos diez por cada ciencia, y hemos creado tantas ciencias (verdad es que se las ha creado, como dijimos, con gran facilidad, añadiendo a una palabra griega las terminaciones logia o grafíay dando a la palabra compuesta el título de ciencia), hemos creado tantas ciencias, que no bolo le es imposible a un hombre conocerlas ya, sino que hasta le es imposible retener en la memoria la nomenclatura de las existentes, pues bastaría a formar, por sí sola, un gran diccionario, no obstante lo cual, siguen creándose todos los días ciencias nuevas.

Han hecho nuestros llamados sabios lo que aquel profesor finlandés que enseñaba a los niños la lengua de Finlandia en vez de la francesa. La enseñaba perfectamente; pero, por desgracia, excepto yo, nadie la comprendía y tocios dijeron que aquello eran inútiles bagatelas.

Eso, por otra parte, puede explicarse también de este modo: Si los hombres no comprenden toda la utilidad de la filosofía científica, es porque aún se hallan bajo la influencia del periodo teológico, de aquel periodo pretérito en que el pueblo entero, y lo mismo entre los judíos que entre los chinos, lo mismo entre los indios que entre los griegos, comprendían todo cuanto les decían sus grandes maestros.