Pero, cualesquiera que fuesen las causas, el hecho es que las ciencias y las artes existieron siempre, y que mientras verdaderamente existieron, fueron necesarias y accesibles a todos los hombres. Nosotros producimos algo a que damos el nombre de ciencias y de artes, pero resulta que ese algo que producimos no es necesario ni accesible a los hombres, y de ahí que, por lindas que sean las cosas que producimos, no tenemos el derecho de darles el nombre de ciencias y de artes.

XIV

—Pero eso que hacéis—me dirán—no es más que dar otra definición más restringida de la ciencia y del arte, definición en desacuerdo con la ciencia: la actividad científica y artística fue siempre la misma y sigue siendo la misma que tuvieron los Galileo, los Homero, los Bruno, los Miguel Ángel, los Beethoven y todos los sabios y artistas de igual o de menor cultura que sacrificaron su vida a la ciencia y al arte y que fueron y siguen siendo los bienhechores del género humano.

He ahí lo que se dice y se redice, tratando de olvidar el nuevo principio en que se apoyan la ciencia y el arte para reivindicar hoy una situación privilegiada, y lo que nos permite decidir, con pruebas y en escala cierta, si la actividad que toma el nombre de ciencia y de arte tiene o no el derecho de enorgullecerse así.

Cuando los sacrificadores de Egipto o de Grecia elaboraban sus misterios, ignorados de la multitud, y decían que aquellos misterios contenían en sí toda la ciencia y todo el arte, yo no hubiera podido comprobar, por sus servicios prestados al pueblo, la verdad de su ciencia, de aquella ciencia que se apoyaba, según ellos decían, en lo sobrenatural; pero hoy tenemos una definición muy precisa y muy clara de la actividad de la ciencia y del arte, definición que excluye todo lo sobrenatural: la ciencia y el arte se enderezan a consagrar la actividad del cerebro del género humano al servicio de la sociedad o del género humano en su totalidad.

Esta definición de la ciencia y del arte por la doctrina nueva, es absolutamente justa; pero, desgraciadamente, la actividad de las ciencias y de las artes actuales no se compagina con ella. Los unos producen cosas nocivos; los otros, cosas inútiles, y los demás cosas indiferentes que no convienen más que a los ricos. No abrigan los propósitos consignados en su definición, y tienen, por lo tanto, tan poco derecho a considerarse los representantes de la ciencia y del arte, como un clérigo pervertido, que no llenase los deberes por él contraídos, tendría en considerarse como el depositario de la verdad divina.

Y es evidente la causa por la cual los actuales partidarios de la ciencia y del arte no han realizado ni pueden realizar su misión: no la realizan, porque han convertido en derechos sus deberes.

La actividad científica y artística, en el verdadero sentido de la palabra, es únicamente fecunda, cuando se reconoce tan sólo deberes y no derechos.

Solamente por ser así y porque tal es su naturaleza, estima en tan alto precio su actividad el género humano. Los seres que estén llamados a servir a los demás por medio de un trabajo espiritual, no verán en ese trabajo más que un deber, y lo cumplirán a pesar de las dificultades, las privaciones y los sacrificios.

El pensador y el pintor no deben cernerse en la serenidad de las alturas olímpicas, como hemos dado en creer: el pensador y el pintor deben sufrir con los hombres para salvarlos y para consolarlos, y sufren más porque viven en una inquietud, en una agitación perpetuas: podrían descubrir y expresar lo que diese a los hombres la felicidad; lo que los librase de sus sufrimientos; lo que los consolase; pero aún no han descubierto nada; no han expresado nada en tal sentido, y mañana quizá sea demasiado, tarde, 126

porque habrán muerto. Por eso serán siempre el sufrimiento y el sacrificio el premio del pensador y del artista.

El pensador y el pintor no serán los que, educados en un establecimiento en que se tiene el encargo de formar el sabio o el pintor (y en el que, hablando con propiedad, forman un destructor de la ciencia o del arte), reciban el diploma o título de garantía, sino los que, sin haber querido pensar en ello ni expresar lo que sienten en sus almas, no puedan dejar de hacerlo obligados por la presión de dos fuerzas insuperables: el impulso interior y la necesidad de los hombres.

No hay pensadores ni artistas bien alimentados, gordos, ni satisfechos de sí mismos: la actividad espiritual y su expresión realmente necesaria a los demás, es la misión más penosa del hombre, la cruz, como se dice en el Evangelio, y el síntoma único, inevitable de la vocación real es la abnegación, el sacrificio de sí mismo para manifestar la fuerza puesta en el hombre que tiene la misión de ser útil a otros. No se forma sin un gran esfuerzo el fruto espiritual.

Dar a conocer el número de cochinillas que hay en el mundo, examinar las manchas del sol, escribir novelas y óperas, puede hacerse sin sufrir; pero enseñar a los hombres su verdadero bien, renunciando por completo a sí mismo y sacrificándose por el prójimo, no se puede hacer sin gran abnegación.

Cristo no murió en vano en la cruz, ni los mártires sufren en vano por el triunfo de su causa.

Pero nuestra ciencia y nuestro arte están garantidos, galardonados con diplomas y títulos y todos tienen, además, el cuidado de garantirlos mejor haciéndolos cada vez menos adaptables al servicio de los hombres.

Existen dos caracteres indubitables de la verdadera ciencia y del verdadero arte: el primero, interior, es que el servidor de la ciencia y el del arte cumplen sus deberes con abnegación y no por interés; y el segundo, exterior, es que la obra del servidor de la ciencia o del arte sea accesible a todos los hombres cuyo bien tiene presente.

Allí donde los hombres coloquen su destino y su verdadero bien, allí será la ciencia el estudio de ese destino y de ese bien verdadero, y SI arte la expresión de dicho estudio. Lo que entre nosotros se llama la ciencia y el arte es el producto de espíritus y de sentimientos ociosos que tienen por objeto halagar espíritus y sentimientos no menos ociosos; son ciencia y arte incomprensibles que nada dicen al pueblo, porque no han tenido en consideración para nada el bien del pueblo.

XV

Por mucho que se remonten nuestros conocimientos acerca de la vida de la humanidad, encontramos siempre, y por todas partes, una doctrina dominante que toma el falso nombre de ciencia y que vela á, los hombres el sentido de la vida, en vez de descubrírselo. Así sucedió entre los griegos con los sofistas; luego a los cristianos con los místicos; a los gnósticos con los escolásticos; a los judíos con los cabalistas y los talmudistas, y así por todas partes hasta nuestros días. ¡Qué dicha más especial la de vivir en una época privilegiada en la que esta actividad intelectual que se llama ciencia no incurre en el error, y se halla, según aseguran, en camino de verdadero progreso! ¿Provendrá, acaso, esa dicha especial de que el hombre no puede ni quiere ver su fragilidad? Pero ¿por qué no han quedado más que palabras de todas aquellas ciencias sofistas, cabalísticas y talmudistas, y nosotros somos tan especialmente dichosos? Los síntomas son los mismos; igual contento de sí propio, la misma ciega seguridad que nosotros; pero nosotros, nosotros estamos en el camino cierto, y es para nosotros, únicamente para nosotros, para quienes empieza el presente. Pero esta expectación en que estamos de algo extraordinario que descubriremos pronto, muy pronto, rasga el velo de nuestros errores no menos que ese mismo síntoma principal: la sabiduría reside en nosotros; la masa del pueblo no la comprende, no la aprovecha, ni tiene necesidad de comprenderla ni de aprovecharla.