La lucha contra la naturaleza para conquistar los medios de existencia, será siempre el primero y el más ineludible de los deberes del hombre, porque ese deber es la misma ley de la vida cuya violación arrastra detrás de sí, como castigo inevitable, la destrucción de la vida, sea corporal, sea razonable, del hombre. Cuando éste se emancipa del deber de luchar, viviendo solo, en seguida es castigado con la destrucción de su cuerpo: cuando se emancipa de él obligando a los otros a que ocupen su puesto, es castigado en seguida con la destrucción de su vida razonable, es decir, de la vida que tiene un sentido razonable.

Por el contrario, el hombre encuentra en el mero cumplimiento de ese deber una satisfacción completa de las necesidades de su naturaleza, tanto corporales como espirituales: se alimenta, se viste, se cuida de sí y de los suyos, y eso labra la satisfacción de sus necesidades corporales: alimentar, vestir y cuidar al prójimo es lo que labra la satisfacción de sus necesidades espirituales. No es legítima ninguna otra forma de actividad, como no concurra a la satisfacción de esas necesidades, porque en la satisfacción de ellas reside toda la vida del hombre.

Tan desnaturalizado estaba por mi pasada vida y tan oculta anda por el mundo esta primera é indubitable ley de Dios o de la naturaleza, que la ejecución de ella me pareció extraña, monstruosa, hasta vergonzosa inclusive, como si la ejecución de una ley eterna e indubitable pudiera ser extraña, inconcebible y vergonzosa, y no lo fuera su violación.

Desde luego supuse que para realizar el propósito, era preciso un arreglo: cierta organización; la asociación de personas unánimemente penetradas de las mismas ideas; el consentimiento de la familia, y la vida del campo: luego pensé que era vergonzoso exhibirse ante el mundo haciendo una cosa tan insólita en nuestra sociedad como el trabajo físico, y no sabía cómo arreglármelas.

Pero me bastó comprender que no era yo quien debía dar a mi actividad una forma determinada, sino que esta actividad era la llamada a sacarme de la falsa situación en que me encontraba y llevarme a la situación natural que debiera ocupar, y la llamada también a corregir la mentira dentro de la cual vivía yo, y me bastó, repito, conocer todo eso, para que todas las dificultades se allanaran.

No había que pensar en arreglo alguno, ni en prepararme, ni en obtener el consentimiento de los demás, porque, cualquiera que fuese mi situación, 134

habría siempre personas obligadas a alimentarse, a vestirse y a calentarse, y yo con ellas, y porque en todas partes y en todos los casos, podría yo hacerlo por mí mismo para mí y para ellas, contando con tiempo y fuerzas para realizarlo. En cuanto a sentir vergüenza por la realización de un trabajo tan insólito como singular a los ojos del mundo, no lo temía, porque de lo que la tenía ya era de no haberlo emprendido aún.

XIX

Al llegar a tener esta convicción y al empezar a obtener el resultado práctico de la misma, me vi plenamente recompensado de no haber retrocedido ante las consecuencias de la razón y de haberme dejado llevar a donde ellas me empujaban. Al llegar a dicho resultado práctico, me admiró la facilidad y sencillez con que se iban resolviendo todas esas cuestiones que tan difíciles y complicadas me parecieron antes.

A la pregunta «¿Qué debo hacer?» surgía la respuesta más natural y apropiada: que, ante todo, debía preparar mis utensilios de cocina, mi hornilla, el agua que necesitara, mis vestidos, todo aquello que hubiera menester y pudiera yo preparar por mí mismo.

A la pregunta: «¿No encontrarán los demás extraño que yo haga eso?» me respondí que aquella extrañeza les duraría una semana, al cabo de la cual lo que les parecería ya extraño sería que yo volviera a mis antiguas costumbres.

Respecto a la pregunta: «¿Será preciso organizar algún trabajo físico o fundar alguna sociedad en un pueblo para el cultivo de la tierra?» me contesté que no había necesidad de nada de eso, porque si el trabajo tiene por objeto satisfacer necesidades y no el adquirir por virtud de él los medios de vivir ocioso y de usurpar el trabajo de otro (que es a lo que tiende el de las gentes que apilan el dinero), ese trabajo atrae naturalmente de la ciudad al pueblo y del pueblo al campo, en donde es más fructuoso y alegre. No era necesario organizar sociedad alguna, porque el trabajador va espontáneamente a sumarse con la sociedad de trabajadores ya formada.

Respecto a la pregunta: «¿Absorberá ese trabajo todo mi tiempo y entorpecerá el ejercicio de esta actividad intelectual a la que tengo cariño y estoy acostumbrado y que, en mis momentos de presunción, juzgo que no es inútil para los demás?» la respuesta que me di fue la más inesperada. La energía de mi actividad intelectual, una vez emancipada de todo lo superfluo, aumentó y seguía acreciendo en relación con mi energía corporal.

Resultó que, consagrando al trabajo corporal ocho horas, aquella mitad del día que antes empleaba en luchar penosamente contra el fastidio, me quedaban aun otras ocho, de las que sólo necesitaba cinco para el trabajo intelectual. Deduje que si yo, escritor fecundo que no había hecho otra cosa 135

que escribir en cuarenta años y que llevo escritos trescientos pliegos de impresión, me hubiese atenido al trabajo físico como un obrero y, exceptuando las noches de invierno y los días feriados, hubiese consagrado diariamente cinco horas a leer y a estudiar sin escribir más que dos páginas por día (yo escribía a veces un pliego entero de impresión), aquellos trescientos pliegos los hubiese escrito en catorce años. Y deduje, por último, algo que me admiró: el cálculo aritmético más sencillo que puede hacer un niño de siete años y que jamás había hecho yo hasta entonces. Un día completo tiene veinticuatro horas; damos ocho horas al descanso, y quedan diez y seis. Si un trabajador del pensamiento consagra cinco a su tarea intelectual, y es mucho hacer ¿en qué empleará las once horas restantes?

Y resultó que el trabajo físico no excluía el ejercicio de la actividad intelectual, sino que aumentaba su dignidad y la estimulaba.

En cuanto a la pregunta: «¿Me priva este trabajo físico de los placeres inocentes que son naturales al hombre, como los goces artísticos, las adquisiciones de la ciencia, la sociedad del mundo, y en general, las dulzuras de la vida?» Y obtuve todo lo contrario: cuanto más intenso era el trabajo, cuanto más se acercaba a los trabajos de la tierra que por groseros se juzgan, más sensible era a los goces del arte y de las ciencias; más estrechas y cordiales se hacían mis relaciones con los hombres, y más gustaba de las dulzuras de la vida.

A la pregunta (que con tanta frecuencia he oído hacer a personas no del todo sinceras): «¿Qué resultado esperar de mi gota infinitesimal de trabajo físico personal, en el mar del trabajo común a que concurro?» obtuve la misma respuesta satisfactoria e inesperada. Resulta que bastó con hacer del trabajo físico la costumbre de mi vida para que se desprendiesen de mí, sin esfuerzo alguno de mi parte, mis queridas costumbres mentirosas y mis gustos de ociosidad y molicie.