Nuestra situación es muy grave; pero ¿por qué no mirarla de frente?

Ya es tiempo de que nos corrijamos y nos juzguemos. No somos más que eruditos y fariseos que nos hemos sentado en el solio de Moisés; que hemos arrebatado las llaves del reino de los cielos, y que no queremos entrar en ellos ni dejar que los demás entren. Nosotros, los sacrificadores de la ciencia y del arte, somos los peores embusteros y tenemos menos derecho a nuestra situación privilegiada que los sacrificadores más trapaceros y más malvados, puesto que nada la justifica.

Los sacrificadores podían aspirar a su situación; decían que le enseñaban a la gente el camino de la vida y de la salvación; pero nosotros los hemos substituido y no enseñamos a los hombres ni aun el camino de la vida: es más, reconocemos que no es necesario enseñarles nada: lo único que enseñamos a nuestros hijos es nuestro propio talmud o sea la gramática grecolatina, para que puedan continuar a su vez esta misma vida de parásitos que nosotros llevamos.

Decimos ahora: —Había castas y ya no las hay.

Pero ¿qué significación tiene ese aserto siendo así que los unos trabajan y los otros no?

Haced venir a un indio ignorante de nuestra lengua y hacedle ver la vida europea y la nuestra, y reconocerá las dos castas principales que existen en su país, perfectamente distintas: la de los trabajadores y la de los que no trabajan; y en este país como en el suyo, el derecho de no trabajar, consagrado por un privilegio particular que denominamos la ciencia y el arte, y, en general, la instrucción.

Y he ahí como esa instrucción, con la atrofia de la razón que es consecuencia de ella, nos ha conducido a esta singular demencia de espíritu que hace que no echemos de ver lo que es tan claro y tan indudable.

XVI

Pero ¿qué hacer? ¿Qué es lo que debemos hacer?

Esta pregunta, que implica la confesión de que nuestra vida es mala e ilegítima, y además la excusa de no poderla enmendar nunca, esta pregunta la he oído y la oigo por todas partes.

He consignado mis sufrimientos, mis investigaciones, las respuestas que me he dado a esta pregunta. Soy un hombre como los demás, y si por algo me distingo de otro hombre ordinario de nuestro círculo, es, en primer lugar, porque he contribuí-do más que él a formar la falsa doctrina di nuestro mundo: he recibido más elogios de los adeptos a la doctrina imperante y por eso me he pervertido más que los otros y he seguido el camino errado.

Y por esa razón espero que la solución del problema que he encontrado para mí, satisfaga a todos los hombres sinceros que se hayan hecho o se hagan la misma pregunta.

Ante todo, a la pregunta «¿Qué hacer?» me he contestado: No mentir a los demás ni a mí mismo, y no temer la verdad condúzcame adonde quiera.

Todos sabemos lo que es mentir a los demás y no tememos mentirnos a nosotros mismos, siendo así que la peor mentira, la mentira más cínica echada a otro no es nada, en sus consecuencias, comparada con la mentira que se echa uno a sí mismo, puesto que amoldamos a ella nuestra vida.

De esta mentira hay que guardarse mucho para contestar a la pregunta « ¿Qué hacer?» Y, en efecto, ¿cómo responder a esta pregunta «¿Qué hacer?» cuando todo lo que hago, cuando mi vida entera reconoce por base la mentira, cuando yo presento esa mentira, como si fuera la verdad, a los demás y a mí mismo? No mentir en ese sentido es no temer la verdad; es no imaginar 129

ni acoger los efugios imaginados por los hombres para ocultarse uno a sí mismo las obligaciones de la razón y de la conciencia; es no tener miedo a romper con los que nos rodean, para permanecer fiel a esa conciencia y a esa razón; es no temer el estado a donde la verdad pueda conducir, en la convicción de que, por horroroso que ese estado sea, no puede serlo tanto como el que reconoce por base la mentira. No mentir, en nosotros, personas privilegiadas, trabajadores del pensamiento, es no temer la comprobación.

Quizá sea tan grande tu deuda que no puedas pagarla; pero, por grande que sea, todo es preferible a seguir siendo insolvente. Por mucho que hayas avanzado por el mal camino, todo es preferible a avanzar por él un paso más. La mentira echada a los demás no pasa de ser incómoda. Todo se resuelve mejor y más pronto por la verdad que por la mentira. La mentira echada a los demás embrolla las cosas y retrasa su solución; pero la mentira que uno se echa, erigida en verdad, pierde nuestra vida entera.

Si el hombre, metido en mal camino, lo considera como el verdadero, cada paso que da por él lo aleja de su objetivo; si ese hombre, después de haber avanzado mucho por tan falsa vía, se percata u oye decir que va descaminado, y se asusta de verse ya tan lejos y trata de convencerse de que continuando por ella es posible que llegue a dar con el buen camino, jamás llegará a dar con éste.

Si el hombre se desanima ante la verdad; si al ver ésta no la reconoce; si considera la mentira como la verdad, entonces jamás sabrá lo que debe hacer. Nosotros, los hombres ricos, privilegiados y, según dicen, instruidos, tan internados nos hallamos en la falsa ruta, que necesitamos, o mucha audacia o sufrir muchos contratiempos y disgustos en esa falsa ruta para volver sobre nosotros mismos y reconocer la mentira en que vivimos.

Yo, gracias a los sufrimientos que pasé en el falso camino que seguía, reconocí la mentira de nuestra vida, y al reconocer que iba equivocado, concebí la audacia de ir, al principio solamente con el pensamiento, por donde me llevaran la razón y la conciencia, sin considerar por dónde me llevarían; y he obtenido la recompensa de mi audacia.

Todos los fenómenos de la vida, que me rodeaban, complicados, discordantes y confusos, se esclarecieron súbitamente, y mi situación, antes extraña y penosa, hízose de pronto natural y cómoda.

Y ya en esta nueva situación, surgió mi actividad bajo su verdadera forma, no la de antaño, sino una actividad nueva, mucho más tranquila, mucho más grata y alegre. Lo que antes me espantaba, empezó a atraerme. Por eso creo que el que se pregunte sinceramente: «¿Qué hacer?» y al contestarse no se engañe a sí mismo y vaya a donde la razón le lleve, tendrá decidida la cuestión.

Con tal de que no se mienta a sí mismo, sabrá cómo, dónde y qué hacer.

XVII

Una cosa que puede entorpecer la investigación es el falso orgullo y la alta opinión de sí mismo y de su situación, y eso me pasó a mí, y por eso la segunda respuesta, derivada de la primera, a la pregunta «¿Qué hacer?» consiste para mí en humillarme en toda la acepción de la palabra, o sea en apreciar de otra manera distinta mi situación y mi actividad; en reconocer, en vez de la utilidad y de la importancia de mi actividad, su peligro y su flaqueza; en vez de mi instrucción, mi ignorancia; en lugar de mi bondad y de mi moralidad, mi inmoralidad y mi dureza, y en vez de mi grandeza, mi pequeñez.