Vaga por el distrito de Krapivenski un mujik andrajoso. Durante la guerra era comprador de trigo, dependiente del contratista de víveres. En contacto con éste, viendo fácil y risueña la vida, se volvió loco: se figuró que podía vivir sin trabajar y que tenía entre sus manos una cédula del emperador.
Ese mujik se titula ahora el príncipe militar serenísimo Blochine, proveedor de los víveres de guerra de todos los cuerpos, y dice de sí «que ha pasado por todos los grados», y que, después de servir en los cuerpos militares, debe recibir del emperador un banco abierto, vestidos, uniformes, equipos, caballos, criados, té, guisantes y toda clase de víveres. Parece un verdadero cómico; pero, para mí, es horrible la significación de su locura. Cuando se le pregunta si quiere trabajar algo, contesta siempre con arrogancia: —Gracias: los aldeanos arreglarán eso.
Cuando se le replica que los aldeanos no querrán hacerlo, replica: —El arreglono es difícil para los aldeanos (Por regla general, habla con afectación).
—Hoy se inventan máquinas, —dice, —para facilitar el trabajo de los aldeanos. Ya no tropezarán con dificultades.
Cuando se le pregunta para qué vive, contesta: —Para callejear.
Miro siempre a este hombre como quien mira un espejo: en él me veo yo mismo y veo a toda nuestra clase. Pasar por todos los grados para vivir callejeando y recibir letra abierta en un Banco, mientras que los aldeanos, a quienes la invención de las máquinas allana todas las dificultades, arreglan 139
todos los negocios: tal es la fórmula de la religión insensata de las gentes de nuestro mundo.
Cuando preguntamos lo que debemos hacer, no preguntamos nada: afirmamos únicamente (sin tener los escrúpulos del serenísimo príncipe Blochine, que ha pasado por todos los grados y ha perdido por completo la razón) que no queremos hacer nada. El que tenga sentido común no puede decir eso, porque, por una parte, todo cuanto consume ha sido producido por la mano de los hombres, y por otra parte, todo hombre sensato, tan luego como se ha levantado de la cama y ha tomado el desayuno, siente la necesidad de trabajar con las piernas, con los brazos y con el cerebro. Para encontrar trabajo basta quererlo: el que considera vergonzosa toda ocupación, como la bariniaque ruega a su huésped que no se moleste en abrir la puerta y que espere a que ella llame a un criado para que lo haga, ése es el único que puede preguntarse: «¿Qué hacer en particular?» No es lo esencial inventar un trabajo, porque los hay de sobra para uno mismo y para los demás, sino desprenderse de esta opinión criminal, referente a la vida, de «que uno come y duerme por propio placer» y asimilarse esta otra con la cual ha crecido y vive el trabajador: «Que el hombre es, ante todo, una máquina que se conserva por medio del alimento; que es imposible y vergonzoso comer sin trabajar en el estado más impío y más contrario a la naturaleza, y por lo tanto, el más peligroso, el más análogo a la sodomía».
Téngase conciencia de esto, y el trabajo no faltará, y será siempre regocijado y responderá a las necesidades del cuerpo y del espíritu.
XXI
Mi nueva vida me ofreció el siguiente aspecto: El día está dividido por las comidas en cuatro partes, para cada hombre, o en cuatro tirones, como dicen los mujiks: El primero, hasta el desayuno: el segundo, desde el desayuno hasta la comida; el tercero, desde ésta hasta merienda, y el cuarto, desde la merienda hasta la cena.
La actividad del hombre, que es para él una necesidad, por impulso de la naturaleza, se divide en cuatro géneros: Primero, la actividad de la fuerza muscular, o sea el trabajo de las manos, las piernas y las espaldas, trabajo penoso que hace sudar; segundo, la actividad de los dedos y de los puños, que constituye la habilidad del oficio; tercera, la actividad del espíritu y de la imaginación; y cuarta, la tendencia a asociarse con los demás hombres, o sea la sociabilidad.
También se dividen en cuatro partes los bienes de que el hombre hace uso: En primer lugar, los productos de un trabajo penoso, como son el pan, 140
el ganado, las casas, los pozos, los estanques, etc.; en segundo lugar, los productos de los diferentes oficios, como son los vestidos, las botas, los utensilios, etc.; en tercer lugar, los productos de la actividad intelectual, como son las ciencias, las artes, etc.; y en cuarto lugar, las relaciones establecidas entre los hombres.
Deduje que lo mejor sería desarrollar diariamente las cuatro formas de la actividad y disfrutar de las cuatro clases de bienes de que el hombre hace uso, de modo que una parte del día, el primer tirón, estuviese dedicado al trabajo penoso; el segundo, al trabajo intelectual; el tercero, al de un oficio, y el cuarto, a las relaciones sociales.
Creí que sólo de esa manera se aboliría la falsa división del trabajo que reina en nuestra sociedad y que en su lugar se establecería una justa distribución, que no turbara la felicidad del hombre.
Yo, por ejemplo, me he ocupado toda la vida en el trabajo intelectual. Yo me decía que dividía mi trabajo de tal suerte que los originales, es decir, mi trabajo del espíritu era mi ocupación esencial, y que las demás ocupaciones necesarias las encargaba (u obligaba a hacer) a otros. Pero este arreglo, que parecía muy cómodo para el trabajo intelectual, era, por el contrario, perfectamente incómodo, aun prescindiendo de mi injusticia.
Toda mi vida había subordinado mis comidas, el sueño y mis distracciones a las horas que dedicaba a aquella tarea esencial, y fuera de ella nada hacía.
De esto resultaba, en primer término, que restringía mi campo de observación: con frecuencia carecía de medios de estudio; a menudo me proponía describir la vida de las gentes (objetivo acostumbrado de toda la actividad intelectual) y reconocía la insuficiencia de mi saber, viéndome obligado a instruirme y a interrogar, sobre cosas familiares, a cualquiera menos absorto que yo en una tarea especial.
En segundo término, que me sentaba a escribir sin sentir interiormente la menor necesidad de hacerlo, y nadie me pedía originales por el mérito que pudieran tener mis pensamientos, sino por mi firma, para el reclamo: trataba de exprimir la imaginación, y a veces producía algo malo, y otras nada, y esto me desconsolaba y entristecía.
Pero desde que reconocí la necesidad del trabajo físico y grosero y el trabajo de un oficio, variaron las cosas. Mis ocupaciones eran, sin duda, modestas, pero ciertamente útiles, regocijadas é instructivas para mí, y no las dejaba para coger la pluma, sino cuando sentía la necesidad de hacerlo o cuando me pedían verdaderamente originales.
De tales demandas dependía entonces la índole de mi obra especial, y por lo tanto, su utilidad. Así, resultaba que aquellos trabajos físicos, necesarios 141
para mí como para todo hombre, no solamente no impedían mi actividad especial, sino que eran la condición necesaria de la utilidad, bondad y regocijo de aquella actividad.