Peor aun es la situación del médico. Toda su ciencia está combinada de modo que no pueda tratar sino a las personas que no hagan nada. Necesita un número considerable de cosas caras, de instrumentos, de medicinas, de condiciones higiénicas. Ha estudiado con los profesores eminentes de la capital, cuyos clientes pueden cuidarse en la clínica o adquirir las máquinas 114

necesarias para servirse de ellas en su casa: pueden dejar en cualquier momento el norte por el mediodía, o ir a tal o cual establecimiento balneario. Su ciencia es tal, que cualquier médico de distrito se queja de la carencia de recursos para atender al pueblo trabajador, demasiado pobre para asegurar al enfermo condiciones higiénicas; y ese mismo médico declara con sentimiento que carece de hospitales y que no puede obtener buenos resultados, falto como está de practicantes. ¿Y qué prueba todo esto? Prueba que la mayor desgracia del pueblo, en el que se engendran, propagan y perpetúan las enfermedades, es la falta de recursos necesarios a la vida. Y he ahí como la ciencia, bajo la bandera de la división del trabajo, llama a sus combatientes en socorro del pueblo.

La ciencia médica ha concentrado todos sus esfuerzos en las clases ricas: se ha impuesto por tarea asistir a las personas que pueden procurárselo todo, y pretende cuidar, por los mismos medios, alas que carecen de todo; pero faltan los recursos y ¿de dónde tomarlos? Del pueblo que está enfermizo, contaminado y exhausto. Y los defensores de la medicina popular van diciendo que el desarrollo del mal es menor ahora. Es evidente que se desarrolla menos porque si, lo que no quiera Dios, hubiese veinte médicos, comadronas y practicantes por distrito, como ellos quieren, en vez de dos, la mitad del distrito sucumbiría bajo el peso del cuerpo médico que habría que sostener, y pronto no quedaría nadie a quien asistir.

La adaptación de la ciencia al pueblo, de que hablan los defensores de aquélla, ha de verificarse de una manera muy distinta, y esa adaptación, tal como debe ser, no ha empezado todavía: empezará cuando el hombre de ciencia, ingeniero o médico, cese de considerar legítimo exigir por sus honorarios, no ya cientos de miles de rublos, sino mil o quinientos rublos; cuando viva en medio de los trabajadores, en las mismas condiciones de existencia que éstos y aplique su saber a las cuestiones de mecánica, higiene y medicina populares.

Pero hoy la ciencia, que se nutre a expensas del pueblo trabajador, ha olvidado por completo las condiciones de existencia de ese pueblo o las ignora, y se irrita al ver que sus conocimientos especulativos no tienen aplicación en el pueblo.

El dominio de la medicina, como el de la higiene, se halla aún inexplorado.

Las cuestiones relativas a la mejor manera de vestir, de calzar, de resistir la humedad, el frío, de lavarse, de alimentar a los niños y de fajarlos o envolverlos, etc., conforme a las condiciones de existencia del pueblo trabajador, aún no han sido planteadas ni resueltas.

Lo mismo sucede con la pedagogía. Hoy, como antes, la ciencia ha arreglado las cosas de manera que no pueden adquirir instrucción más que 115

los ricos, y que el profesor, como el ingeniero y como el médico, se fija involuntariamente en el dinero.

Y no puede ser de otro modo, porque una escuela modelo (por regla general, cuanto mejor organizada para enseñar está una escuela, más cara resulta), con bancos atornillados, esferas amulares, mapas, biblioteca, métodos para los discípulos, profesores y pasantes, exige tal gasto, que para hacer frente a él sería necesario duplicar los impuestos. Eso es lo que la ciencia pide.

El pueblo tiene necesidad de dinero para atender a sus trabajos, y tanto más lo necesita cuanto más pobre es.

Dicen los defensores de la ciencia: —La pedagogía presta ya grandes servicios al pueblo y con el tiempo se desarrollará y los prestará mejores.

Sí; y cuando se desarrolle y en vez de veinte escuelas por distrito haya ciento, todas ellas científicas, y el pueblo tenga que pagarlas, se empobrecerá más aún, y necesitará todavía más del trabajo de sus hijos.

—¿Qué hacer entonces?—preguntan.

El gobierno fundará escuelas; decretará la enseñanza obligatoria como en Europa; pero los recursos los tendrá que facilitar el pueblo, como en todas partes; y el pueblo sufrirá cada vez más, y descansará menos, y la instrucción forzosa no será verdadera instrucción. Hay un verdadero camino de salvación: que el profesor viva en las mismas condiciones que el trabajador y enseñe en cambio de la retribución que se le dé libre y espontáneamente.

X

Tal es la tendencia falsa de la ciencia que la desvía de su misión, que consiste en servir al pueblo.

Pero esa falsa tendencia no se evidencia en nada tan visiblemente como en la actividad del arte que, por su índole, debiera ser accesible para el pueblo. La ciencia puede invocar aún la excusa estúpida de que trabaja para sí misma y que, cuando los sabios la hayan desarrollado, se hará accesible al pueblo; pero el arte debe ser accesible para todos, y más aun para aquellos en cuyo nombre se ejerce. Y nuestro arte, tal como es, acusa gravemente a sus adeptos de que no saben, ni pueden, ni quieren servir al pueblo.

El pintor, para la ejecución de sus grandes obras, tiene necesidad de un estudio o taller en que cabrían cuarenta zapateros o carpinteros, cómodamente, en tanto que hoy lo hacen en malas cuevas, helados de frío 116

o ahogados de calor. Pero no es eso todo: necesita el auxilio de la naturaleza, de la indumentaria y de los viajes. Se derrochan millones para dar impulso a las artes, y los productos de esas artes no son asequibles ni necesarios al pueblo.

Los músicos, para expresar sus grandes ideas, necesitan reunir doscientos hombres esmeradamente vestidos y luciendo corbatas blancas, y el vestuario y atrezzo de una ópera cuentan centenares de miles de rublos. Y las producciones de este arte no pueden provocar en el pueblo, suponiendo que alguna vez alcance a gozar de ellas, más que inquietud y fastidio.

Los escritores y los autores parece que no debieran necesitar ni talleres ni naturaleza, ni orquesta ni cantores; pero el escritor, el autor, aparte de una habitación confortable y de las delicias de la vida, necesita para la ejecución de sus grandes obras hacer viajes, ver palacios, estudiar gabinetes, frecuentar bibliotecas, gozar del arte, hacer visitas, concurrir a teatros y a conciertos, tomar baños, etc., etc, Si no ganan por si mismos el dinero necesario para atender a sus gastos, se les pensiona para que escriban mejor. Y luego, esas obras que tan caras resultan, siembran el hambre entre el pueblo y no le sirven de nada.

Pero ¿qué sucedería si, como dicen los amigos de las ciencias y de las artes, se multiplicasen los productores del alimento espiritual y fuese necesario crear en cada pueblo talleres, organizar orquestas, mantener a los escritores en las condiciones de existencia que los adeptos del arte juzgan precisas? Creo que los trabajadores prescindirían pronto y para siempre de las sinfonías, de los versos y de las novelas, con tal de no tener que mantener a tanto ocioso.