Confesamos que todos esos progresos son admirables; pero, por una casualidad desgraciada, que los mismos sabios hacen constar, esos progresos no han mejorado hasta hoy, antes bien han empeorado, la situación del mayor número, esto es, la del pueblo trabajador.

Si el trabajador puede ir en camino de hierro en vez de ir a pie, ese camino de hierro le incendió su monte, le quitó su trigo en sus barbas y lo sumió en un estado parecido a la esclavitud, supeditándolo al capitalista.

Si, gracias a los motores de vapor y a las máquinas, puede adquirir el trabajador por módico precio una indiana algo fuerte, esos motores y esas máquinas le han quitado el dinero ganado con su trabajo, y lo han reducido a la esclavitud absoluta, supeditándolo al fabricante.

Si tiene teléfonos, telescopios, versos, novelas, teatros, bailes, sinfonías, óperas, galerías de cuadros, etc., no ha mejorado por eso la vida del trabajador, porque todo lo enunciado resulta inasequible para él, por efecto de esa misma desgraciada casualidad.

Así es que, hasta el presente, y los hombres de ciencia convienen en ello, todos esos progresos extraordinarios, todas esas maravillas de la ciencia y del arte, en nada han mejorado la vida del trabajador y tal vez la hayan empeorado., Ahora bien: si medimos la realidad de los progresos obtenidos por las ciencias y las artes, no por el entusiasmo que nos inspiran, sino por el principio en que se apoya la división del trabajo, o sea el interés del pueblo trabajador, veremos que carece de fundamento sólido ese entusiasmo que sentimos y a que voluntariamente nos entregamos.

El mujik tomará el camino de hierro; la mujer comprará la indiana; se tendrá en la isba una lámpara en vez de una tea y el mujik encenderá la pipa con una cerilla, todo lo cual es más cómodo, pero ¿con qué derecho he de decir que el ferrocarril y las fábricas han prestado un servicio al pueblo?

Si el mujik toma la vía férrea, compra la lámpara, la indiana y los fósforos, es únicamente porque nadie se lo impide; pero todos sabemos que la construcción de los caminos de hierro y de las fábricas no ha tenido nunca por objeto el interés del pueblo. ¿Por qué, pues, aducir como pruebas de 112

servicios hechos al pueblo por esos establecimientos las comodidades accidentales de que puede hacer uso el trabajador?

No hay mal que no produzca algún bien. Tras un incendio, puede uno calentarse y encender la pipa con un tizón; pero ¿se deberá decir por eso que el incendio es útil?

IX

Los amigos de la ciencia y del arte podrían decir que su actividad es útil al pueblo, si se propusieran servir a éste en vez de servir, como lo hacen, al gobierno y a los capitalistas. También podríamos decirlo nosotros, si tuviesen por objetivo el interés del pueblo; pero no sucede así. Todos los sabios están abstraídos ejerciendo de sacrificadores: descubren los protoplasmas, las análisis espectrales de los astros, etc.; pero ¿qué hacha es la mejor hacha? ¿Qué hoz es la más cómoda? ¿Cómo se amasa mejor el pan? ¿Con qué clase de harina? ¿Dónde encontrarla? ¿Cómo calentar el horno? ¿Cómo construir las cocinas? ¿Qué alimentos, qué bebidas tomar?

¿Qué vajilla es la más cómoda y la más económica en condiciones determinadas? ¿Qué setas se pueden comer y cómo cultivarlas? ¿Cómo prepararlas más fácilmente? De nada de eso se cuida la ciencia, y sin embargo, ése es su objeto.

Sé que, por esencia, la ciencia debe ser inútil, es decir, sólo la ciencia para la ciencia; pero ese es un efugio evidente. El objeto de la ciencia es servir a los hombres. Hemos inventado el telégrafo, el teléfono y el fonógrafo; pero ¿qué hemos mejorado en la vida, en el trabajo del pueblo?

Hemos contado dos millones de pequeños escarabajos. ¿Hemos domesticado un solo animal desde los tiempos bíblicos en que nuestras especies estaban domesticadas hacía ya mucho tiempo? El alce, el ciervo, la perdiz, el estornino y la ortega de los bosques aún siguen en estado salvaje.

Los botánicos han encontrado la célula, y en las células el protoplasma, y en el protoplasma algo, y en este algo otra cosa todavía. Estos descubrimientos es evidente que no terminarán pronto porque no tienen fin, y por eso carecen de tiempo los sabios para ocuparse en cosas de utilidad para el pueblo. De ahí que, desde los tiempos del antiguo Egipto y de la Judea, en que se cultivaban el trigo y las lentejas, hasta nuestros días, no se haya descubierto ninguna planta nueva, excepto la patata, que haya venido a aumentar la alimentación del pueblo, y la patata no la debemos a la ciencia.

Se han inventado los torpedos, los aparatos do-simétricos, etc.; pero la rueca, el bastidor para tejer, el torno para hilar, la carreta, el hacha, el trillo, el rastrillo, la aportadera, la garrucha del pozo, siguen lo mismo que en los tiempos de Rurik, y si algo ha sufrido ligera modificación, no se la debe a los hombres de ciencia.

Lo mismo ocurre con el arte.

Hemos elevado una multitud de personas al rango de grandes escritores, y los hemos pasado por el tamiz, y hemos amontonado las críticas sobre sus trabajos, y los críticos sobre las críticas, y las críticas sobre las críticas de críticas: hemos reunido galerías de cuadros, y hemos estudiado minuciosamente las diversas escuelas del arte, y tantas y tales son las sinfonías y las óperas, que nos es difícil ya recordarlas; pero ¿qué hemos añadido a nuestras leyendas populares, a nuestros cuentos y a nuestras canciones? ¿Qué cuadros le hemos dado al pueblo? ¿Qué música? En Nikolskoya se publican libros y se hacen cuadros para el pueblo y en Tula harmónicas; pero ni aquí ni allá hemos contribuido a nada.

Lo más chocante y más evidente es la falsedad de la tendencia de nuestra ciencia y de nuestras artes, especialmente en esos dominios en que, por su objeto mismo, ciencia y artes parece que deberían ser de utilidad al pueblo, y en que, por efecto de su falsa tendencia, se muestran más bien perjudiciales que útiles. El ingeniero, el médico, el profesor, el pintor, el escritor, por su misma especialidad, parece que deberían servir al pueblo; pero ¿en qué? Gracias a la tendencia actual, únicamente pueden causarle perjuicios.

El ingeniero y el mecánico necesitan del capital para trabajar. Sin capital nada pueden hacer. Sus conocimientos son de tal índole que, para aplicarlos, les es necesario capital, en grandes cantidades, y la explotación del trabajador, y esto sin contar con que ellos están acostumbrados a gastar de mil quinientos a dos mil rublos al año, por lo menos, y que no pueden ir, por consiguiente, a un pueblo donde nadie tiene medios para remunerarlos de ese modo: la naturaleza misma de su ciencia los hace imposibles para servir al pueblo. El ingeniero puede determinar por cálculos matemáticos el arco de un puente; calcular la potencia de un motor, etc.; pero, ante las simples necesidades del trabajador, se halla a obscuras. ¿Cómo mejorar las condiciones del arado y de la carreta? ¿Cómo atravesar un arroyo? Todo eso corresponde a las condiciones de existencia del trabajador, y de todo eso el ingeniero no entiende una palabra, ni lo comprende siquiera: el último mujik sabe más que él de semejantes cosas. Dadle talleres con muchos operarios, haced venid máquinas del extranjero, y entonces él dará instrucciones; pero, dadas las condiciones de un trabajo común a millones de personas, encontrar los medios de facilitar el trabajo, eso ni lo sabe ni puede saberlo, porque sus estudios, sus costumbres y sus necesidades lo separan de tal misión.