La causa de la miseria económica de nuestro tiempo está en lo que los ingleses llaman overproduction, o sea exceso de producción, cuando 106

fabrican en cantidad excesiva objetos que no se sabe dónde colocar o que nadie necesita.

Sería insólito que un zapatero, por ejemplo, creyese que las gentes estaban en el deber de alimentarlo porque él siguiera fabricando, sin darse punto de reposo, zapatos que aquéllas no necesitaran en mucho tiempo; pero ¿qué decir de esas gentes que no cosen, que no producen nada que sea útil para nadie, cuya mercancía no encuentra comprador, y que no piden con menos afán ni menos resueltamente, arguyendo sobre la división del trabajo, que se las mantenga bien y que se las vista mejor? Puede haber y hay hechiceros cuyos oficios son solicitados y de quienes se adquieren polvos y frascos; pero es difícil imaginar lo que sería de los brujos cuyos sortilegios a nadie aprovechasen y que pidieran atrevídamente que los mantuviesen. Esto es lo que pasa en el mundo y todo ello ocurre en virtud de esa falsa noción de la división del trabajo, que se apoya, no en la razón y en la conciencia, sino en la observación, división que los llamados sabios proclaman con tanta unanimidad. La división del trabajo ha existido siempre, y existe en efecto; pero no es justa más que cuando está basada en la razón y en la conciencia, y no en la observación. Y la conciencia y la razón de todos los hombres resuelven esa cuestión de una manera sencilla, segura y unánime de este modo: La división del trabajo es justa únicamente, cuando la actividad especial de un hombre es de tal modo necesaria a las gentes, que estas mismas, al reclamar sus servicios, le ofrecen espontáneamente alimentarlo en pago del servicio que les presta; pero cuando un hombre puede vivir, desde su infancia hasta los treinta años de edad, a expensas de los demás, prometiendo hacer algo útil, que nadie necesita, cuando haya aprendido a hacerlo, y cuando, desde los treinta años hasta que muere, puede vivir del mismo modo, prometiendo siempre hacer algo de lo que nadie necesita, eso no será la división del trabajo, sino la usurpación del trabajo de otro por el más fuerte, usurpación que tuvo en otro tiempo diferentes nombres; que los filósofos llamaron «las formas necesarias de la vida», y que hoy la filosofía científica llama «la división orgánica del trabajo».

La filosofía científica no tiene otra significación. Esa filosofía ha llegado a ser hoy la dispensadora de las patentes de ociosidad, por ser la que analiza y determina en sus templos lo que son la actividad parásita y la actividad orgánica del hombre en el organismo social. ¡Como si cada hombre no estuviera en estado de conocerlo por sí mismo de un modo más justo y más natural con sólo consultar a su razón y a su conciencia! Se les figura a los partidarios de la filosofía científica que no debieran existir dudas en este punto, puesto que la única actividad orgánica es la suya: ellos son los agentes de la ciencia y del arte, las células más preciosas del organismo: las del cerebro.

VII

Los seres racionales han distinguido siempre el bien del mal, desde que el mundo existe; aprovechándose de los esfuerzos de sus predecesores; luchando contra el mal; buscando el camino más recto y mejor, y avanzando por dicho camino. Y siempre encontraron ante sí, cerrándoles el paso, a los factores de la mentira con la pretensión de demostrarles que es preciso tomar la vida tal como ella es. Los seres racionales, a costa de esfuerzos y de luchas, se han ido emancipando de la mentira poco a poco, cuando he aquí que un nuevo personaje, el peor de todos, les intercepta el camino: ese personaje es la mentira científica.

Esa nueva mentira es, en el fondo, lo mismo que las antiguas: su objeto esencial es reemplazar la actividad de la razón y de la conciencia, que es la nuestra y la de nuestros antepasados, por otra cosa externa denominada observación, en la mentira científica.

El lazo de esta ciencia consiste en que, después de haber mostrado a los hombres las alteraciones más groseras de la actividad de la razón y de la conciencia, tiende a destruir en ellos la creencia en la razón y en la conciencia misma y a persuadirles que todo lo que se dicen a sí mismos, como todo lo que decían a los espíritus más privilegiados, la razón y la conciencia desde que el mundo existe, todo ello es condicional y subjetivo.

—Es preciso desechar todo eso, —dicen. —Por medio de la razón no se puede llegar al conocimiento de la verdad sin correr el riesgo de engañarse: hay otro camino más seguro de llegar a él, medio casi mecánico, y es el de estudiar los hechos.

Mas para estudiar los hechos es necesario tomar por base la filosofía científica; es decir, una doble hipótesis sin fundamento: el positivismo y la evolución que se dan por verdades indubitables. Y la ciencia reinante declara, con solemnidad engañosa, que no es posible la solución de los problemas de la vida sino por medio del estudio de la naturaleza, y especialmente del de los organismos. Y la juventud crédula, seducida por la novedad de este dogma, que la crítica no ha destruido ni siquiera tocado aún, se apresura a estudiar esos fenómenos en las ciencias naturales por ese único camino que según la ciencia reinante, puede conducir al esclarecimiento de los problemas de la vida. Pero cuanto más avanzan los jóvenes en ese estudio, más y más lejos de ellos retrocede la posibilidad y hasta el deseo de resolver aquellos problemas; y cuanto más se acostumbran, no tanto a observar como a creer bajo la fe de su palabra en las observaciones de otro, en las células, en los protoplasmas, en la cuarta existencia de los cuerpos, etc., más oculto queda el fondo tras de la forma, y tanto más pierden la conciencia del bien y del mal y la facultad de comprender esas expresiones y determinaciones del 108

bien y del mal que el género humano ha elaborado en el curso de su vida entera. Cuanto más se asimilan esa jerga especial científica y esos términos condicionales que no tienen sentido alguno general y humano; cuanto más se enredan en el laberinto de observaciones que nada esclarecen, tanto más pierden la facultad de pensar independientemente y la de comprender el pensamiento de otro, humano y espontáneo, que se encuentra fuera de su talmud. Pero lo peor es que pasan sus mejores años en desacostumbrarse de la vida, es decir, del trabajo; en habituarse a considerar como legítima su situación; en convertirse en parásitos incapaces de un esfuerzo físico cualquiera; en dislocarse el cerebro, y en acabar por ser los eunucos del pensamiento. Y a medida que acrece su estupidez, adquieren tal confianza en sí mismos que los aleja de toda posibilidad de reintegrarse a la simple vida del trabajo, al pensamiento sencillo, claro y humano. La división del trabajo existe, y existirá siempre, sin duda alguna, en la sociedad humana; pero la cuestión, para nosotros, no es el saber si existe y existirá, sino el saber cómo hacer que sea justa.

Tomar por criterio la observación es, por ese mismo hecho, rechazar todo criterio: cualquier distribución de trabajo que veamos y que nos parezca justa, la encontraremos justa, en efecto; que es a lo que conduce la filosofía científica preponderante. ¡La división del trabajo!

Los unos están dedicados al trabajo intelectual y espiritual; los otros, al trabajo físico muscular... ¡Con qué seguridad afirman esto!... Ellos prefieren pensar y creen que con ello realizan un cambio de servicios absolutamente justo.