Pero tanto hemos perdido de vista el deber por efecto de nuestra ceguera, que hasta hemos olvidado a nombre de qué realizamos nuestro trabajo, y que hemos hecho de ese mismo pueblo, a quien quisiéramos servir, el objeto de nuestra actividad científica y artística. Lo estudiamos y lo describimos por gusto y para distracción nuestra y nos hemos olvidado de que no lo debemos estudiar y describir, sino servir. Todos hemos perdido de vista el deber que nos incumbe: tampoco hemos observado que lo que intentábamos hacer en el dominio de las ciencias y de las artes, lo han hecho ya otros, y que nuestro lugar estaba ocupado. Sí: mientras que disputábamos, bien sobre la generación espontánea de los organismos, bien sobre el espiritismo; ahora sobre la forma de los átomos, luego sobre la pangénesis, después sobre el protoplasma, etc., el pueblo reclamaba su alimento espiritual, y los frutos secos de la ciencia y del arte, bajo la dirección de especuladores a quienes no guiaba más que el incentivo de la ganancia, suministraron y suministran al pueblo ese alimento espiritual.

Ved ahí que, desde hace cuarenta años en Europa y unos diez en Rusia, se deslizan por millones los libros, los cuadros y las canciones; que se abren librerías y que el pueblo mira, canta y recibe un alimento espiritual que no 109

procede de nosotros a quienes correspondía dárselo; y nosotros que de tal modo justificamos nuestra ociosidad, lo presenciamos cruzados de brazos.

Pero no debemos seguir con los brazos cruzados, porque va a faltarnos la última justificación. Somos especialistas: cada uno de nosotros tiene su función particular: somos el cerebro del pueblo: él nos sostiene y nosotros le enseñamos; pero ¿qué le hemos enseñado y qué seguimos enseñándole? Él ha estado esperando años y décadas y siglos, y nosotros discutíamos, nos instruíamos el uno al otro, y nos divertíamos olvidando completamente al pueblo; y tanto lo habíamos olvidado, que otros han debido enseñarle y distraerle sin que ni siquiera en esto fijáramos la atención. Hemos hablado tan inconsideradamente de la distribución del trabajo, que hemos dado, sin reparo alguno, como única excusa, los pretendidos servicios que hemos prestado a nuestro pueblo.

VIII

La ciencia y el arte se han reservado el derecho a la ociosidad y al goce de los trabajos de otro, y han fracasado en su misión. Y el fracaso proviene tan sólo de que sus adeptos, apoyándose en el principio falsamente extendido de la división del trabajo, se han arrogado el derecho de usurpar el trabajo de otro: han perdido el sentimiento de su misión al proponerse como objetivo, no el interés del pueblo, sino el interés de la ciencia y del arte, y se han dejado arrastrar a la ociosidad y a una depravación menos sensual que intelectual.

Dicen: —La ciencia y las artes han prestado grandes servicios al género humano.

Es cierto; pero no porque los adeptos a la ciencia y al arte vivan a costa del pueblo trabajador amparados por la división del trabajo, sino a pesar de eso.

La república romana no fue poderosa porque sus ciudadanos tuviesen la facultad de no hacer nada, sino porque había en ella muchos valientes, y lo mismo pasa con la ciencia y con las artes. Si la ciencia y las artes han prestado grandes servicios al género humano, no es porque sus adeptos antes y ahora hayan tenido la posibilidad de emanciparse del trabajo, sino porque ha habido genios que, sin usar de esa facultad, han hecho progresar al género humano.

La clase de sabios y de artistas que, apoyándose en una falsa distribución del trabajo, reclama el derecho de usurpar el trabajo de otro, no puede asegurar la expansión de la verdadera ciencia ni del arte verdadero, porque la mentira no puede producir la verdad.

Tal es la idea que tenemos formada de nuestros representantes favoritos, debilitados en el trabajo intelectual, que nos admira y extraña la idea de ver a un sabio o a un artista labrando las tierras o acarreando estiércol. Nos parece que todo se habría perdido; que toda su ciencia quedaría sepultada en el terruño; que las grandes imágenes artísticas que en el cerebro lleva concebidas, olerían a estercolero, y tan acostumbrados estamos a eso, que no nos parece extraño ver al servidor de la ciencia, es decir, al servidor y maestro de la verdad, obligar a que los demás hagan para él lo que él pudiera hacer por sí mismo y pasarse él la mitad de su tiempo en comer bien, en fumar, en hablar, en murmurar del liberalismo, en leer periódicos y novelas, y en frecuentar los teatros: no nos parece extraño ver a nuestro filósofo en el café, en la comedia, en el baile, ni encontrarlo en compañía de esos artistas que dulcifican y ennoblecen nuestras almas, y que pasan su vida en beber, en jugar a las cartas, en frecuentar las casas de trato, o en otras cosas peores.

Las ciencias y las artes son cosas muy bellas; pero, justamente porque son bellas, es preciso no afearlas aliándolas de un modo forzado a la depravación, es decir, emancipándolas del deber que tiene todo hombre de subvenir con el trabajo de su vida a la vida de otro.

—La ciencia y las artes hacen progresar al género humano.

Sí; pero no porque los adeptos a la ciencia y a las artes se libren, al amparo de la división del trabajo, del deber humano más necesario y más indubitable: el de trabajar con sus propias manos en la lucha común del género humano con la naturaleza.

—Pues precisamente esa división del trabajo que libra a los sabios y a los artistas del cuidado de preparar sus alimentos, es lo que ha hecho posible ese maravilloso progreso de las ciencias, que vemos en nuestro tiempo,—objetarán algunos.—Si todos hubiéramos de arar la tierra, no hubiéramos obtenido esos grandiososresultados que obtiene nuestra época; esos progresos milagrososque han aumentado de tal modo el poder del hombre sobre la naturaleza; esos descubrimientos que cautivan de tal modo el espíritu humanoy aseguran la navegación: no habría ni vapores, ni caminos de hierro, ni puentes admirables, ni túneles, ni motores de vapor, ni telégrafo, ni fotografía, ni teléfono, ni máquinas de coser, ni fonógrafos, ni electricidad, ni teléfonos, ni telescopios, ni espectroscopios, ni microscopios, ni cloroformo, ni cura de Lissner ni ácido fénico.

No enumero todo aquello de que se enorgullece nuestro siglo. Esa enumeración y esos transportes de entusiasmo ante sí mismo y ante las propias proezas se los encuentra en casi todos los periódicos y en todos los libros populares. Esos transportes se reproducen con tanta frecuencia, que estamos todos convencidos de que la ciencia y las artes no han florecido 111

nunca tanto como hoy; y todas esas maravillas se las debemos a la división del trabajo; ¿a qué negarlo?

Supongamos que el progreso de nuestro siglo sea en verdad grandioso, admirable, milagroso: supongamos que somos unos mortales tan felices, que vivimos en época extraordinaria; pero tratemos de evaluar esos progresos, no según el entusiasmo que nos producen, sino según el principio que busca su justificación en dichos progresos: el de la división del trabajo.