Más adelante indica las diferencias de los organismos y de las sociedades; demuestra que esas diferencias son tan sólo aparentes, y añade que los organismos y las sociedades son semejantes en absoluto.

V

Todo hombre de buen sentido no puede menos de preguntarse: —Pero ¿de qué habláis? ¿Cómo puede ser el género humano un organismo o semejante a un organismo? Decís que las sociedades se asemejan a los organismos por esos cuatro caracteres; pero no es así. Os limitáis a tomar algunos caracteres del organismo, y en ellos embutís a las sociedades humanas.

Citáis cuatro caracteres de similitud, y luego tomáis los puntos diferenciales, los reducís a meras apariencias y deducís, en conclusión, que las sociedades humanas pueden ser consideradas como organismos.

Pero eso no es más que un juego de dialéctica perfectamente ocioso. Con igual razón puede introducirse lo que se quiera en los caracteres del organismo. Yo tomo lo primero que se me ocurre: una selva, por ejemplo, que se la siembra en la planicie y crece cada día más.

«1. º Formada en su origen por pequeñas agregaciones, acrece imperceptiblemente su masa, etcétera». Lo mismo sucede con los campos cuando se hacen en ellos plantaciones, que poco a poco se convierten en alto bosque.

«2. º Su estructura, sencilla en un principio, se complica cada vez más, etc.» Lo mismo le sucede a la selva: en un principio los abedules; después los sauces y los nogales que crecen derechos y que entrelazan luego sus ramas.

»3. º La dependencia de las partes se hace tan sólida, que la vida de cada una de ellas depende de la vida activa de las demás, etc.» Lo mismo le ocurre a la selva: el peral da abrigo a los troncos de los arbustos: si lo cortáis, se helarán éstos. Las mojoneras abrigan del viento; los semilleros continúan las especies; los grandes árboles copudos prestan sombra, y la vida de un árbol depende de la de otro.

«4. º Los individuos pueden morir, pero el todo sobrevive». Igual le ocurre a la selva: ésta no llora por la pérdida de ningún árbol.

Al demostrar que podéis, con idéntica razón, y en virtud de esa teoría, considerar la selva como un organismo, os figuráis haber demostrado a los partidarios de la doctrina orgánica la falsedad de su definición; pero no hay nada de eso. La definición que dan del organismo es de tal modo inexacta, de tal manera amplia, que pueden hacer entrar en ella lo que quieran.

—Sí, —dirán, —hasta la selva puede ser considerada como un organismo.

La selva es la acción recíproca de individuos que se conservan el uno por el otro; un agregado cuyas partes pueden confundirse en una dependencia cada vez más estrecha, y que, como el enjambre de abejas, puede llegar a ser un organismo.

—Pero entonces —diréis —los pájaros, los insectos, las hierbas de esa selva que obran los unos en los otros y que se conservan los unos por los otros, ¿podrán ser considerados también como partes componentes, con los árboles, de un organismo único?

Y también lo admitirán. Todas las colecciones de seres animados obran las unas sobre las otras y se conservan las unas por las otras; luego pueden, según sus teorías, ser consideradas como organismos. Podéis afirmar la dependencia y la acción recíproca entre todo cuanto queráis, y afirmar, en virtud de la evolución, que, en un periodo de tiempo infinitamente largo, de aquello que queráis puede salir cuanto queráis.

Y lo más sorprendente es que esa misma filosofía positiva preconiza, como el único medio de llegar a la verdadera ciencia, el método científico determinado por ella, entendiendo por tal el sentido común.

Y ese sentido común la condena a cada paso. Desde que los papas comprendieron que nada de santos quedaba ya en ellos, empezaron a llamarse Padres santos.

Desde que la filosofía comprendió que nada de sensato quedaba ya en ella, empezó a llamarse lo que juzga que hay de más sensato, esto es, filosofía científica.

VI

La división del trabajo es la ley de todo lo existente, y así, debe regir a las sociedades humanas.

Posible es que así sea; pero surge esta pregunta: ¿Esa distribución del trabajo que ahora veo en la sociedad humana, es verdaderamente la que debe ser? Y si encuentro fuera de razón e injusta cualquiera distribución del trabajo, no habrá ciencia alguna en el mundo que pueda demostrarme y convencerme de que debe existir lo que yo considero injusto y falto de razón. La distribución del trabajo es una condición de la vida de los organismos y de las sociedades humanas; pero ¿qué es lo que en éstas se 105

debe considerar como distribución orgánica del trabajo? Por más que la ciencia estudie la distribución del trabajo en las células de los gusanos, sus observaciones no obligarán al hombre a reconocer como legítima una distribución del trabajo que rechacen su razón y su conciencia.

Por convenientes que sean los argumentos que suministra la división del trabajo en las células de los organismos observados, el que aún no haya perdido la razón dirá que un hombre no ha nacido para tejer indiana toda su vida, y que eso no es la división del trabajo, sino la opresión del hombre.

Spéncer y otros aseguran que existen pueblos de tejedores y que, por consiguiente, el tejido resulta de una distribución orgánica del trabajo: los tejedores son, pues, un efecto de esa distribución. Pudiera decirse eso, si los pueblos de tejedores se hicieran por sí mismos; pero todos sabemos que no se hacen ellos, sino que los hacemos.

Trátase ahora de saber si hemos hecho a los tejedores siguiendo la ley orgánica o cómo.

He aquí un grupo de gentes que viven y se sostienen como es costumbre en el campo. Un hombre instala una fragua y compone su carreta: llega un vecino suyo y le ruega que componga también la suya, ofreciéndole en cambio su trabajo o dinero. Llegan luego un tercero, y un cuarto, y en aquella sociedad se establece una distribución del trabajo con motivo de la fragua. Otro hombre ha instruido bien a sus hijos: su vecino le lleva los suyos y le ruega que se los eduque lo mismo, y ahí tenéis un maestro.

Pero el herrero y el maestro han llegado a serlo y continúan siéndolo, únicamente porque les han rogado que lo sean, y continuarán en su oficio en tanto que se les ruegue que lo ejerzan. Si sucede que hay muchos herreros y muchos maestros o que resultan innecesarios sus servicios, dejan al punto su oficio, como dicta el buen sentido, y como Ocurre siempre allí donde nada turba la regular distribución del trabajo, al dejar el oficio vuelven a la agricultura. Al hacer esto, obedecen a su razón y a su conciencia, y por eso nosotros, dotados de conciencia y de razón, convenimos en que es justa esa distribución del trabajo.

Pero si ocurre que los herreros tienen poder para obligar a otros a que trabajen para ellos y continúan forjando herraduras cuando no hay necesidad de ellas, y que los maestros siguen enseñando cuando no tienen discípulos a quienes enseñar, es evidente para todo ser dotado de razón y de conciencia como lo es el hombre, que aquello no es ya la división del trabajo, sino la usurpación del trabajo de otro. Y a eso es a lo que llama particularmente la filosofía la división del trabajo.