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Anthony Garland gruñó y dio una patada en el suelo con sus caros mocasines.

– ¡Maldita sea! Sabía que todo este asunto iba…

Su padre levantó una mano para calmarlo.

– Bosch y el FBI no importan -dijo el anciano-. Se trata de lo que haga O'Shea, y nos hemos ocupado de O'Shea. Está comprado y pagado. Sólo que todavía no lo sabe. Una vez que le comunique su situación, hará lo que yo le diga que haga, si quiere ser fiscal del distrito.

Pratt negó con la cabeza.

– Bosch no va a renunciar. No lo ha hecho en trece años y no lo hará ahora.

– Entonces ocúpese de eso. Es su parte del trato. Yo me ocupo de O'Shea y usted se ocupa de Bosch. Vamos, hijo.

El anciano empezó a incorporarse, apoyándose en el bastón. Su hijo se levantó para ayudarle.

– Esperen un momento -dijo Pratt-. No van a ninguna parte. He dicho que necesito más dinero y lo digo en serio. Me ocuparé de Bosch, pero luego he de desaparecer. Necesito dinero para hacerlo.

Anthony Garland señaló enfadado a Pratt en el banco.

– Maldito saco de mierda -dijo-. Fue usted el que acudió a nosotros. Todo esto es su plan desde el principio hasta el final. ¿Mataron a dos personas por su culpa, y ahora tiene las pelotas de volver a pedir más dinero?

Pratt se encogió de hombros y separó las manos.

– Estoy en una disyuntiva, igual que ustedes. Puedo quedarme quieto con las cosas como están y ver cuánto se acercan. O puedo desaparecer ahora mismo. Lo que deberían saber es que siempre hacen tratos con el pez pequeño para coger al grande. Yo soy el pez pequeño, Anthony. ¿El pez grande? Ése sería usted. -Se volvió hacia el anciano-. ¿Y el pez más gordo? Ése sería usted.

T. Rex Garland dijo que sí con la cabeza. Era un hombre de negocios pragmático y pareció entender la gravedad de la situación.

– ¿Cuánto? -preguntó-. ¿Cuánto por desaparecer?

Pratt no dudó.

– Quiero otro millón de dólares y estará bien invertido si me lo dan. No pueden llegar a ninguno de ustedes sin mí. Si yo desaparezco, el caso desaparece. Así que el precio es un millón y no es negociable. Por menos que eso no merece la pena huir. Haré un trato con el fiscal y me arriesgaré.

– ¿Y Bosch? -preguntó el anciano-. Ya ha dicho que no iba a rendirse. Ahora que sabe que Raynard Waits no…

– Me ocuparé de él antes de largarme -dijo Pratt, cortándolo-. Eso lo liaré gratis.

Metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de papel con números escritos en él. Lo deslizó por el banco hasta el anciano.

– Ésta es la cuenta bancaria y el código de transferencia. El mismo que antes.

Pratt se levantó.

– ¿Saben qué les digo?, háblenlo entre ustedes. Yo voy al cobertizo a mear. Cuando vuelva necesitaré una respuesta.

Pratt pasó muy cerca de Anthony y ambos hombres se sostuvieron una mirada de odio.

37

Harry Bosch estudió los monitores en la furgoneta de vigilancia. El FBI había trabajado toda la noche instalando cámaras en ocho puntos del parque. Uno de los laterales del interior de la furgoneta estaba completamente cubierto por un conjunto de pantallas digitales que mostraban diversas perspectivas del banco donde T. Rex Garland y su hijo estaban sentados esperando que volviera Abel Pratt. Las cámaras estaban situadas en cuatro de las farolas del parque, en dos lechos de flores, en el farol falso de encima del cobertizo y en la falsa paloma colocada en la cabeza de la Dama del lago.

Asimismo, los técnicos del FBI habían instalado receptores de sonido por microondas triangulando el banco. El barrido sónico se optimizaba gracias a micrófonos direccionales situados en la falsa paloma, un lecho de flores y el periódico doblado que Pratt había dejado en la papelera. Un técnico de sonido del FBI llamado Jerry Hooten estaba sentado en la furgoneta con unos enormes auriculares, manipulando la entrada de audio para producir el sonido más limpio. Bosch y los demás habían podido observar a Pratt y los Garland y oír su conversación palabra por palabra.

Los demás eran Rachel Walling y Rick O'Shea. El fiscal estaba sentado delante y en el centro, y las pantallas de vídeo estaban dispuestas ante él. Era su jugada. Walling y Bosch estaban sentados a ambos lados.

O'Shea se quitó los auriculares.

– ¿Qué les parece? -preguntó-. Va a llamar. ¿Qué le digo?

Tres de las pantallas mostraban a Pratt a punto de entrar en los lavabos del parque. Según el plan, esperaría hasta que los lavabos estuvieran vacíos y llamaría al número de la furgoneta de vigilancia desde su teléfono móvil.

Rachel se bajó los cascos al cuello y lo mismo hizo Bosch.

– No lo sé -dijo ella-. Es cosa suya, pero no tenemos un reconocimiento del hijo en relación con Gesto.

– Eso es lo que estaba pensando -respondió O'Shea.

– Bueno -dijo Bosch-, cuando Pratt habló de que él lo condujo al cadáver, Anthony no lo ha negado.

– Tampoco lo ha admitido -dijo Rachel.

– Pero si un tipo está sentado ahí hablándote de encontrar un cadáver que tú enterraste y tú no sabes de qué está hablando creo que dirías algo.

– Sí, eso puede ser un argumento para el jurado -dijo O'Shea-. Sólo estoy diciendo que todavía no ha hecho nada que pueda calificarse como una confesión abierta. Necesitamos más.

Bosch asintió con la cabeza, admitiendo el punto de vista del fiscal. El sábado por la mañana se había decidido que la palabra de Pratt no iba a ser suficiente. Su testimonio de que Anthony Garland lo había conducido al cadáver de Marie Gesto y de que había cobrado un soborno por parte de T. Rex Garland no bastaba para construir una acusación sólida. Pratt era un poli corrupto y edificar una estrategia sobre la base de su testimonio era demasiado arriesgado en una época en que los jurados sospechaban en gran medida de la integridad y el comportamiento de la policía. Necesitaban obtener admisiones de los dos Garland para que el caso se situara en terreno sólido.

– Miren, lo único que estoy diciendo es que creo que es bueno, pero todavía no lo tenemos -dijo O'Shea-. Necesitamos un recono…

– ¿Y el viejo? -preguntó Bosch-. Creo que Pratt ha conseguido que se eche la mierda encima.

– Estoy de acuerdo -dijo Rachel-. Está acabado. Si lo vuelve a mandar, dígale que se concentre en Anthony.

Como si ése hubiera sido el pie, se oyó un zumbido grave que indicaba una llamada entrante. O'Shea, que no estaba familiarizado con el equipo, levantó un dedo sobre la consola y buscó el botón adecuado.

– Aquí -dijo Hooten.

Pulsó el botón y se abrió la línea del móvil.

– Aquí la furgoneta -dijo O'Shea-. Está en el altavoz.

– ¿Cómo lo he hecho? -preguntó Pratt.

– Es un comienzo -dijo O'Shea-. ¿Por qué ha tardado tanto en llamar?

– Realmente tenía que mear.

Mientras O'Shea le decía a Pratt que volviera al banco y tratara una vez más de conseguir que Anthony Garland se delatara, Bosch volvió a colocarse los auriculares para oír la conversación que se desarrollaba en el banco.

Por lo que se veía en las pantallas, parecía que Anthony Garland estaba discutiendo con su padre. El anciano le estaba señalando con el dedo.

Bosch lo pilló a mitad.

– Es nuestra única salida -dijo Anthony Garland.

– ¡He dicho que no! -ordenó el anciano-. No puedes hacer eso. No vas a hacerlo.

En la pantalla Anthony se alejó de su padre y luego volvió a acercarse. Era como si llevara una correa invisible. Se inclinó hacia su padre y esta vez fue él quien señaló con el dedo. Lo que dijo lo pronunció en voz tan baja que los micrófonos del FBI sólo captaron un murmullo. Bosch presionó las manos sobre los auriculares, pero no lo entendió.

– Jerry-dijo-, ¿puede afinar esto?

Bosch señaló las pantallas. Hooten se puso los auriculares y se afanó con los diales de audio. Pero era demasiado tarde. La íntima conversación entre padre e hijo había concluido. Anthony Garland acababa de enderezarse delante de su padre y le dio la espalda. Estaba mirando en silencio al otro lado del lago.