– Sí puedo -chilló él-, cuando quiero puedo, pero contigo no quiero. Sal de aquí, háblame de los zancudos y ahí donde tanto te duele te meto un balazo. Fuera, sal de aquí.

Siguió chillando hasta que ella apartó el mosquitero, se levantó y fue a echarse en la otra hamaca. Entonces, Fushía calló, pero las estacas seguían crujiendo cada cierto tiempo, con violentos sacudones, como atacadas de fiebres, y sólo mucho rato más tarde quedó apaciguada la cabaña, envuelta en las murmuraciones nocturnas del bosque. Tendida de espaldas, los ojos abiertos, Lalita acariciaba con sus manos las cuerdas de chambira de la hamaca. Uno de sus pies escapó del mosquitero y enemigos minúsculos y alados lo atacaron por docenas, vorazmente se posaron en sus uñas y en sus dedos. Hurgaban la piel con sus armas finas, largas y zumbantes. Lalita golpeó el pie contra la estaca y ellos huyeron, atolondrados. Pero unos segundos después habían vuelto.

– Entonces el perro de Jum sabía dónde estaban -dijo Fushía-. Y él tampoco me dijo nada. Todos se habían puesto contra mí, Aquilino, hasta Pantacha sabría a lo mejor.

– Quiere decir que no se ha acostumbrado y que todo lo que hace es para volver a Urakusa -dijo Aquilino-. Debe extrañar mucho su pueblo, debe tenerle cariño. ¿De veras que cuando iba contigo les discurseaba a los paganos?

– Los convencía que me dieran el jebe sin pelea -dijo Fushía-. Echaba chispas y siempre les contaba la historia de los dos cristianos esos. ¿Tú los conociste, viejo? ¿Cuál era su negocio? Nunca he podido saber.

– ¿Los que se fueron a vivir a Urakusa? -dijo Aquilino-. Una vez oí al señor Reátegui hablar de eso. Eran extranjeros que venían a levantar a los chunchos, a aconsejarlos que mataran a todos los cristianos de acá. Por hacerles caso es que le vino la mala a Jum.

– Yo no sé si los odiaba o les tenía cariño -dijo Fushía-. A veces decía Bonino y Teófilo como si quisiera matarlos, y otras como si hubieran sido sus amigos.

– Adrián Nieves decía lo mismo -dijo Aquilino-. Que Jum cambiaba de opinión todo el tiempo sobre esos cristianos, y que no se decidía, un día eran buenos y al siguiente malos, diablos malditos.

Lalita cruzó la cabaña de puntillas y salió y afuera el aire estaba cargado de un vapor que humedecía la piel y, al entrar por la boca y las narices, aturdía. Los huambisas habían apagado las fogatas, sus cabañas eran unas bolsas negras, muy espesas, quietas sobre la isla. Un perro vino a frotarse en sus pies. En el cobertizo, junto al corral, las tres achuales dormían bajo una misma manta, sus rostros brillantes de resina. Cuando Lalita llegó frente a la cabaña de Pantacha y espió, su itípak mojada de sudor se pegaba a su cuerpo: una pierna musculosa emergía de las sombras, entre los muslos lisos y sin vello de la shapra. Estuvo observando, la respiración anhelante, la boca entreabierta, una mano en el pecho. Luego, corrió hacia la cabaña vecina y empujó la puerta de bejucos. En el oscuro rincón donde estaba el camastro de Adrián Nieves hubo un ruido. El práctico debía haberse despertado ya, estaría reconociendo su silueta recortada contra la noche en el umbral, los dos ríos de cabellos que encuadraban su cuerpo hasta la cintura. Después crujieron las tablas y un triángulo blanco avanzó hacia ella, buenas noches, un contorno de hombre, ¿qué había pasado?, una voz soñolienta y sorprendida. Lalita no decía nada, sólo jadeaba y esperaba, exhausta, como al final de una larga carrera. Faltaban muchas horas para que trinos y rumores alegres reemplazaran a los graznidos nocturnos y, sobre la isla, revolotearan pájaros, mariposas de colores, y la luz clara del amanecer iluminase los troncos leprosos de las lupunas. Era todavía la hora de las luciérnagas.

– Pero te voy a decir una cosa -dijo Fushía-. Lo que más me duele de todo, Aquilino, lo que más me pesa, es haber tenido tanta mala suerte.

– Tápate, no te muevas -dijo Aquilino-. Viene un barquito, mejor que te escondas.

– Pero rápido, viejo -dijo Fushía-. Aquí no puedo respirar, me ahogo. Pásalo rápido.

Está claro como en el verano, el sol dispara rayos, los ojos lagrimean al mirarlos. Y el corazón siente ese calor, quiere cruzar la calle, pasar bajo los tamarindos, ir a sentarse a su banco. Levántate de una vez, para qué sirve la cama si no viene el sueño, una arenita fina como sus cabellos estará cayendo sobre el Viejo Puente, anda a sentarte a La Estrella del Norte, bájate el sombrero, espérala, ya llegará. No te impacientes así, y jacinto es triste la ciudad vacía, fíjese don Anselmo, ya pasaron los barrenderos y la arena lo ensució todo de nuevo. Mira la esquina del Mercado, ahí llega el burro cargado de canastas, ¿no es ahora cuando la ciudad despierta? Ahí está, liviana, silenciosa, entra en la plaza como resbalando, mira cómo la lleva junto a la glorieta, la sienta, toca sus manos, sus cabellos, y ella dócil, sus rodillas juntas, sus brazos cruzados: ahí está tu recompensa por tanto desvelo. Y ahí se va la gallinaza dando varazos al piajeno, enderézate en la silla, acomódate mejor, sigue mirándola. ¿Viene de frente el amor, la cara al aire, viene disimulado? Y tú es pena, ternura, compasión, gana de hacerle regalos. Déjale la rienda floja y que vaya como quiera, al paso, al trote, al galope, él sabe adónde, es temprano. Y, mientras tanto, haz apuestas: tanto que estará de blanco, tanto de amarillo, tanto con la cinta, veré sus orejas, tanto sin la cinta, los cabellos sueltos, hoy no las veré, tanto con sandalias, tanto que descalza. Y si ganas será jacinto el que ganará, y él por qué hoy tanta propina y ayer la mitad si consumió lo mismo, ¿cómo sabría? No sabe nada, tiene usted cara de sueño, ¿nunca duerme, don Anselmo?, tú es una vieja costumbre, no acostarme sin desayunar, el aire de la madrugada despeja el cerebro, allá todo huele a jarana, humo y alcohol, ahora regreso y comienza para mí la noche. Y él iré a visitarlo pronto, tú claro muchacho, búscame, tomaremos una copa, tienes crédito, ya sabes. Pero ahora que se vaya, que te quedes solo, que nadie ocupe tu mesa, que entre la mañana pronto, que llegue la gente, que una blanca se le acerque, que la haga dar vueltas, que la traiga a La Estrella del Norte y le convide un dulce. Y ahí, de nuevo, la tristeza, la cólera en el corazón, el tiempo no las aplacó. Y entonces llévate el café, jacinto, un trago corto, y después otro, y por fin media botella del seleccionado. Y a mediodía Chápiro, don Eusebio, el doctor Zevallos hay que subirlo al caballo, lo llevará hasta el arenal, las habitantas se encargarán de acostarlo. Préndete de la montura, pues, cabecea entre los médanos, rueda como un fardo al suelo, llega gateando al salón, y ellas que duerma aquí mismo, pesa tanto para subirlo a la torre, traigan una bacinica que está vomitando, bajen un colchón, quítenle las botas. Y ahí, ásperas, amargas, las arcadas, los riachuelos de bilis y de alcohol, la comezón de los párpados, la hediondez, la blandura borracha de los músculos. Sí, viene disimulado, al principio parecía compasión: sólo tendrá dieciséis, la desgracia que le ocurrió, la oscuridad de su vida, el silencio de su vida, su carita. Trata de imaginar: lo que sería, los gritos que daría, el terror que sentiría y cuánto asombro habría en sus ojos. Trata de ver: los cadáveres, los borbotones de sangre, las heridas, los gusanos y entonces doctor Zevallos cuénteme de nuevo, no puede ser, es tan terrible, ¿ya estaría desmayada?, ¿cómo fue que vivió? Trata de adivinar: primero círculos aéreos, negruzcos entre las dunas y las nubes, sombras que se reflejan en la arena, luego bolsas de plumas de la arena, picos curvos, ácidos graznidos y entonces saca tu revólver, mátalo, y ahí hay otro y mátalo, y las habitantas qué le pasa, patrón, por qué tanto odio con los gallinazos, qué le han hecho, y tú bala carajo, túmbalos, perfóralos. Disfrazado de pena, de cariño. Acércate tú también, qué hay de malo, cómprale natillas, melcochas, caramelos. Cierra los ojos y ahí, de nuevo, el remolino de los sueños, tú y ella en el torreón, será como tocar el arpa, une las yemas de tus dedos y siéntela, pero será más suave todavía que la seda y el algodón, será como una música, no abras los ojos aún, sigue tocando sus mejillas, no despiertes. Primero curiosidad, después algo que parecía lástima y, de repente, miedo de preguntar. Ellas hablan, los bandidos de Sechura, los asaltaron y los mataron, la señora estaba calata cuando la encontraron, bruscamente la nombran, dicen pobrecita y ahí ese súbito calor, la lengua que tartamudea, qué me pasa, las habitantas van a maliciar, qué tengo. O, si no, un principal en La Estrella del Norte, la trae, le pide un refresco, asfixia, envidia, tengo que irme, buenos días, el arenal, el portón verde, una botella de cañazo, súbete el arpa a la torre, toca. ¿Afecto, compasión? Ya se estaba quitando los disfraces. Y esa mañana es, como ahora, diáfana. Ella es vieja, no la acepte, a lo mejor enferma, que la examine antes el doctor Zevallos, tú ¿cómo has dicho que te llamas?, tienes que cambiarte el nombre, Antonia no. Y ella como usted mande, patrón, ¿así se llamaba una que usted quería? Y ahí, de nuevo, el rubor, el flujo tibio bajo la piel e, intempestiva, la verdad. La noche es perezosa, insomne, uno solo el espectáculo de la ventana: arriba las estrellas, en el aire el lento diluvio de la arena y, a la izquierda, Piura, muchos luceros en la sombra, las formas blancas de Castilla, el río, el Viejo Puente como un gran lagarto entre las dos orillas. Pero que pase pronto la noche ruidosa, que amanezca, coge el arpa, no bajes por más que te llamen, tócale en la oscuridad, cántale bajito, dulce, muy despacio, ven Toñita, te estoy dando serenata, ¿la oyes? El español no está muerto, ahí asoma, por la esquina de la catedral, su pañuelo azul en el cuello, sus botines como espejos, su chaleco bajo la levita blanca, otra vez el calorcito, las olas que engordan las venas, el activo pulso, la mirada alerta, ¿va hacia la glorita?, sí, ¿se le acerca?, sí, ¿le sonríe?, sí. Y de nuevo ella asoleándose, inmóvil, ignorante, muy tranquila, alrededor lustrabotas y mendigos, don Eusebio ante su banco. Ahora ya sabe, está sintiendo una mano en su barbilla, ¿se ha empinado en el asiento?, sí, ¿él le está hablando?, sí. Inventa que le dice: buenos días, Toñita, linda mañana, el sol calienta sin quemar, lástima que caiga arena, o si vieras la luz que hay, lo azul que está el cielo, tanto como el mar de Palta y ahí, el latido de las sienes, las olas atropellándose, el corazón desbocado, la insolación interior. ¿Vienen juntos?, sí, ¿a la terraza?, sí, ¿la tiene del brazo?, sí, y Jacinto ¿no se siente bien, don Anselmo?, se ha puesto pálido, tú un poco cansado, tráeme otro café y una copita de pisco, ¿derechito hacia tu mesa?, sí, párate, estira la mano, don Eusebio cómo está, él mi querido, esta señorita y yo vamos a hacerle compañía, ¿nos permite? Ahí la tienes ya, junto a ti, mírala sin temor, ése es su rostro, esas pequeñas aves sus cejas y tras sus párpados cerrados reina la penumbra, y tras sus labios cerrados hay también una minúscula morada desierta y oscura, esa su nariz, esos sus pómulos. Mira sus largos brazos tostados y las puntas de cabello claro que ondean sobre sus hombros, y su frente que es tersa y por instantes se frunce. Y don Eusebio a ver, a ver, ¿un cafecito con leche?, pero ya habrás desayunado, más bien un dulce, eso les gusta a los jóvenes, ¿usted no fue goloso?, digamos de membrillo, y un juguito de papaya, a ver, jacinto. Asiente, condesciende, fui goloso, esa delgada columna es su cuello, disimula la ebullición, bosteza, fuma, esas flores de tallo frágil sus manos y las breves sombras que al recibir el sol parecen rubias sus pestañas. Y háblale, sonríele, así que compró por fin la casa de al lado, así que agrandará la tienda y tomará más empleados, interésate y hostígalo, ¿abrirá sucursales en Sullana?, ¿y en Chiclayo?, cuánto te alegras, sé una voz y una mirada, de veras que hace tiempo no va a verme, su expresión es ajena y grave, está concentrada en la bebida, unas gotitas de luz naranja brillan en su boca y mientras tanto el trabajo es así, las obligaciones, la familia, pero dése una escapada, don Eusebio, una cana al aire de vez en cuando, sus dedos se abren, cogen un membrillo, lo alzan, ¿cómo están las habitantas?, extrañándolo, preguntando por usted, cuándo quiere venir y yo lo atenderé, mírala ahora que muerde, fíjate qué voraces y limpios, son sus dientes. Y entonces el piajeno y las canastas, bájate el sombrero, sonríe, conversa siempre, y ahí la gallinaza haciendo venias, son ustedes tan buenos, Toñita da la mano a los señores, yo les agradezco por ella y ahí, de nuevo, la frescura fugaz, cinco contactos suaves en tu mano, algo que entra en el cuerpo y lo sosiega. Qué calma ahora, ¿no es cierto?, qué paz y vea, don Eusebio, ésa es la razón y usted no lo sabía, ni la supo cuando murió. Y él no faltaba más, me da vergüenza, Anselmo, déjeme pagar siquiera una rueda, me hace sentir cómo. Tú nunca, ni un centavo, aquí todo es suyo, ésta es su casa, usted me quitó el miedo, la sentó en mi mesa y las gentes no pusieron mala cara ni les llamó la atención. Y ahí, la exaltación. Ahora sí, atrévete, anda a su banco todas las mañanas, toca sus cabellos, cómprale fruta, llévala a La Estrella del Norte, pasea con ella bajo el sol ardiente, quiérela tanto como en esos días.