Bonifacia esperó al sargento al pie de la cabaña. El viento alzaba sus cabellos como una cresta, y también parecían de gallito su actitud satisfecha, la postura de sus piernas plantadas en la arena y su potito firme y saliente. El sargento sonrió, acarició el brazo desnudo de Bonifacia, palabra, lo había emocionado verla desde lejos, y los ojos verdes se dilataron un poco, el sol se reflejaba como una vibración de dardos minúsculos en cada pupila.

– Te has lustrado las botas -dijo Bonifacia-. Tu uniforme parece nuevo.

Una sonrisa complacida redondeó la cara del sargento y casi borró sus ojos:

– Lo lavó la señora Paredes -dijo-. Tenía miedo que lloviera pero qué suerte, ni una nubecita. Parece día piurano.

– Ni cuenta te has dado -dijo Bonifacia-. ¿No te gusta mi vestido? Es nuevo.

– De veras, no me había fijado -dijo el sargento-. Te queda bien, el color amarillo les cae justo a las morenitas.

Era un vestido sin mangas, con escote cuadrado y ruedo amplio. El sargento examinaba a Bonifacia risueño, su mano le acariciaba siempre el brazo y ella permanecía inmóvil, sus ojos en los del sargento. Lalita le había prestado zapatos blancos, se los probó anoche y le hacían doler, pero se los pondría para la iglesia, y el sargento miró los pies de Bonifacia, desnudos, ahogados en la arena: no le gustaba que andara patacala. Aquí no importaba, chinita, pero cuando se fueran, tendría que andar siempre con zapatos.

– Primero tengo que acostumbrarme -dijo Bonifacia-. ¿No ves que en la misión sólo me he puesto sandalias? No son lo mismo, no aprietan.

Lalita apareció en la baranda: qué sabía del teniente, sargento. Una cinta sujetaba sus largos cabellos y en su garganta brillaba un collar de chaquira. Tenía los labios pintados, qué buenamoza estaba la señora, colorete en las mejillas, con ella le gustaría casarse al sargento, y Lalita: ¿no había llegado el teniente?, ¿qué se sabía?

– Ninguna noticia -dijo el sargento-. Sólo que no ha llegado a la guarnición de Borja todavía. Parece que llueve fuerte, se habrán quedado botados a medio camino. Pero por qué les preocupa tanto, ni que el teniente fuera hijo de ustedes.

– Váyase, sargento -dijo Lalita, de mal modo-. Trae mala suerte ver a la novia antes de la misa.

– ¿Novia? -estalló la madre Angélica-. Querrás decir concubina, amancebada.

– No, madrecita -insistió Lalita, con voz humilde-. Novia del sargento.

– ¿Del sargento? -dijo la superiora-. ¿Desde cuándo? ¿Cómo ha sido eso?

Incrédulas, sorprendidas, las madres se inclinaron hacia Lalita, que había adoptado una actitud reservada, las manos juntas, la cabeza baja. Pero espiaba a las madres por el rabillo del ojo y su media sonrisa era engañosa.

– Si me sale mala, usted y don Adrián serán los culpables -dijo el sargento-. Ustedes me metieron en estas honduras, señora.

Reía con la boca abierta, muy fuerte, y su cuerpo, también regocijado, se estremecía de pies a cabeza. Lalita hacía conjuros con los dedos para espantar la mala suerte y Bonifacia se había alejado unos pasos del sargento.

– Váyase a la iglesia -repitió Lalita-. Se está desgraciando y la está desgraciando a ella por puro gusto. ¿A qué ha venido?

A qué iba a ser, señora, y el sargento estiró las manos hacia Bonifacia, para ver a su chinita, y ella corrió, se había antojado pues, y al igual que Lalita cruzó los dedos y exorcizó al sargento que, cada vez de mejor humor, brujas, brujas, se reía a carcajadas; ah, si vieran los mangaches a este par de brujas. Pero ellas no estaban de acuerdo y el pequeño puño trémulo de la madre Angélica escapó de la manga, batió el aire y desapareció entre los pliegues del hábito: no pondría los pies en esta casa. Estaban en el patio, frente a la residencia y, al fondo, las pupilas correteaban entre los frutales de la huerta. La superiora parecía suavemente abstraída.

– A usted es la que más extraña, madre Angélica -dijo Lalita-. Soy más suertuda que cualquiera dice, tengo muchas madres dice, y la primera su mamita Angélica. Más bien ella creía que usted me ayudaría a rogarle a la superiora, madrecita.

– Es un demonio lleno de tretas y de malas artes -el puño apareció y desapareció-. Pero a mí no me va a engatusar así nomás. Que se vaya con su sargento si quiere, aquí no entrará.

– ¿Por qué no vino ella en vez de mandarte a ti?-dijo la superiora.

– Le da vergüenza, madrecita -dijo Lalita-. No sabía si usted la recibiría o la botaría de nuevo. ¿Acaso porque nació pagana no tiene su orgullo? Perdónela, madre, fíjese que va a casarse.

– Iba a buscarlo, sargento -dijo el práctico Nieves-. No sabía que estaba aquí.

Había salido a la terraza y se apoyaba en la baranda, junto a Lalita. Vestía unos pantalones de tocuyo blanco y una camisa de manga larga, sin cuello. Iba sin sombrero, calzaba unos zapatos de suela gruesa.

– Váyanse de una vez -dijo Lalita-. Adrián, llévatelo ahora mismo.

El práctico bajó la escalerilla, las piernas tiesas como garrotes, el sargento hizo un saludo militar a Lalita y a Bonifacia le guiñó un ojo. Partieron hacia la misión, no por la trocha paralela al río, sino entre los árboles de la colina. ¿Cómo se sentía el sargento? ¿Hasta qué hora había durado la despedida anoche, donde Paredes? Hasta las dos, y el Pesado se emborrachó y se había metido al agua vestido, don Adrián, él también se trancó un poco. ¿Se sabía algo del teniente ya? Pero ¿otra vez, don Adrián? No se sabía nada, lo habrían agarrado las lluvias y estaría echando espuma. Suerte que no se habían quedado con él, entonces. Sí, a lo mejor tenía para rato, decían que por el Santiago había un verdadero diluvio. A ver, en confianza, ¿estaba contento de casarse, sargento?, y el sargento sonrió, unos segundos sus ojos se ausentaron y, de pronto, se dio una palmada en el pecho: esa mujer se le había metido aquí, don Adrián, por eso se casaba con ella.

– Se ha portado usted como un buen cristiano -dijo Adrián Nieves-. Aquí sólo se casan las parejas que tienen muchos años, las madres y el padre Vilancio se matan aconsejándolas y ellas nada. En cambio usted se la lleva ahí mismo a la iglesia, sin que esté embarazada siquiera. La muchacha está contenta. Anoche decía he de ser buena mujer.

– En mi tierra dicen que el corazón nunca engaña -dijo el sargento-. Y mi corazón me dice que será buena mujer, don Adrián.

Avanzaban despacio, evitando las charcas, pero las polainas del sargento y el pantalón del práctico se habían llenado ya de salpicaduras. Los árboles de la colina filtraban la luz del sol, le imprimían cierta frescura y la agitaban. A los pies de la misión, Santa María de Nieva yacía quieta y dorada entre los ríos y el bosque. Saltaron un montículo, subieron el sendero pedregoso y allí arriba, en la puerta de la capilla, un grupo de aguarunas se llegó a la orilla de la pendiente para verlos: mujeres de pechos caídos, niños desnudos, hombres de ojos esquivos y profusas cabelleras. Se apartaron para dejarlos pasar y algunos chiquillos alargaron las manos y gruñeron. Antes de entrar a la iglesia, el sargento se sacudió el uniforme con el pañuelo y se acomodó el quepí, Nieves desdobló la basta de su pantalón. La capilla estaba llena, olía a flores y a mecheros de resina, la calva de don Fabio Cuesta relucía como una fruta en la penumbra. Se había puesto corbata y, desde su banca, hizo adiós al sargento que se llevó la mano al quepí. Detrás del gobernador, el Pesado, el Chiquito, el Oscuro y el Rubio bostezaban, las bocas agrias y los ojos inyectados, y los Paredes y sus hijos ocupaban dos bancas: innumerables chiquillos de pelos húmedos. En el ala opuesta, detrás de una reja donde la penumbra se convertía en oscuridad, una formación de guardapolvos y melenas idénticas: las pupilas. Arrodilladas, inmóviles, sus ojos como una nube de cocuyos curiosos perseguían al sargento que, en puntas de pie, iba estrechando las manos de los asistentes, y el gobernador se tocó la calva, sargento: tenía que quitarse la gorra en la iglesia y estar con la cabeza descubierta, como él. Los guardias sonrieron y el sargento se alisaba los cabellos alborotados por el ímpetu con que se había sacado el quepí. Fue a sentarse en la primera fila, junto al práctico Nieves. ¿Habían arreglado bonito el altar, no? Muy bonito, don Adrián, eran simpáticas las monjitas. Los jarrones de greda roja ardían de flores, y también había orquídeas trenzadas en collares que bajaban desde el crucifijo de madera hasta el suelo; a ambos lados del altar, maceteros de altos helechos se alineaban en filas dobles hasta tocar las paredes, y el suelo de la capilla había sido regado y estaba brillando. De los candeleros encendidos, canutos de humo transparente y oloroso ascendían por el aire oscuro e iban a alimentar la capa densa de vapor que flotaba junto al techo: ya estaban ahí, sargento, la novia y la madrina. Hubo un murmullo, las cabezas giraron hacia la puerta. Empinada en los zapatos blancos de tacón, Bonifacia tenía ahora la misma estatura que Lalita. Un velo negro le ocultaba los cabellos, sus ojos recorrían las bancas, grandes y alarmados, y Lalita cuchicheaba con los Paredes, su vestido floreado imponía a ese sector de la capilla una vivacidad airosa, juvenil. Don Fabio se inclinó hacia Bonifacia, le dijo algo al oído y ella sonrió, pobre: estaba cortada la chinita, don Adrián, qué cara de vergüenza tenía. Después le darían trago y se alegraría, sargento, lo que pasaba es que se moría de miedo de encontrarse con las madres, creía que iban a reñirla, ¿no es cierto que eran bonitos sus ojos, don Adrián? El práctico se llevó un dedo a la boca y el sargento miró al altar y se persignó. Bonifacia y Lalita se sentaron junto a ellos y, un momento después, Bonifacia se arrodilló y se puso a rezar, las manos juntas, los ojos cerrados, los labios moviéndose apenas. Seguía así cuando chirrió la reja e ingresaron las madres a la capilla, adelante la superiora. De dos en dos, iban hacia el altar, se arrodillaban, se persignaban, sin bulla se dirigían a las bancas. Cuando las pupilas comenzaron a cantar, todos se pusieron de pie, y entró el padre Vilancio, sus rojísimas barbas como una pechera sobre el hábito morado. La superiora hizo señas a Lalita indicándole el altar, y Bonifacia, todavía de rodillas, se secaba los ojos con el velo. Luego se levantó y avanzó entre el práctico y el sargento, muy erguida, sin mirar a los lados. Y toda la misa estuvo rígida, la mirada clavada en un punto intermedio entre el altar y los collares de orquídeas, mientras las madres y las pupilas rezaban en alta voz y los demás se arrodillaban, se sentaban y se levantaban. Después el padre Vilancio se acercó a los novios, el sargento se puso en posición de firmes, las rojas barbas estaban a milímetros del rostro de Bonifacia, interrogó al sargento que chocó los tacos y dijo sí con energía, y a Bonifacia, pero la respuesta de ella no se oyó. Ahora el padre Vilancio sonreía cordialmente y alcanzaba su mano al sargento, y a Bonifacia, que la besó. La atmósfera de la capilla pareció aligerarse, las pupilas dejaron de cantar y había diálogos a media voz, sonrisas, movimientos. El práctico Nieves y Lalita abrazaban a los novios y, en la rueda formada en torno a ellos, don Fabio bromeaba, las criaturas reían, el Pesado, el Chiquito, el Oscuro y el Rubio esperaban uno detrás de otro para felicitar al sargento. Pero la superiora los dispersó, señores, estaban en la capilla, silencio, que salieran al patio, y su voz dominaba a las otras. Lalita y Bonifacia franquearon la reja, luego los invitados, al final las madres, y Lalita sonsa, que la soltara, Bonifacia, las madrecitas habían puesto una mesa con mantel blanco, llena de jugos y de pastelitos, que la soltara que todos querían felicitarla. Las piedras del patio destellaban y, en los muros blancos de la residencia, acribillados por el sol, había sombras como enredaderas. Qué vergüenza les tenía, madrecitas, ni a mirarlas se atrevía, y hábitos, susurros, risas, uniformes revoloteaban alrededor de Lalita. Bonifacia seguía abrazada a ella, la cabeza oculta en el vestido floreado y, entre tanto, el sargento recibía y distribuía abrazos: estaba llorando, madrecitas, qué sonsa. ¿Por qué se ponía así, Bonifacia? Era por ustedes, madres, y la superiora tonta, no llores, ven que te abrace. Bruscamente, Bonifacia soltó a Lalita, se volvió y cayó en los brazos de la superiora. Ahora pasaba de una madre a otra, tenía que rezar siempre, Bonifacia, sí mamita, ser muy cristiana, sí, no olvidarse de ellas, nunca las olvidaría, y Bonifacia las abrazaba muy fuerte, y ellas muy fuerte, y gruesos, involuntarios, invencibles lagrimones corrían por las mejillas de Lalita, borraban el colorete, sí, sí, las querría siempre, y descubrían los estigmas de su piel, había rezado tanto por ellas, granos, manchas, cicatrices. Estas madres no tenían precio, padre Vilancio, todo lo que les habían preparado. Pero, atención, el chocolate se les estaba enfriando y el gobernador tenía hambre. ¿Podían comenzar, madre Griselda? La superiora rescató a Bonifacia de los brazos de la madre Griselda, claro que podían, don Fabio, y la ronda se abrió: dos pupilas abanicaban la mesa atestada de fuentes y de jarras y, entre ellas, había una silueta oscura. ¿Quién le había preparado todo eso, Bonifacia? Tenía que adivinar y Bonifacia lloriqueaba, madre, dime que me has perdonado, tironeaba el hábito de la superiora, que le hiciera ese regalo, madre. Fino, rosado, el índice de la superiora apuntó al cielo: ¿había pedido perdón a Dios? ¿Se había arrepentido? Todos los días, madre, y entonces la había perdonado, pero tenía que adivinar, ¿quién había sido? Bonifacia gimoteaba, quién iba a ser, sus ojos buscaban entre las madres, ¿dónde estaba, dónde se había ido? La silueta oscura apartó a las dos pupilas y avanzó, encorvada, arrastrando los pies, la cara más huraña que nunca: al fin se acordaba de ella esa ingrata, esa malagradecida. Pero ya Bonifacia se había abalanzado y, en sus brazos, la madre Angélica trastabilleaba, el gobernador y los otros habían empezado a comer pastelitos y ella había sido, su mamita, y la madre Angélica nunca había venido a verla, demonio, pero se había soñado con ella, pensado cada día y cada noche en su mamita, y la madre Angélica que probara de ésos, de éstos, que tomara un jugo.