– Los guardias qué pasó, sargento, ¿se le insolentó y tuvo que cargárselo? -dijo el Bolas-. Y él como mareado, diciendo que sí a todo.

– El señor se suicidó -dijo el Mono-, no tenemos nada que ver, déjennos salir, nos esperan nuestras familias.

Pero los guardias habían trancado la puerta y la custodiaban, el dedo en el gatillo del fusil, y echaban sapos y culebras por sus bocas y sus ojos.

– Sean humanos, sean cristianos, déjennos salir -repetía José-. Estábamos divirtiéndonos, no nos metimos en nada. ¿Por quién quieren que se lo juremos?

– Trae una frazada de arriba, Maribel -dijo la Chunga-. Para taparlo.

– Tú no perdiste la cabeza, Chunga -dijo el Joven.

– Después tuve que botarla, las manchas no salían con nada -dijo la Chunga.

– Les pasan las cosas más raras -dijo el arpista-. Viven distinto, mueren distinto.

– ¿De quién habla, maestro? -dijo el joven.

– De los Seminario -dijo el arpista. Tenía la boca abierta, como si fuera a añadir algo, pero no dijo nada más.

– Creo que Josefino ya no vendrá a buscarme -dijo la Selvática-. Es tardísimo.

La puerta estaba abierta y por ella entraba el sol como un incendio voraz, todos los rincones del salón ardían. Sobre los techos de la barriada, el cielo aparecía altísimo, sin nubes, muy azul, y se veía también el lomo dorado del arenal y los chatos y ralos algarrobos.

– Te llevamos nosotros, muchacha -dijo el arpista-. Así te ahorras el taxi.

Silenciosas, impulsadas por las pértigas, las canoas se arriman a la orilla y Fushía, Pantacha y Nieves saltan a tierra. Se internan unos metros en la maleza, se acuclillan, hablan en voz baja. Entretanto, los huambisas varan las canoas, las ocultan bajo el ramaje, borran las pisadas del fango de la ribera y, a su vez, entran al monte. Llevan pucunas, hachas, arcos, haces de virotes colgados del cuello y en la cintura, cuchillos y los cañutos embreados del curare. Sus rostros, torsos, brazos y piernas desaparecen bajo los tatuajes y, como para las grandes fiestas, se han teñido también los dientes y las uñas. Pantacha y Nieves llevan escopetas, Fushía sólo revólver. Un huambisa cambia unas palabras con ellos, luego se agazapa y, elásticamente, se pierde en el boscaje. ¿El patrón se sentía mejor? El patrón no se había sentido nunca mal, quién inventaba eso. Pero que el patrón no levantara la voz: los hombres se ponían nerviosos. Siluetas mudas, desparramadas bajo los árboles, los huambisas otean a derecha e izquierda, sus movimientos son sobrios y sólo el destello de sus pupilas y las furtivas contracciones de sus labios revelan el anisado y los cocimientos que estuvieron bebiendo toda la noche, en torno a una fogata, en el bajío donde acamparon. Algunos mojan en el curare los vértices forrados de algodón de los virotes, otros soplan las cerbatanas para expulsar las escorias. Quietos, sin mirarse unos a otros, esperan mucho rato. Cuando el huambisa que partió surge como un suavísimo felino entre los árboles, el sol está ya alto y sus lenguas amarillas derriten los trazos de huiro y de achiote de los cuerpos desnudos. Hay una complicada geografía de luces y de sombras, se ha acentuado el color de los matorrales, las cortezas parecen más duras, más rugosas, y viene de arriba un ensordecedor vocerío de pájaros. Fushía se incorpora, habla con el recién llegado, vuelve donde Pantacha y Nieves: los muratos están cazando en el bosque, sólo hay mujeres y criaturas, no se ve jebe ni cueros. ¿Valdrá la pena ir, de todos modos? El patrón piensa que sí, nunca se sabe, a lo mejor lo han escondido esos perros. Los huambisas hablan ahora congregados en torno al recién venido. Lo interrogan sin atropellarse, con monosílabos y él responde a media voz, apoyando sus palabras con ademanes y ligeros movimientos de cabeza. Se dividen en tres grupos, el patrón y los cristianos se ponen al frente y así avanzan, sin apuro, paralelos, precedidos de dos huambisas que van abriendo el follaje a machetazos. La tierra murmura apenas a su paso y al contacto de sus cuerpos las altas yerbas y las ramas se ladean con un mismo chasquido, luego tras ellos se enderezan y juntan. Continúan la marcha largo rato y, de repente, la luz es más cruda y próxima, los rayos atraviesan oblicuamente la vegetación que ralea y es más baja, menos monótona, más clara. Se detienen y, a los lejos, se divisa ya el lindero del monte, un vasto claro, unas cabañas y las aguas quietas del lago. El patrón y los cristianos dan todavía algunos pasos y observan. Las cabañas se aglomeran sobre una elevación de tierra calva y grisácea a poca distancia del lago y, tras el poblado que se diría desierto, se extiende una playa lisa, color ocre. Por el flanco derecho, un brazo de bosque se estira y llega casi hasta las cabañas: por ahí, que Pantacha se hiciera ver y los muratos se aventarían hacia este lado. Pantacha da media vuelta, explica, hace gestos rodeado de huambisas que lo escuchan asintiendo. Se alejan en fila india, agazapados, apartando las lianas con las manos, y el patrón, Nieves y los otros tornan los ojos una vez más hacia el poblado. Ahora da síntomas de vida: entre las cabañas se adivinan siluetas, movimientos y unas figuras van lentamente hacia el lago, en formación, con bultos a la cabeza que deben ser rodetes o cántaros, escoltadas por sombras minúsculas, tal vez perros, tal vez niños. ¿Nieves ve algo? No ve jebe, patrón, pero esas cosas tendidas sobre horcones pueden ser cueros secándose al sol. El patrón no se lo explica, en la región hay gomales, ¿no habrán venido ya los patrones a recoger el jebe? Esos muratos, siempre tan flojos, difícil que se mueran trabajando. Los diálogos de los huambisas son cada vez más roncos, más enérgicos. En cuclillas o de pie o encaramados en los arbustos, miran fijamente las cabañas, las siluetas difuminadas de la playa, las sombras rastreras y ahora sus ojos no son dóciles sino indómitos y hay en ellos algo de la codiciosa temeridad que dilata las pupilas del otorongo hambriento, y hasta sus pieles tensas han cobrado la lustrosa tersura del jaguar. Sus manos denotan exasperación, aprietan las cerbatanas, palpan los arcos, los cuchillos, se golpean los muslos, y los dientes embadurnados de huiro, limados como clavos, castañetean o mordisquean bejucos, fibras de tabaco. Fushía se les acerca, les habla y ellos gruñen, escupen y sus muecas son a la vez risueñas, beligerantes, exaltadas. Junto a Nieves, una rodilla en el suelo, Fushía observa. Las figuras vuelven del lago, evolucionan lánguidas, pesadas, entre las cabañas y en algún lugar han encendido una fogata: un arbolito gris sube hacia el cielo brillante. Ladra un perro. Fushía y Nieves se miran, los huambisas acercan las pucunas a los labios y, asomados a los umbrales del bosque, sus ojos buscan pero el perro no aparece. Ladra de rato en rato, invisible, a salvo. ¿Y si un día entraran y en las cabañas estuvieran los soldados, esperándolos? ¿Nunca se le ocurrió al patrón? Eso nunca se le ocurrió. Sí, en cambio, y en cada viaje, que cuando regresaran a la isla, los soldados estarían apuntándolos desde el barranco. Encontrarían todo quemado, muertas a las mujeres de los huambisas y a la patrona se la habrían llevado. Al principio, a él le daba un poco de miedo, ahora no, nada más nervios. ¿Nunca tuvo miedo el patrón? Nunca tuvo, porque los pobres que tienen miedo se quedan pobres toda la vida. Pero eso no le hacía, patrón, Nieves siempre había sido pobre y la pobreza no le quitaba el miedo. Es que Nieves se conformaba y el patrón no. Había tenido mala suerte pero pasaría, tarde o temprano pasaría al lado de los ricachos. Quién lo dudaba, patrón, él conseguía siempre lo que quería. Y una explosión de voces sacude la mañana: aullantes, súbitos, desnudos, emergen de la lengua de bosque y corren hacia el poblado, gesticulando ascienden la ladera y entre los veloces cuerpos distantes se divisan los calzoncillos blancos de Pantacha, se oyen sus gritos que recuerdan la sarcástica risa de la chicua y ahora ladran muchos perros y las cabañas expulsan sombras, chillidos y una tenaz agitación, una especie de hervor conmueve la ladera por donde huyen tropezando, rebotando, chocando unas con otras, figuras que vienen hacia el bosque y se distinguen, por fin, nítidamente: son mujeres. Los primeros cuerpos pintarrajeados han llegado a la cumbre. Detrás de Nieves y Fushía, los huambisas lanzan alaridos, saltan, todo el ramaje vibra y ya no se escucha a los pájaros. El patrón se vuelve, señala el descampado y las mujeres fugitivas: pueden ir. Pero ellos permanecen en el sitio todavía unos segundos, estimulándose con rugidos, jadeando y pataleando y, de pronto, uno alza la pucuna, echa a correr, cruza la angosta maleza que los separa del claro y, cuando llega al terreno descubierto, los demás corren también, los cuellos hinchados por los gritos. El práctico y Fushía los siguen y en el descampado las mujeres alzan los brazos, miran al cielo, se revuelven, estallan en grupos y los grupos en solitarias siluetas que brincan, van y vienen, caen al suelo y después desaparecen, una tras otra, sumergidas por las pieles de resplandores negros y rojizos. Fushía y Nieves avanzan y los gritos los siguen y preceden, parecen venir del polvo luminoso que los cerca mientras suben la ladera. En el poblado murato, los huambisas revolotean entre las cabañas, pulverizan a puntapiés los delgados tabiques, tumban a machetazos los techos de yarina, uno apedrea el vacío, otro apaga el fogón y todos se tambalean, ¿ebrios? ¿Atontados? ¿Muertos de fatiga? Fushía va tras ellos, los sacude, los interroga, les da órdenes y Pantacha, sentado en un cántaro, sudoroso, los ojos saltones, boquiabierto, señala una cabaña indemne todavía: había un viejo ahí. Sí, por más que él les dijo, patrón, se la cortaron. Algunos huambisas se han calmado y escarban aquí y allá, pasan cargados de pieles, bolas de jebe, mantas que amontonan en el claro. El griterío se ha concentrado ahora, brota de las mujeres acorraladas entre un esqueleto de cañas y tres huambisas que las observan inexpresivos, a unos pasos de distancia. El patrón y Nieves entran a la cabaña y en el suelo, entre dos hombres arrodillados, hay unas piernas cortas y arrugadas, un sexo oculto por un estuche de madera, un vientre, un torso enclenque y lampiño de costillas que marcan la piel terrosa. Uno de los huambisas se vuelve, les muestra la cabeza que gotea, apenas ya, puntos granates. En cambio, el boquerón abierto entre los hombros huesudos surte siempre, esos perros, bocanadas intermitentes de sangre espesa, que se fijara en sus caras. Pero Nieves ha salido de la cabaña, saltando atrás como un cangrejo, y los dos huambisas no muestran entusiasmo alguno y tienen los ojos como entumecidos. Escuchan mudos, impasibles, a Fushía que chilla y hace gestos y estruja su revólver y cuando él calla salen de la cabaña y ahí está Nieves, apoyado en el tabique, vomitando. Era mentira, no se le había quitado el miedo todavía, pero que no le diera vergüenza, a cualquiera se le malograba el estómago, esos perros. ¿De qué servía el Pantacha? ¿De qué servía que el patrón diera órdenes? Y ésos nunca aprenderían, carajo, cualquier día les cortaban la cabeza a ellos. Pero aunque fuera a tiros, carajo, a patada limpia, carajo, esos carajos le obedecerían. Regresan al claro y los huambisas se apartan y todo ha sido ordenado en el suelo: pieles de lagarto, venado, serpiente y huangana, calabazas, collares, jebe, atados de barbasco. Siempre apiñadas y ruidosas, las mujeres revuelven los ojos, los perros ladran y Fushía examina los cueros a contraluz, calcula el peso del jebe y Nieves retrocede, se sienta en un tronco caído y Pantacha viene a su lado. ¿Sería el brujo? Quién sabía pero, eso sí, no trató de escapar y cuando entraron estaba sentadito y quemando unas hierbas. ¿Gritó? Quién sabía, él no lo oyó y primero quiso pararlos y después quiso irse y se fue y le temblaban las piernas y se cagó y no sintió que se cagaba. Eso sí, el patrón estaba furioso, no tanto porque lo mataron, ¿porque no le obedecieron?, sí. Y casi no había nada, esos cueros estaban dañados y el jebe era de la peor calidad, rabiaría. Pero ¿por qué se hacía? ¿No estaba enfermo también? Eran cristianos, en la isla uno se olvidaba que los chunchos eran chunchos, pero ahora se comprendía, no se podía vivir así, si hubiera masato se emborracharía. Y, además, que se fijara, le discutían al patrón, rabiaría, rabiaría. Oculto por los huambisas que lo amurallan, la voz de Fushía truena mediocremente en la mañana soleada, y ellos truenan con vehemencia, agitan los puños, escupen y vibran. Sobre sus cabelleras lacias, aparece la mano del patrón con el revólver, apunta al cielo y dispara y los huambisas murmuran un segundo, callan, otro disparo y las mujeres también callan. Sólo los perros siguen ladrando. ¿Por qué quería partir de una vez el patrón? Los huambisas estaban cansados, Pantacha también estaba cansado, y ellos querían celebrar, era justo, ellos no se sacaban la mugre por el jebe ni los cueros, sólo por el gusto, un día se calentarían, los matarían a ellos. Es que el patrón estaba enfermo, Pantacha, quería demostrar que no, pero no podía. ¿Antes no se ponía de buen humor? ¿No le gustaba celebrar también? Ahora ni miraba a las mujeres y siempre andaba rabiando. ¿Se estaría enloqueciendo por lo que no se hacía rico como quería? Fushía y los huambisas dialogan ahora con animación, sin violencia, no hay rugidos sino un cuchicheo vivaz, nervioso, circular, y algunos rostros se muestran joviales. Las mujeres están silenciosas, soldadas unas contra otras, abrazadas a sus criaturas y a sus perros. ¿Enfermo? Claro, la noche antes que Jum se fuera de la isla, Nieves entró y lo vio, las achuales le estaban sobando las piernas con resina y él, carajo, fuera, se enfureció, no quería que supieran que andaba enfermo. Fushía da instrucciones, los huambisas enrollan las pieles, se echan al hombro las bolas de jebe, pisotean y destruyen todo aquello que el patrón ha descartado y Pantacha y Nieves se acercan al grupo. Estaban cada vez peor esos perros, no querían obedecer, se le insolentaban, carajo, pero él les enseñaría. Es que querían festejar, patrón, y, además, había tantas mujeres. ¿Por qué no los dejaba el patrón? Semejante imbécil, ¿él también?, ¿la región no estaba llena de tropa?, serrano bruto, si se emborrachaban les duraría dos días, huevón, empezando por él, podían volver los juratos, sorprenderlos los soldados. El patrón no quería líos por tan poca cosa, que llevaran la mercadería al río, huevón, y bien rápido. Varios huambisas bajan ya la ladera y Pantacha va tras ellos, rascándose, apurándolos, pero los hombres andan sin prisa y sin ganas, en silenciosas y morosas filas curvas. Los que permanecen en el poblado murmuran, merodean confusamente de un lado a otro, evitan a Fushía que los observa, el revólver en la mano, desde el centro del claro. Por fin, unos tabiques comienzan a arder. Los huambisas dejan de moverse, esperan como apaciguados que las llamas abracen en un solo torbellino la vivienda. Luego, emprenden el regreso. Al descender la ladera pelada, se vuelven a mirar a las mujeres que en la cumbre echan manotones de tierra a la cabaña en llamas. Llegan al bosque y deben abrir de nuevo una trocha a machetazos y avanzar por un delgado, precario pasadizo sombreado, entre troncos, bejucos, lianas y breves aguajales. Cuando invaden la playa, Pantacha y sus hombres han sacado las canoas del ramaje e instalado la carga. Embarcan, parten, adelante la canoa del práctico, que va midiendo con la tangana la profundidad del lecho. Navegan toda la tarde, con un breve alto para comer, y, cuando oscurece, atracan en una playa, semioculta por chambiras mellizas erizadas de espinas. Encienden una fogata, sacan los fiambres, asan unas yucas y Pantacha y Nieves llaman al patrón: no, no quiere comer: Se ha tendido en la arena, de espaldas, usa sus brazos de almohada. Ellos comen y se tumban uno junto al otro, se cubren con una manta murato. Daba no sé qué ver al patrón tan cambiado, no sólo no comía, tampoco hablaba. Sería eso de las piernas, ¿se había fijado?, caminaba que apenas podía y siempre se quedaba atrás. Debían dolerle, seguro, y, además, no se quitaba el pantalón ni las botas para nada. Los murmullos se cruzan y descruzan en la negrura, la recorren en todas direcciones: voces de insectos, voces del río que bate las peñas, la grama y la tierra de la ribera. En las tinieblas del contorno los cocuyos brillan como fuegos fatuos. Pero Pantacha lo había visto cuando él sacó ese akítai de los muratos, era más bonito, con más colores que los que hacían los huambisas, lo había visto cuando él se lo escondía en el pantalón. ¿Ah, sí? ¿Y qué creía Pantacha, por qué se escaparía Jum de la isla? Que no le cambiara de conversación, ¿le llevaba a la shapra ese akítai?, ¿se había enamorado de ella? Cómo se iba a enamorar si ni siquiera se entendía con ella, ni siquiera le gustaba mucho. ¿Se le pasaría, entonces? ¿Cuando regresaran? ¿La misma noche? Sí, la misma noche que regresaran, si quería. ¿Para quién, entonces, ese akítai? ¿Para una de las achuales? ¿El patrón le iba a pasar una achual? Para nadie, para él solito, le gustaban las cosas de plumas y, además, sería un recuerdo.