– Ni me dejó entrar a la cocina, don Fabio -decía la madre Griselda-. Esta vez tiene que alabar a la madre Angélica. Ella le preparó todo a su engreída.

– Qué no habré hecho yo por ésta -dijo la madre Angélica-. He sido su niñera, su sirvienta, ahora su cocinera.

Su rostro se empeñaba en seguir enfurruñado y rencoroso, pero se le había quebrado la voz ya, roncaba como una pagana, y, de repente, se le aguaron los ojos, se torció su boca, y rompió en sollozos. Su vieja mano curva palmoteaba torpemente a Bonifacia y las madres y los guardias se pasaban las fuentes, llenaban los vasos, el padre Vilancio y don Fabio reían a carcajadas y uno de los chiquillos de Paredes se había trepado a la mesa, su madre le daba azotes.

– Cómo la quieren, don Adrián -dijo el sargento-. Cómo me la miman.

– ¿Pero por qué tanto lloro? -dijo el práctico-. Si en el fondo están tan contentas.

– ¿Puedo llevarles algo, mamita? -dijo Bonifacia. Señalaba a las pupilas, formadas en tres hileras ante la residencia. Algunas le sonreían, otras le enviaban adioses tímidos.

– Ellas tienen su colación especial, también -dijo la superiora-. Pero anda a abrazarlas.

– Te han preparado regalos -gruñó la madre Angélica, el rostro deformado por las lágrimas y los pucheros-. También nosotras, yo te he hecho un vestidito.

– Todos los días he de venir a verte -dijo Bonifacia-. Te ayudaré, mamita, yo seguiré sacando las basuras.

Se separó de la madre Angélica y fue hacia las pupilas, que se desbandaron y salieron a su encuentro, en medio de un vocerío. La madre Angélica se abrió paso entre los invitados, y, cuando llegó junto al sargento, su cara estaba menos pálida, hosca de nuevo.

– ¿Vas a ser un buen marido? -gruñó, sacudiéndolo del brazo-. Ay de ti si le pegas, ay de ti si te vas con otras mujeres. ¿Te portarás bien con ella?

– Pero cómo no, madrecita -repuso el sargento, confuso-. Si la quiero tanto.

– Ah, ya te despertaste -dijo Aquilino-. Es la primera vez que duermes así desde que salimos. Antes, eras tú el que me estaba mirando cuando yo abría los ojos.

– Me he soñado con Jum -dijo Fushía-. Toda la noche viendo su cara, Aquilino.

– Varias veces te sentí quejarte, y una me pareció que hasta llorabas -dijo Aquilino-. ¿Era por eso?

– Cosa rara, viejo -dijo Fushía-, yo no entraba para nada en el sueño, sólo Jum.

– ¿Y qué soñabas con el aguaruna? -dijo Aquilino.

– Que se moría, en la playita esa donde Pantacha se preparaba sus cocimientos -dijo Fushía-. Y alguien se le acercaba y le decía vente conmigo y él no puedo, me estoy muriendo. Así todo el sueño, viejo.

– A lo mejor estaba ocurriendo -dijo Aquilino-. A lo mejor se murió anoche y se despidió de ti.

– Lo habrán matado los huambisas que lo odiaban tanto -dijo Fushía-. Pero espera, no seas así, no te vayas.

– Es por gusto -dijo Lalita, acezando-, me llamas y cada vez es por gusto. Para qué me haces venir si no puedes, Fushía.

– Sí puedo -chilló Fushía-, sólo que tú quieres acabar ahí mismo, no me das tiempo siquiera y te pones furiosa. Sí puedo, puta.

Lalita se ladeó y quedó de espaldas en la hamaca que crujía al balancearse. Una claridad azul entraba a la cabaña por la puerta y las rendijas con los humores cálidos y los murmullos de la noche, pero no llegaba hasta la hamaca; éstos sí.

– Tú crees que me engañas -dijo Lalita-. Crees que soy tonta.

– Tengo preocupaciones en la cabeza -dijo Fushía-, necesito que se me olviden pero tú no me das tiempo. Soy un hombre, no un animal.

– Lo que pasa es que estás enfermo -susurró Lalita.

– Lo que pasa es que me dan asco tus granos -chilló Fushía-, lo que pasa es que te has vuelto vieja. Sólo contigo no puedo, con cualquier otra cuantas veces quiera.

– Las abrazas y las besas pero tampoco les puedes -dijo Lalita, muy despacio-. Las achuales me han contado.

– ¿Les hablas de mí, puta? -el cuerpo de Fushía contagiaba a la hamaca un ansioso y continuo temblor-. ¿A las paganas les hablas de mí? ¿Quieres que te mate?

– ¿Quieres saber adónde iba cada vez que se desaparecía de la isla? -dijo Aquilino-. A Santa María de Nieva.

– ¿A Nieva? ¿Y qué iba a hacer ahí? -dijo Fushía-. ¿Cómo sabes tú que Jum se iba a Santa María de Nieva?

– Supe hace poco -dijo Aquilino-. ¿La última vez que se escapó fue hace unos ocho meses?

– Ya casi no llevo la cuenta del tiempo, viejo -dijo Fushía-. Pero sí, hará unos ocho meses. ¿Te encontraste con Jum y él te contó?

– Ahora que estamos lejos, ya lo puedes saber -dijo Aquilino-. Lalita y Nieves están viviendo ahí. Y al poco tiempo de llegar ellos a Santa María de Nieva se les presentó Jum.

– ¿Tú sabías dónde estaban? -jadeó Fushía-. ¿Tú los ayudaste, Aquilino? ¿También tú eres un perro? ¿También tú me traicionaste, viejo?

– Por eso te da vergüenza y te escondes y no te desvistes en mi delante -dijo Lalita y la hamaca dejó de crujir-. ¿Pero acaso no huelo cómo te apestan? Las piernas se te están pudriendo, Fushía, eso es peor que mis granos.

El vaivén de la hamaca era otra vez muy activo y, de nuevo crujían las estacas, largamente, pero no era él quien ahora temblaba, sino Lalita. Fushía se había encogido, y era una forma rígida y como anonadada entre las mantas, una garganta rota tratando de hablar, y en la sombra de su rostro había dos lucecitas vivas y espantadas a la altura de los ojos.

– Tú también me insultas -balbuceó Lalita-. Y si te pasa algo yo tengo la culpa, ahora tú me llamaste y todavía te enojas. A mí también me da cólera y digo cualquier cosa.

– Son los zancudos, puta -gimió Fushía bajito y su brazo desnudo golpeó, sin fuerzas-. Me han picado y se me han infectado.

– Sí, los zancudos y es mentira que te apesten, pronto te vas a curar -sollozó Lalita-. No te pongas así, Fushía, con la cólera no se piensa, se dice cualquier cosa. ¿Te traigo agua?

– ¿Se están construyendo una casa? -dijo Fushía-. ¿Se van a quedar para siempre en Santa María de Nieva esos perros?

– A Nieves lo han contratado como práctico los guardias que hay ahí -dijo Aquilino-. Ha venido otro teniente, más joven que ese que se llamaba Cipriano. Y Lalita está esperando un hijo.

– Ojalá se le muera en la barriga, y se muera ella también-dijo Fushía-. Pero dime, viejo, ¿no fue ahí donde lo colgaron? ¿A qué iba Jum a Santa María de Nieva? ¿Quería vengarse?

– Iba por esa historia tan vieja -dijo Aquilino-. A reclamar el jebe que le quitó el señor Reátegui cuando fue a Urakusa con los soldados. No le hicieron caso, y Nieves se dio cuenta que no era la primera vez que iba a reclamar, que todas sus escapadas de la isla eran para eso.

– ¿Iba a reclamarles a los guardias mientras trabajaba conmigo? -dijo Fushía-. ¿No se daba cuenta? Pudo fregarnos a todos ese bruto, viejo.

– Más bien di cosa de loco -dijo Aquilino-. Seguir con lo mismo después de tantos años. Se estará muriendo y no se le habrá quitado de la cabeza lo que le pasó. No he conocido ningún pagano tan terco como Jum, Fushía.

– Me picaron cuando me metí a la cocha a sacar la charapa que se murió -gimió Fushía-. Los zancudos, las arañas del agua. Pero las heridas ya se están secando, bruta, ¿no ves que cuando uno se rasca se infectan? Por eso huelen.

– No huelen, no huelen -dijo Lalita-, si era cosa de la cólera, Fushía. Antes tú querías todo el tiempo y yo tenía que inventarme cosas, estoy sangrando, no puedo. ¿Por qué has cambiado, Fushía?

– Te has ablandado, estás vieja, a un hombre sólo lo arrechan las mujeres duras -chilló Fushía y la hamaca comenzó a brincar-, eso no tiene que ver con las picaduras de los zancudos, perra.

– Si ya no hablo de los zancudos -susurró Lalita-, si ya sé que te estás curando. Pero el cuerpo me duele en las noches. ¿Para qué me llamas entonces, si soy como dices? No me hagas sufrir, Fushía, no me hagas venir a tu hamaca si no puedes.