– Lo que no creo es que éste fuera el jefe -dijo el Chiquito-. Además, si robó tanto como dicen, no sería un muerto de hambre.

– Qué iba a ser el jefe -dijo el Rubio-. Pero eso es lo de menos, si no aparecen los otros a Nieves y al loco los harán pagar por todos.

– Le he llorado, sargento, le he rogado -dijo Lalita-. Desde que ustedes se fueron a la isla, le estoy llorando, vámonos, escondámonos, Adrián. Y ahora que usted nos mandó avisar, los muchachos recogieron fruta, le envolvimos sus cosas, el Aquilino también le ha rogado. Pero no oye nada, no hace caso a nadie.

La luz del mechero caía de lleno sobre el rostro de Lalita, alumbraba la abrupta superficie de sus pómulos, los forúnculos, los cráteres del cuello, y las greñas oscilantes que cubrían su boca.

– A pesar de su uniforme, tiene usted buen corazón -dijo Adrián Nieves-. Por eso acepté ser su padrino.

Pero el sargento no lo escuchaba. Había dado media vuelta y, agazapado, escudriñaba la terraza, un dedo en los labios, don Adrián, se descolgaba ahorita mismo, la balaustrada, sin hacer bulla, el río, él contaría diez, el cielo y disparaba al aire, salía corriendo, muchachos, se escapó por ese lado y se llevaba a los guardias hacia el monte. Que empujara la lancha por lo oscuro, don Adrián, y no prendiera el motor hasta el Marañón, y que corriera después como alma que lleva el diablo y no se dejara agarrar, don Adrián, sobre todo eso, él podía fregarse también, que no se dejara agarrar y Lalita sí, sí, ella desataría la lancha, sacaba los remos, se iría con él, y las palabras se atropellaban en sus labios, su frente se estiraba y había un inusitado y veloz rejuvenecimiento de su piel, Adrián, la ropa estaba lista, y la comida, no hacía falta nada, y remarían y antes de llegar a la guarnición se meterían al monte. Y el sargento, alto, oteando el exterior: se aplastarían contra el fondo de la lancha, cuidado con alzar la cabeza, si los muchachos los veían dispararían y el Chiquito pegaba siempre en el blanco.

– Le agradezco, pero ya lo pensé mucho y no se puede salir por el río -dijo Adrián Nieves-. No hay quien pase el pongo ahora, sargento; ni siendo brujo. Ya ve cómo el teniente se quedó atracado en el Santiago, que es basura junto al Marañón.

– Pero, don Adrián -dijo el sargento-. Pero qué quiere entonces, no lo entiendo.

– Lo único es meterse al monte, como me metí la vez pasada -dijo Nieves-. Pero no quiero, sargento, ya lo pensé hasta cansarme, desde que ustedes fueron a la isla. No voy a pasar lo que me queda de vida corriendo por el monte. Yo sólo era su práctico, le manejaba la lancha nomás, como a ustedes, no pueden hacerme nada. Aquí siempre me porté bien y eso les consta a todos, a las madres, al teniente, también al gobernador.

– No se están peleando -dijo el Chiquito-. Se oirían gritos, parece que conversaran.

– Lo encontraría durmiendo y estará esperando que se vista -dijo el Rubio.

– O se estará tirando a la Lalita -dijo el Pesado-. Lo habrá amarrado a Nieves y se la estará comiendo en su delante.

– Las cosas que se te ocurren, Pesado -dijo el Oscuro-. Parece que a ti te hubieran dado pusanga, andas caliente día y noche. Además, ¿quién se va a comer a la Lalita con tanto grano que tiene?

– Pero es blanca -dijo el Pesado-. Yo prefiero una cristiana con granos que una chuncha sin. Sólo su cara es así, la he visto bañándose, tiene buenas piernas. Ahora se va a quedar solita y necesitará que la consuelen.

– La falta de mujer te tiene loco -dijo el Oscuro-. La verdad que a mí también, a veces.

– Para qué le sirve la cabeza, don Adrián -dijo el sargento-. Si no se tira al agua ahora se ha fregado, ¿no ve que le echarán la culpa de todo? El parte del teniente dice que el loco anda muriéndose, no sea porfiado.

– Me tendrán adentro unos meses, pero después ya viviré tranquilo y podré volver aquí -dijo Adrián Nieves-. Si me meto al monte no veré nunca más a mi mujer ni a mis hijos, y no quiero vivir como un animal hasta que me muera. Yo no maté a nadie, eso le consta al Pantacha, a los paganos. Aquí me he portado como un buen cristiano.

– El sargento te aconseja por tu bien -dijo Lalita-, hazle caso, Adrián. Por lo que más quieras, por tus hijos, Adrián.

Escarbaba el suelo, manoteaba los plátanos, se le iba la voz, y Adrián Nieves había comenzado a vestirse. Se ponía una camisa ajada, sin botones.

– No sabe cómo me siento -dijo el sargento-. Usted sigue siendo mi amigo, don Adrián. Y cómo se va a poner Bonifacia. Ella creía que usted ya andaba lejos, como yo.

– Tómalos, Adrián -sollozó Lalita-. Póntelos también.

– No necesito -dijo el práctico-. Guárdamelos hasta que vuelva.

– No, no, póntelos -insistió Lalita, gritando-. Ponte los zapatos, Adrián.

Una expresión de embarazo alteró el rostro del práctico un segundo: miró confusamente al sargento, pero se puso de cuclillas y se calzó los zapatones de gruesas suelas, don Adrián: se haría lo que se pudiera por cuidar a su familia, al menos que no se preocupara por eso. Él ya estaba de pie, y Lalita se le había arrimado y lo tenía cogido del brazo. ¿No iba a llorar, no? Habían pasado tantas cosas juntos y nunca lloró, ahora tampoco tenía que llorar. Lo soltarían pronto, entonces la vida sería más tranquila y, mientras tanto, que cuidara bien a los muchachos. Ella asentía como un autómata, vieja de nuevo, el rostro crispado y los ojos como platos. El sargento y Adrián Nieves salieron a la terraza, bajaron la escalerilla y, cuando pisaban los primeros bejucos, un alarido de mujer cruzó la noche y, en las sombras de la derecha, ¡ahí salía el pájaro!, la voz del Rubio. Y el sargento, carajo, manos a la cabeza: tranquilo o lo quemaba. Adrián Nieves obedeció. Iba adelante, los brazos en alto, y el sargento, el Rubio y el Chiquito lo seguían caminando despacio entre los surcos de la chacrita.

– ¿Por qué se demoró tanto, mi sargento? -dijo el Rubio.

– Lo estuve interrogando un poco -dijo el sargento-. Y lo dejé que se despidiera de su mujer.

Al llegar al bosquecillo de juncos, el Pesado y el Oscuro le salieron al encuentro. Se sumaron al grupo sin decir nada y así, en silencio, recorrieron la trocha hasta Santa María de Nieva. En las cabañas borrosas se oían cuchicheos a su paso, también entre las capironas y bajo los horcones había gentes que observaban. Pero nadie se les acercó ni les preguntó nada. Frente al embarcadero, una carrera de pies desnudos se oyó muy próxima, mi sargento: era la Lalita, vendría brava, les haría lío. Pero ella pasó jadeando entre los guardias y sólo se detuvo unos segundos junto al práctico Nieves: se había olvidado de la comida, Adrián. Le alcanzó un atado y se alejó a la carrera como había venido, sus pasos se perdieron en la oscuridad y, a lo lejos, cuando ya llegaban al puesto, sonó un lamento como de búho.

– ¿Ves lo que te dije, Oscuro?-lijo el Pesado-. Tiene buen cuerpo, todavía. Mejor que el de cualquier chuncha.

– Ah, Pesado -dijo el Oscuro-. No piensas en otra cosa, qué fregado eres.

– Con buen tiempo, mañana en la tarde, Fushía dijo Aquilino-. Iré yo primero, a averiguar. Hay un sitio cerca, donde te puedes quedar escondido en la lancha.

– ¿Y si no aceptan, viejo? -dijo Fushía-. ¿Qué voy a hacer, qué va a ser de mi vida, Aquilino?

– No te adelantes a lo que puede pasar -dijo Aquilino-. Si encuentro a ese tipo que conozco, él nos ayudará. Además, la plata lo arregla todo.

– ¿Les vas a dar toda la plata? -Lijo Fushía-. No seas tonto, viejo. Guárdate algo para ti, al menos que sirva para tu negocio.

– No quiero tu plata -dijo Aquilino-. Yo volveré después a Iquitos, a recoger mercadería, y haré un poco de comercio por la región. Cuando venda todo, iré a San Pablo a visitarte.

– ¿Por qué no me hablas? -dijo Lalita-. ¿Acaso yo me he comido las conservas? Todas te las he dado a ti. No es mi culpa que se hayan acabado.