– No tengo ganas de hablarte -dijo Fushía-. Y tampoco ganas de comer. Bota eso y llama a las achuales.

– ¿Quieres que te calienten agua? -dijo Lalita-. Ya lo están haciendo, yo les encargué. Siquiera come un poquito de pescado, Fushía. Es sábado, lo trajo Jum ahora.

– ¿Por qué no me diste gusto? -dijo Fushía-. Yo quería ver Iquitos de lejos, aunque fuera sólo las luces.

– ¿Te has vuelto loco, hombre? -dijo Aquilino-. ¿Y las patrullas de la Naval? Además, todo el mundo me conoce por aquí. Yo quiero ayudarte, pero no ir a la cárcel.

– ¿Cómo es San Pablo, viejo? -dijo Fushía-. ¿Has ido muchas veces?

– Algunas, de pasada -dijo Aquilino-. Llueve poco por ahí y no hay pantanos. Pero hay dos San Pablos, yo sólo estuve en la colonia, haciendo comercio. Tu vivirás al otro lado. Está a unos dos kilómetros.

– ¿Hay muchos cristianos? -dijo Fushía-. ¿Unos cien, viejo?

– Seguramente más -dijo Aquilino-. Se pasean calatos por la playa cuando hay sol. Les hará bien el sol, o será para impresionar a las lanchas que pasan. Piden a gritos comida y cigarros. Si uno no les hace caso, insultan, tiran piedras.

– Hablas de ellos con asco -dijo Fushía-. Estoy seguro que me dejarás en San Pablo y que no te veré más, viejo.

– Te he prometido -dijo Aquilino-. ¿Acaso no he cumplido siempre contigo?

– Ésta será la primera vez que no cumplirás -dijo Fushía-. Y también la última, viejo.

– ¿Quieres que te ayude? -dijo Lalita-. Déjame quitarte las botas.

– Sal de aquí -dijo Fushía-. No vuelvas hasta que te llame.

Las achuales entraron, silenciosas, trayendo dos grandes vasijas humeantes. Las colocaron junto a la hamaca, sin mirar a Fushía, y salieron.

– Soy tu mujer -dijo Lalita-. No tengas vergüenza. ¿Por qué voy a salir?

Fushía ladeó la cabeza, la miró y sus ojos eran dos rajitas ígneas: loretana puta. Lalita dio media vuelta, salió de la cabaña y había oscurecido. La atmósfera espesa parecía próxima a romper en truenos, lluvia y rayos. En el pueblo huambisa crepitaban las hogueras, su luz ardía entre las lupunas y revelaba una creciente agitación, desplazamientos, chillidos, voces roncas. Pantacha, sentado en la baranda de su cabaña, tenía las piernas balanceándose en el aire.

– ¿Qué les pasa? -dijo Lalita-. ¿Por qué hay tantas fogatas? ¿Por qué hacen tanta bulla?

– Volvieron los que fueron a cazar, patrona -dijo Pantacha-. ¿No vio a las mujeres? Se pasaron el día haciendo masato, van a festejar. Quieren que el patrón vaya, también. ¿Por qué está tan furioso, patrona?

– Por lo que no ha llegado don Aquilino -dijo Lalita-. Se han acabado las conservas y se está acabando el trago también.

– Hace como dos meses que el viejo no viene -dijo Pantacha-. Esta vez sí que ya no viene más, patrona.

– ¿Todo te da lo mismo ahora, no? -dijo Lalita-. Ya tienes mujer y no te importa nada.

Pantacha lanzó una risotada y, en la puerta de la cabaña, apareció la shapra, llena de adornos: diadema, pulseras, tobilleras, tatuajes en los pómulos y en los senos. Sonrió a Lalita y se sentó en la baranda, junto a ella.

– Ha aprendido el cristiano mejor que yo -dijo Pantacha-. La quiere a usted mucho, patrona. Ahora está asustada porque llegaron los huambisas que salieron a cazar. No les pierde el miedo por más que hago.

La shapra señaló los matorrales que ocultaban el barranco: el práctico Nieves. Venía con el sombrero de paja en la mano, sin camisa, los pantalones remangados hasta la rodilla.

– No se te ha visto todo el día -dijo Pantacha-. ¿Estuviste pescando?

– Sí, bajé hasta el Santiago -dijo Nieves-. Pero no tuve suerte. Va a haber tormenta y los peces escapan o se meten a lo más hondo.

– Ya regresaron los huambisas -dijo Pantacha-. Van a festejar esta noche.

– Por eso se habrá ido Jum -dijo Nieves-. Lo vi salir de la cocha en su canoa.

– Se quedará afuera dos o tres días -dijo Pantacha-. Ese pagano tampoco les pierde el miedo a los huambisas.

– No es miedo, sólo que no quiere que le corten la cabeza -dijo el práctico-. Sabe que borrachos se les despierta el odio contra él.

– ¿Tú también vas a celebrar con los paganos? -dijo Lalita.

– Estoy muy cansado con la surcada -dijo Nieves-. Me voy a dormir.

– Está prohibido, pero a veces salen -dijo Aquilino-. Cuando quieren reclamar algo. Se hacen sus canoas, se echan al agua y se plantan frente a la colonia. Nos dan gusto o desembarcamos, dicen.

– ¿Quiénes viven en la colonia, viejo? -dijo Fushía-. ¿Hay policías?

– No, no he visto -dijo Aquilino-. Ahí están las familias. Las mujeres, los hijos. Se han hecho sus chacritas.

– ¿Y las familias les tienen tanto asco? -dijo Fushía-. ¿A pesar de ser sus parientes, Aquilino?

– Hay casos en que el parentesco no juega -dijo Aquilino-. Será que no se acostumbran, tendrán miedo a contagiarse.

– Pero entonces nadie irá a visitarlos -dijo Fushía-. Entonces estarán prohibidas las visitas.

– No, no, al contrario, van muchas visitas -dijo Aquilino-. Hay que meterse en una lancha antes de entrar, y te dan un jabón para que te bañes y tienes que quitarte la ropa y ponerte un mandil.

– ¿Por qué me haces creer que vendrás a verme, viejo? -dijo Fushía.

– Desde el río se ven las casas -dijo Aquilino-. Buenas casas, algunas como las de Iquitos, de ladrillo. Ahí vivirás mejor que en la isla, hombre. Tendrás amigos y estarás tranquilo.

– Déjame en una playita, viejo -dijo Fushía-. Pasarás de tiempo en tiempo a traerme comida. Viviré escondido, nadie me verá. No me lleves a San Pablo, Aquilino.

– Si apenas puedes caminar, Fushía -dijo Aquilino-. ¿No te das cuenta, hombre?

– ¿Y cómo te dejaste curar las fiebres con el brujo de los huambisas si les sigues teniendo tanto miedo? -dijo Lalita. La shapra sonrió, sin responder.

– Lo traje aunque ella no quería, patrona -dijo Pantacha-. Le cantó, le bailó, le escupió tabaco en la nariz y ella no abría los ojos. Temblaba más de miedo que de fiebres. Creo que se curó con el susto.

Retumbó el trueno, comenzó a llover y Lalita se guareció bajo la techumbre. Pantacha siguió en la baranda, recibiendo el agua en las piernas. Minutos después cesó la lluvia y el claro se llenó de vapor. La cabaña del práctico ya no tenía luz, patrona, ya se dormiría, y ése fue sólo un anuncio, el aguacero de veras les caería a los huambisas en plena fiesta. El Aquilino se habría asustado con los truenos, seguro, y Lalita saltó de la escalerilla, iba a verlo, cruzó el claro y entró a la cabaña. Fushía tenía las piernas sumergidas en las vasijas y la piel de sus muslos era, como la greda del recipiente, sonrosada y escamosa. Manoteaba el mosquitero sin dejar de mirarla, Fushía, ¿por qué tenía vergüenza?, y lo arrancó y se cubrió, y ahora gruñía, ¿qué tenía de malo que lo viera?, y doblado en 46s trataba de alcanzar la bota, Fushía, si a ella no le importaba, y al fin la atrapó y se la arrojó, sin apuntar: pasó junto a Lalita, chocó contra el camastro y el niño no lloró. Lalita volvió a salir de la cabaña. Caía una lluvia fina, ahora.

– ¿Y a los que se mueren, viejo? -dijo Fushía-. ¿Los entierran ahí mismo?

– Seguro que ahí mismo -dijo Aquilino-. No los van a echar al Amazonas, no sería de cristianos.

– ¿Siempre vas a estar de un lado a otro por los ríos, Aquilino? -dijo Fushía-. ¿No has pensado que un día te puedes morir en la lancha?

– Quisiera morirme en mi pueblo -dijo Aquilino-. Ya no tengo a nadie en Moyobamba, ni familia ni amigos. Pero me gustaría que me enterraran en el cementerio de allá, no sé por qué.

– A mí me gustaría también volver a Campo Grande -dijo Fushía-. Averiguar qué fue de mis parientes, de mis amigos de muchacho. Alguien se debe acordar de mí todavía.

– A veces me arrepiento de no tener socio -dijo Aquilino-. Muchos me han ofrecido trabajar conmigo, poner un capitalito para una lancha nueva. A todos les tienta pasarse la vida viajando.