– Pones una cara -dijo el sargento-, parece que te sacaran de aquí a la fuerza. ¿Por qué no estás contenta?

– Sí estoy -dijo Bonifacia-. Sólo que siento un poco de pena por las madrecitas.

– No pongas esa maleta tan al canto, Pintado -dijo el sargento-. Y las cajas están mal sujetas, se irán al agua al primer encontrón.

– Acuérdese de nosotros cuando esté en el paraíso, mi sargento -dijo el Chiquito-. Escríbanos, cuéntenos cómo es la vida en la ciudad. Si todavía existen las ciudades.

– Piura es la ciudad más alegre del Perú, señora -dijo el teniente-. Le va a gustar mucho.

– Así será, señor -dijo Bonifacia-. Si es tan alegre, me ha de gustar.

El práctico Pintado había ya instalado todo el equipaje en la lancha y ahora examinaba el motor, arrodillado entre dos latas de gasolina. Corría una brisa suave y las aguas del Nieva, color uva, avanzaban hacia el Marañón alborotadas de olitas, tumbos y breves remolinos. El sargento iba y venía por la lancha, diligente, risueño, verificando los bultos, las amarras y Bonifacia parecía interesada en ese trajín pero, a veces, sus ojos se apartaban de la embarcación y espiaban las colinas: bajo el cielo limpio la misión resplandecía ya entre los árboles, sus calaminas y sus muros reverberaban mansamente en la luz clara de la madrugada. El sendero pedregoso, en cambio, aparecía disimulado por hilachas de bruma que flotaban casi a ras de tierra, indemnes: el bosque desviaba la brisa que las hubiera disgregado.

– ¿No es cierto que nos pica el cuerpo por llegar a Piura, chinita? -dijo el sargento.

– Es la verdad -dijo Bonifacia-. Queremos llegar lo más pronto.

– Debe ser lejísimos -dijo Lalita-. Y la vida será tan distinta a la de aquí.

– Dicen que cien veces más grande que Santa María de Nieva -dijo Bonifacia-, con casas como se ven en las revistas de las madres. Hay pocos árboles, dicen, y arena, mucha arena.

– Me da pena que te vayas, pero por ti me alegro -dijo Lalita-. ¿Ya saben las madres?

– Me han dado muchos consejos -dijo Bonifacia-. La madre Angélica ha llorado. Qué viejita se ha puesto, ya no oye lo que se le dice, tuve que gritarle. Apenas camina, Lalita, tiene los ojos como bailando todo el tiempo. Me llevó a la capilla y rezamos juntas. Ya nunca más la veré, seguro.

– Es una vieja mala, perversa -dijo Lalita-. No barriste eso, no lavaste las ollas, y me asusta con el infierno, cada mañana ¿te has arrepentido de tus pecados? Y también me dice cosas terribles de Adrián, que es un bandido, que engañaba a todos.

– Tiene mal genio porque está viejita -dijo Bonifacia-. Se dará cuenta que se va a morir pronto. Pero conmigo es buena. Me quiere y yo también la quiero.

– Algarrobos, burros y tonderos -dijo el teniente-. Y conocerá el mar, señora, no está lejos de Piura. Eso es mejor que bañarse en el río.

– Y, además, dicen que ahí están las mujeres más lindas del Perú, señora -dijo el Pesado.

– Ah, Pesado -dijo el Rubio-. ¿Y qué le importa a la señora que haya mujeres lindas en Piura?

– Le digo para que se cuide de las piuranas -dijo el Pesado-. No vayan a dejarla sin marido.

– Ella sabe que soy serio -dijo el sargento-. Sólo sueño con ver a mis amigos, a mis primos. Para mujeres, con la mía me basta y sobra.

– Ah, cholo cínico -rió el teniente-. Cuídelo mucho, señora, y si se le suelta déle palo.

– Si es posible, me empaqueta una piurana y me la manda, mi sargento -dijo el Pesado.

Bonifacia sonreía a unos y a otros pero, al mismo tiempo, se mordía los labios y, a intervalos regulares, una expresión distinta volvía a su rostro y lo abatía, unos segundos empañaba su mirada y agitaba su boca con un leve temblor, y luego desaparecía y sus ojos sonreían de nuevo. El pueblo despertaba ya, había cristianos reunidos en la tienda de Paredes, la vieja sirvienta de don Fabio barría la terraza de la Gobernación y, bajo las capironas, pasaban aguarunas jóvenes y viejos en dirección al río, con pértigas y arpones. El sol encendía los techos de yarina.

– Sería bueno partir de una vez, sargento -dijo Pintado-. Mejor pasar el pongo ahora, después habrá más viento.

– Óyeme primero y después dices no -dijo Bonifacia-. Al menos, deja que te explique.

– Mejor nunca hagas planes -dijo Lalita-. Después, si no salen es peor. Piensa sólo en lo que está pasando en el momento, Bonifacia.

– Ya le he dicho y él está de acuerdo -dijo Bonifacia-. Me dará un sol cada semana, y yo haré trabajos para la gente, ¿no ves que las madres me enseñaron a coser? ¿Pero no se la robarán? Tiene que pasar por tantas manos, a lo mejor no te llega.

– No quiero que me mandes -dijo Lalita-. Para qué necesito plata.

– Pero ya se me ocurrió la manera -dijo Bonifacia, tocándose la cabeza-. Se la mandaré a las madres, ¿quién se va a atrever a robarles a ellas? Y las madres te la darán a ti.

– A pesar de las ganas que uno tiene de irse, siempre da un poco de tristeza -dijo el sargento-. A mí me ha dado ahorita, muchachos, por primera vez. Uno se encariña con los lugares, aunque valgan poca cosa.

La brisa se había transformado en viento y las copas de los árboles más altos inclinaban sus plumeros, los mecían sobre los árboles pequeños. Allá arriba, la puerta de la residencia se abrió, la silueta oscura de una madre salió apresurada y, mientras cruzaba el patio en dirección a la capilla, el viento hinchaba su hábito, lo encrespaba como una ola. Los Paredes habían salido a la puerta de su cabaña y, acodados en la baranda, miraban el embarcadero, hacían adiós.

– Es humano, mi sargento -dijo el Oscuro-. Tanto tiempo aquí, y, además, casado con una de aquí. Se comprende que le dé un poco de pena. A usted le dará más, señora.

– Gracias por todo, mi teniente -dijo el sargento-. Si puedo servirle de algo en Piura, ya sabe, estoy a sus órdenes para cualquier cosa. ¿Cuándo estará usted en Lima?

– Dentro de un mes, más o menos -dijo el teniente-. Tengo que ir a Iquitos antes, a liquidar este asunto. Que te vaya bien en tu tierra, cholo, de repente te caigo por ahí un día de ésos.

– Guárdate mejor la plata para cuando tengas hijos -dijo Lalita-. Adrián decía al otro mes comenzamos, y en seis meses habrá para un motor nuevo. Y nunca ahorramos ni un centavo. Pero él no gastaba casi nada, todo era para la comida y los hijos.

– Y entonces podrás ir a Iquitos -dijo Bonifacia-. Haz que las madres te guarden la plata que voy a mandarte, hasta que haya bastante para el pasaje. Entonces irás a verlo.

– Paredes me ha dicho que no volveré a verlo -dijo Lalita-. También que me moriré aquí, de sirvienta de las madres. No me mandes nada. Te hará falta allá, en la ciudad se necesita mucha plata.

¿Le permitía, cholo? El sargento asintió, y el teniente abrazó a Bonifacia que pestañeaba mucho y movía la cabeza como aturdida, pero sus labios y sus ojos, aunque húmedos, sonreían aún, tenazmente, señora: ahora les tocaba a ellos. Primero la abrazó el Pesado y el Oscuro, caramba, cuánto se demoraba y él, mi sargento, no piense mal, era un abrazo de amigo, el Rubio, el Chiquito. El práctico Pintado había soltado las amarras y mantenía la lancha junto al embarcadero, curvado sobre la pértiga. El sargento y Bonifacia subieron, se instalaron entre los bultos, Pintado levantó la pértiga y la corriente se apoderó de la embarcación, comenzó a columpiarla, a llevársela sin apuro hacia el Marañón.

– Tienes que ir a verlo -dijo Bonifacia-. Te mandaré aunque no quieras. Y cuando salga, se irán a Piura, yo los ayudaré como ustedes me han ayudado. Allá nadie lo conoce a don Adrián y podrá trabajar en lo que sea.

– Ya cambiarás de cara cuando veas Pinta, chinita -dijo el sargento.

Bonifacia tenía una mano fuera de la lancha, sus dedos tocaban el agua turbia y abrían rectos, efímeros canales que desaparecían en la espumosa confusión que iba sembrando la hélice. A veces, bajo la opaca superficie del río se divisaba un pez breve y veloz. Sobre ellos, el cielo aparecía despejado pero, a lo lejos, en dirección a la cordillera, flotaban nubes gordas que el sol hendía como una cuchilla.