– ¿Vas a esperarlo, Selvática? -dijo la Chunga-. A lo mejor anda con otra mujer.

– ¿Quién es? -dijo el arpista, sus ojos blancos vueltos hacia la escalera-. ¿Sandra?

– No, maestro -dijo el Bolas-. Esa que empezó anteayer.

– Iba a venir a buscarme, señora, pero quizá se olvidó -dijo la Selvática-. Me iré nomás.

– Primero toma desayuno, muchacha -dijo el arpista-. Anda, Chunguita, invítala.

– Sí, claro, tráete una taza -dijo la Chunga-. En la tetera hay leche caliente.

Los músicos desayunaban en una mesa cerca del mostrador, a la luz de la bombilla violeta, la única que permanecía encendida. La Selvática se sentó entre el Bolas y el joven Alejandro: hasta ahora casi no le habían oído la voz, qué calladita era; ¿igual en su pueblo, todas las mujeres? Por las ventanas se divisaba la barriada, a oscuras, y en lo alto tres estrellas débiles ¿las marimachas? No, señora, más bien hablan y hablan, parecían papagayos. El arpista mordisqueaba una rebanada de pan, ¿papagayos?, y ella sí, un animalito que había en su pueblo, y él dejó de masticar, ¿cómo?, muchacha, ¿ella no había nacido en Piura? No, señor, era de muy lejos, de la montaña. No sabía en qué parte nació, pero había vivido siempre en un sitio que se llamaba Santa María de Nieva. Chiquito, señor, sin autos, ni edificios, ni cinemas como en Piura ¿sabía? El arpista siguió masticando, ¿la montaña?, ¿papagayos?, la cabeza alta, sorprendida y, de pronto, se calzó los lentes rápido, muchacha: ya se había olvidado que existía eso. ¿A orillas de qué río estaba Santa María de Nieva?, ¿cerca de Iquitos?, ¿lejos?, la montaña, qué curioso. Idénticas y continuas al salir de la boca del Joven, las argollas de humo crecían, se deformaban, se desvanecían sobre la pista de baile. A él también le hubiera gustado conocer la Amazonía, escuchar la música de los chunchos. No se parecía en nada a la criolla ¿no es cierto? En nada, señor, los de por allá cantaban poco, y sus cantos no eran alegres como la marinera o el vals, más bien tristes, y tan raros. Pero al joven le gustaba la música triste. ¿Y cómo eran las letras de sus canciones? ¿Muy poéticas? ¿Porque ella comprendería su idioma, no? No, ella no hablaba su idioma, y bajó la vista, de los chunchos, tartamudeó, una que otra palabrita apenas, de tanto oírlos ¿se daba cuenta? Pero que no se creyera, allá había blancos también, muchos, y a los chunchos se los ve poco porque paran en el monte.

– ¿Y cómo fuiste a caer en manos de ése? -dijo la Chunga-. Qué le has visto al pobre diablo de Josefino.

– Eso qué importa, Chunga -dijo el joven-. Son cosas de amor y el amor no entiende razones. Tampoco acepta preguntas ni da respuestas, como decía un poeta.

– No te asustes -rió la Chunga-. Te preguntaba porque sí, en broma. A mí me resbala la vida de todo el mundo, Selvática.

– ¿Qué le pasa, maestro? ¿Por qué se quedó tan pensativo? -dijo el Bolas-. Se le está enfriando la leche.

– A usted también, señorita -dijo el Joven-. Tómesela de una vez. ¿Quiere más pan?

– ¿Hasta cuándo vas a tratar de usted a las habitantas?-dijo el Bolas-. Qué gracioso eres, Joven.

– Trato igual a todas las mujeres -dijo el joven-. Habitantas o monjas para mí no hay diferencia, las respeto lo mismo.

– Y entonces por qué las insultas tanto en tus canciones -dijo la Chunga-. Pareces un compositor rosquete.

– No las insulto, les canto las verdades -dijo el joven. Y sonrió, débilmente, lanzando una última argolla, blanca y perfecta.

La Selvática se puso de pie, señora, tenía bastante sueño, ya se iba, y muchas gracias por el desayuno, pero el arpista la agarró de un brazo, muchacha, dando un respingo, que esperara. ¿Iba a casa del inconquistable, ahí por la plaza Merino? Ellos la llevaban, y que Bolas fuera a buscar un taxi, él también tenía sueño. El Bolas se levantó, salió a la calle y una estela de aire fresco vino hasta la mesa al cerrarse la puerta: la barriada seguía en la oscuridad. ¿Se fijaban qué caprichoso era el cielo de Piura? Ayer, a estas horas, el sol estaba alto y quemante, no caía arena y las chozas como lavaditas. Y hoy la noche remolona no se iba, qué fuera si se quedaba ahí para siempre, y el joven apuntó con la mano el cuadradito de cielo retratado en la ventana: él, por su parte, feliz, pero a muchos no les gustaría. La Chunga se tocó la sien: las cosas que lo preocupaban a éste, vaya chiflado. ¿Eran las seis?, la Selvática cruzó las piernas y apoyó los codos en la mesa, en la selva amanecía tempranito, a estas horas todo el mundo andaba levantado y el arpista sí, sí, el cielo se ponía rosado, verde, azul, de todos colores, y la Chunga cómo, y el joven cómo, maestro, ¿él conocía la selva? No, cosas que se le ocurrían y si quedaba leche en la tetera se la tomaría con gusto. La Selvática le sirvió y le echó azúcar, la Chunga miraba al arpista con desconfianza y ahora su expresión era hosca. El Joven encendió otro cigarrillo y, de nuevo, transparentes, efímeros, flotantes, unos aros grises salían de su boca en dirección al cuadradito negro de la ventana, se alcanzaban a medio camino, y a él le ocurría lo contrario que a la gente con lo de la luz, se mezclaban y eran como nubecillas, otros se ponían contentos y optimistas con el sol y la noche los entristecía, y por fin se adelgazaban tanto que se hacían invisibles, y él en cambio de día se sentía amargo y sólo al oscurecer se le levantaba el espíritu. Es que ellos eran nocturnos, joven, como los zorros y las lechuzas: la Chunguita, el Bolas, él y ahora ella también, muchacha, y se oyó un portazo. En el umbral, Bolas sujetaba a Josefino de la cintura, que vieran a quién había encontrado, la Selvática se levantó, hablando solo, en la carretera.

– Qué buena vida te das, Josefino -dijo la Chunga-. Te estás cayendo.

– Buenos días, muchacho -dijo el arpista-. Creíamos que ya no vendrías a buscarla. La íbamos a llevar nosotros.

– Ni le hable, maestro -dijo el joven-. Está en las últimas.

La Selvática y el Bolas lo trajeron hasta la mesa, y Josefino no estaba en las últimas, qué cojudeces, la del estribo era de él, que nadie se mueva, y que la Chunguita se bajara una cervecita. El arpista se ponía de pie, muchacho, le agradecía la intención, pero era tarde y el taxi estaba esperando. Josefino hacía muecas, eufórico, todos se iban a enronchar, chillón, tomando leche, alimento de churres, y la Chunga sí, bueno, hasta luego, que se lo llevaran. Salieron y hacia el Cuartel Grau apuntaba ya una rayita azul horizontal y en la barriada soñolientas siluetas se movían tras la caña brava, se oía el chisporroteo de un brasero y el aire acarreaba olores rancios. Cruzaron el arenal, el arpista cogido de los brazos por el Bolas y el joven, Josefino apoyado en la Selvática y en la carretera entraron todos en un taxi, los músicos al asiento de atrás. Josefino se reía, la Selvática estaba celosa, viejo, le decía por qué tomas tanto, y dónde estuviste, y con quién, quería confesarlo, arpista.

– Bien hecho, muchacha -dijo el arpista-. Los mangaches son lo peor que hay, no te fíes nunca de él.

– ¿Qué cosa? -dijo Josefino-. ¿Te las das de vivo? ¿Qué cosa? No la toque, compañero, puede correr sangre, compañero, ¿qué cosa?

– Yo no me meto con nadie -dijo el chofer-. No es mi culpa si el auto es angosto. ¿Acaso la he tocado, señorita? Yo hago mi trabajo y no busco líos.

Josefino se rió con la boca abierta, no entendía las bromas, compañero, a carcajadas, que la tocara si le provocaba, tenía su consentimiento y el chofer se rió también, señor: se la había creído de veras. Josefino se volvió hacia los músicos, era el cumpleaños del Mono, que se vinieran con ellos, lo celebrarían juntos, los León lo quieren tanto, viejo. Pero el maestro estaba cansado y tenía que descansar, Josefino, y el Bolas le dio una palmada. Josefino se resentía, se resentía y bostezó y cerró los ojos. El taxi pasó frente a la catedral y los faroles de la plaza de Armas estaban ya apagados. Las siluetas terrosas de los tamarindos cercaban rígidamente la glorieta circular de techo curvo como el de un paraguas y la Selvática que no fuera así, malo, tanto que se lo había pedido. Verdes, grandes, asustados, sus ojos buscaban los de Josefino y él alargó burlonamente una mano, era malo, se los comía crudos y de un bocado. Tuvo un acceso de risa, el chofer lo observó de reojo: bajaba por la calle Lima, entre La Industria y las rejas de la alcaldía. Ella no querría pero el Mono cumplió ayer cien años, y la estaba esperando, y los León eran sus hermanos y él les daba gusto en todo.